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El tumulto se apaciguaba rápidamente; se producía una tregua en la guerra entre el hielo y el agua. Dentro de unas horas, mientras la temperatura continuara aumentando, el agua ganaría la batalla y los últimos restos de hielo desaparecerían. Pero a la larga el vencedor seria el hielo, cuando Rama hubiera circundado al sol y se lanzara una vez más hacia la noche interestelar.

Norton se acordó de volver a respirar; luego llamó al grupo de exploración que estaba más próximo al mar. Con inmenso alivio oyó en seguida la voz de Rodrigo. No, el agua no les había alcanzado. Ninguna ola alcanzó el nivel del risco.

—De modo que ahora sabemos por qué hay una escarpa —añadió con calma.

Norton asintió en silencio. Pero eso no explica, pensó, por que la escarpa de la costa sur es diez veces más alta.

El rayo de luz del reflector prosiguió escudriñando alrededor del mundo. El mar recién despierto se calmaba paulatinamente, y la hirviente espuma blanca ya no brotaba expandiéndose de las masas de hielo flotantes. En el término de quince minutos, la perturbación principal habla llegado a su fin.

Pero Rama ya no estaba silencioso. Despertaba de su largo sueño y una y otra vez se ola el estallido del hielo cuando un témpano chocaba con otro.

La primavera ha llegado un poco tarde, se dijo Norton, pero el invierno ha terminado.

Y la brisa se dejaba sentir, cada vez más fuerte. Rama habla dado ya suficientes avisos; era el momento de abandonarlo.

Al aproximarse a la marca que señalaba la mitad del camino, Norton se sintió agradecido una vez más a la oscuridad que le ocultaba el panorama de arriba… y el de abajo. Aunque sabia que tenía por delante más de diez mil escalones, y podía ver la curva ascendente con los ojos de su mente, el hecho de que sólo alcanzaba a ver una pequeña porción de la misma con los de su cara volvía la perspectiva más tolerable.

Este era su segundo ascenso, y habla aprendido de los errores del primero. La gran tentación, dada la escasa gravedad, era subir con demasiada rapidez; cada paso resultaba tan fácil que costaba adoptar un ritmo lento y regular. Pero a menos que se hiciera así, extraños dolores se desarrollaban en los muslos y pantorrillas después de los primeros mil escalones. Músculos cuya existencia uno ignoraba comenzaban a protestar, y entonces se imponían períodos más y más largos de descanso. Hacia el final de la primera escalada, Norton habla pasado más tiempo descansando que subiendo, y aun así no fue suficiente. Sufrió dolorosos calambres en las piernas durante los dos días siguientes, y habría quedado casi por completo incapacitado de no haber vuelto a la gravedad cero de la atmósfera en el interior de la nave espacial.

De modo que esta segunda vez comenzó con una casi penosa lentitud, moviéndose como un viejo. Fue el último en abandonar la planicie, y los otros se adelantaban como medio kilómetro de escaleras por encima de él. Veía sus luces que ascendían por la invisible cuesta frente a él.

Se sentía angustiado por el fracaso de su misión, y aun ahora confiaba en que no se tratara sino de una retirada temporal. Cuando alcanzaran el cubo, podrían esperar hasta que hubieran cesado todos los trastornos atmosféricos. Probablemente reinaría allí una calma total, como en el centro de un ciclón, y les sería posible esperar a salvo la tormenta anunciada.

Una vez más llegaba a una conclusión precipitada, derivando peligrosas analogías de la Tierra. La meteorología de un mundo entero, aun en condiciones de estabilidad completa, era un asunto de enorme complejidad.

Al cabo de siglos de estudio, el pronóstico de¡ tiempo en la Tierra no era fiable cien por cien. Y Rama no sólo era un sistema totalmente nuevo sino que también soportaba rápidos cambios, porque la temperatura se había elevado vanos grados en las últimas horas. Sin embargo no había señales de¡ pronosticado huracán, aunque sí habían soplado varias ráfagas débiles provenientes al parecer de distintas direcciones.

Habían subido ahora cinco kilómetros, que en esa gravedad baja y en continuo descenso equivalía a dos de la Tierra. En el tercer nivel, a tres kilómetros del eje, descansaron una hora que aprovecharon para tomar un ligero refrigerio y darse un masaje en los músculos de las piernas. Este era el último punto en que podían respirar con comodidad; como los antiguos escaladores del Himalaya, habían dejado allí sus aparatos de aprovisionamiento de oxígeno, y ahora se los colocaron para el ascenso final.

Una hora más tarde alcanzaron la parte superior de la escalera y el comienzo de la escala. Frente a ellos tenían el último kilómetro vertical, por suerte en un campo de gravedad no muy distinto del de la Tierra. Un descanso de treinta minutos, una cuidadosa comprobación del oxígeno, y estuvieron listos para el último tramo.

Norton se aseguró de que todos sus hombres marchaban delante de él, a distancias iguales de veinte metros entre uno y otro. A partir de allí sería un lento y uniforme avance, extremadamente tedioso. La mejor técnica era vaciar la mente de todo pensamiento y contar los escalones a medida que se iban dejando atrás: … cien… doscientos… trescientos… cuatrocientos.

Había contado hasta mil doscientos cincuenta cuando comprendió que algo andaba mal. La luz que brillaba en la superficie vertical directamente frente de él tenía un color raro, y era demasiado brillante.

Norton no tuvo siquiera tiempo de disminuir el ritmo de su marcha o gritar una advertencia a sus hombres. Todo ocurrió en menos de un segundo.

Con un repentino golpe de luz, estalló el amanecer en Rama.

18. Amanecer

La luz era tan brillante que durante todo un minuto Norton se vio obligado a mantener los ojos fuertemente cerrados. Luego se arriesgó a abrirlos y miró por entre los párpados apenas entreabiertos a la pared, a escasos centímetros de su cara. Parpadeó varias veces, esperó hasta que las lágrimas involuntarias se secaron, y luego se volvió con lentitud para contemplar el amanecer.

Apenas pudo soportar el espectáculo escasos segundos; luego se vio obligado a cerrar nuevamente los ojos. No era el resplandor lo que resultaba intolerable —podía acostumbrarse a eso— sino el impresionante espectáculo de Rama, visto ahora por primera vez en su totalidad.

Norton había sabido con exactitud qué debía esperar; no obstante, la escena le anonadó. Le sobrecogió un espasmo de incontrolable temblor, sus manos se apretaron en torno al peldaño de la escala que aferraban, con la violencia de un hombre que se está ahogando y se agarra al salvavidas. Los músculos de los antebrazos se le anudaban, y al mismo tiempo sus piernas —ya fatigadas por horas de ascensión continua— parecían aflojarse. De no haber sido por la baja gravedad, habría caído.

Luego su entrenamiento se impuso, y comenzó a aplicar el único remedio posible para el pánico. Manteniendo los ojos cerrados y tratando de olvidar el monstruoso espectáculo a su alrededor, empezó a aspirar el aire en largas y profundas bocanadas, llenando sus pulmones de oxígeno y despojando su organismo de los venenos de la fatiga.

Pronto empezó a sentirse mucho mejor, pero no abrió los ojos hasta haber ejecutado una acción más. Necesitó de un máximo esfuerzo de la voluntad para obligar a su mano derecha a abrirse —tuvo que hablarle como si fuese una criatura desobediente—, pero al fin consiguió llevarla a su cintura, desprendió el cinturón de seguridad de su arnés, y lo enganchó en el escalón más próximo. Ahora, sucediera lo que sucediere, ya no podría caer.

Hizo varias aspiraciones profundas más; luego, siempre con los ojos cerrados, conectó su radio. Confió en que su voz sonara tranquila y autoritaria cuando dijo:

—Aquí, el capitán. ¿Está todo el mundo perfectamente?

Mientras los nombraba uno por uno y recibía la respuesta —aunque temblorosa— de cada uno, fue recobrando su propia confianza y autodominio. Todos sus hombres estaban a salvo y esperaban sus órdenes. El era una vez más el comandante.