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Energía ilimitada, metal ¡limitado: eso era Mercurio. Sus inmensos cohetes magnéticos de lanzamiento podían catapultar productos manufacturados a cualquier punto del sistema solar. También podía exportar energía, en isótopos de transuranio sintético, o radiación pura. Hasta se había propuesto que los rayos Láser de Mercurio deshelaran un día al gigantesco Júpiter, pero esta idea no fue bien recibida por los otros mundos. Una tecnología capaz de «cocinar. a Júpiter ofrecía demasiadas posibilidades tentadoras para la extorsión interplanetaria.

Que una preocupación de esa naturaleza hubiera sido expresada en alguna oportunidad decía mucho sobre la actitud general hacia los mercurianos. Ellos eran respetados por su resistencia, su tenacidad, su habilidad en el campo de la ingeniería, y admirados por la forma como habían conquistado un mundo tan temible. Pero no se les quería, y menos aun se les tenía confianza plena.

Lo cual no era óbice para apreciar su punto de vista. Los mercurianos, solía decirse con buen humor, se conducian a veces como si el Sol fuese de su propiedad particular. Estaban unidos a él con una relación íntima de amor-odio, tal como los vikingos estuvieron una vez unidos al mar, los nepaleses con el Himalaya, los esquimales con su tundra. Se sentirían realmente desdichados, frustrados, si algo se interpusiera entre ellos y la fuerza natural que dominaba y controlaba sus vidas.

Al fin, el presidente quebró el largo silencio. Recordaba el sol de la india, y se estremecía al pensar en él sol de Mercurio. De modo que tomó a los mercurianos en serio, aun cuando los consideraba toscos y bárbaros tecnológicos.

—Creo que su argumentación tiene algún mérito, señor Embajador —expresó con lentitud—. ¿Tiene usted algunas propuestas?

_Sí, señor. Pero antes de resolver qué medidas tomar, debemos estar en posesión de los hechos. Conocemos la geografia de Rama (si se puede utilizar ese término) pero no tenemos idea alguna de sus capacidades. Y la clave del problema es ésta: ¿posee Rama un sistema de propulsión ? ¿Puede cambiar de órbita ? Me interesaría mucho la opinión del doctor Perera al respecto.

—He pensado mucho sobre la cuestión —respondió el exobiólogo—. Por supuesto, Rama debe haber sido lanzado al espacio por medio de algún sistema de propulsión, pero ése fue sin duda sólo un ímpulsador externo. Ahora, si tiene un sistema de propulsión interno, no hemos hallado señal alguna. Por cierto no hay orificios de escape para cohetes, ni nada similar, en ninguna parte de la corteza externa.

—Podrían estar ocultos.

—Cierto, pero eso parece tener poco sentido. ¿Y dónde están los depósitos de carburante, las fuentes de energía? La corteza principal de Rama es sólida; lo hemos verificado con exámenes sísmicos. Las cavidades del casquete norte se explican con la existencia de los sistemas de cerraduras mecánicas.

»Eso nos deja el extremo sur de Rama, que el comandante Norton no ha podido alcanzar debido a esa faja de agua de diez kilómetros de ancho. Hay toda clase de curiosos mecanismos y estructuras allá arriba, en el Polo Sur; ustedes han visto ya las fotograflas. Qué son, es cuestión de adivinarlo.

»Pero estoy razonablemente seguro de lo siguiente: si Rama tiene en realidad un sistema de propulsión, se trata de algo completamente fuera de nuestro presente conocimiento. De hecho, tendría que ser la fabulosa ‘conducción espacial’ de la que se ha venido hablando en los últimos doscientos años.

—¿Usted no lo descartaría, doctor Perera?

—Por cierto que no. Si podernos probar que Rama cuenta con un sistema de conducción espacial, y aun cuando no logremos averiguar nada sobre su modo de operar, habremos realizado un descubrimiento importantísimo. Sabríamos por lo menos que tal cosa es posible.

—¿Qué es un sistema de conducción espacial? —inquirió el embajador de la Tierra un tanto quejumbrosamente.

—Cualquier clase de sistema de propulsión, Sir Robert, que no esté basado en el principio del cohete. La antigravedad (si tal cosa es posible) seria una buena explicación. Hasta el presente no sabemos dónde buscar esa impulsión, y la mayoría de los científicos dudan de que exista.

—No existe —intervino el profesor Davidson—. Newton lo afirmó. No se puede obtener acción sin reacción. La conducción espacial es una tontería. Se lo aseguro.

—Es posible que tenga razón —replicó Perera con inusitada suavidad—. Pero si Rama no cuenta con un sistema de impulsión espacial, no tiene impulso en absoluto. Simplemente, no hay cabida para el sistema convencional de propulsión, con sus enormes tanques de combustible.

—Resulta difícil imaginar un mundo empujado de un lado al otro —dijo Solomons—. ¿Qué pasaría en ese caso con los objetos en su interior? Todo tendría que estar atornillado. Muy inconveniente.

—Bueno, en ese caso es probable que la aceleración fuera muy débil. El problema mayor lo presentaría el agua del Mar Cilíndrico. ¿Cómo se lograría evitar que…

La voz de Perera se perdió en el silencio y los ojos se le pusieron vidriosos. Parecía estar al borde de la epilepsia o de un ataque cardíaco. Sus colegas le observaron alarmados hasta que, de pronto, pareció recobrarse de golpe, dio un puñetazo en la mesa, y gritó:

—¡Pero, claro! ¡Eso lo explica todo! El acantilado sur… ¡ahora tiene sentido!

—No para mí —rezongó el embajador lunar, hablando por todos los diplomáticos presentes.

—Observemos este corte longitudinal de Rama —prosiguió Perera excitado, desplegando su mapa—. ¿Tienen ustedes sus copias?… El Mar Cilíndrico está encerrado entre dos escarpas que circundan por completo el interior de Rama. La escarpa del norte tiene sólo cincuenta metros de alto. La del sur, en cambio, tiene casi medio kilómetro. ¿Por qué esa gran diferencia? Nadie ha podido dar con una razón plausible.

»Pero supongamos que Rama «pueda» impelerse a si mismo, acelerando de tal modo que el extremo norte quede adelante. El agua del mar tenderá a moverse hacia atrás; el nivel en el sur se elevará, tal vez cientos de metros. De ahí la altura de la escarpa sur. Veamos…

Comenzó a garabatear furiosamente. Al cabo de un tiempo sorprendentemente corto —no pudieron haber pasado más de veinte segundos— levantó la cabeza con expresión triunfante.

—Conociendo la altura de esas escarpas, podemos calcular el máximo de aceleración que Rama puede obtener. Si fuese más del dos por ciento de una gravedad, el mar se desbordaría sobre el continente sur.

—¿Un quincuagésimo de «g»? Eso no es mucho —objetó alguien.

—Para una masa de diez millones de megatones, lo es. Y es cuanto se necesita para la maniobra astronómica. —Muchas gracias, doctor Perera —dijo el embajador de Mercurio—. Nos ha dado usted mucho en que pensar. Señor presidente, ¿es posible convencer al comandante Norton de la importancia de explorar la región polar sur?

—El comandante está haciendo lo posible. El mar es un obstáculo, naturalmente. En estos momentos intentan construir alguna especie de balsa, para poder llegar por lo menos hasta Nueva York.

»El Polo Sur puede ser aún más importante. Entretanto, llevaré estos asuntos a la atención de la Asamblea General. ¿Cuento con la aprobación de ustedes, señores embajadores?

No hubo objeciones, ni siquiera por parte del doctor Taylor. Pero justo en el momento en que los miembros del Comité iban a cortar la transmisión retirándose del circuito, Sir Lewis levantó la mano.

El viejo historiador rara vez hablaba; cuando lo hacia, todo el mundo escuchaba.

—Supongamos que descubrimos que Rama es activo y tiene esas capacidades. Hay un antiguo dicho en cuestiones militares, de que la capacidad no implica intención.