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Habían esperado a bordo del Endeavour durante cuarenta y ocho horas —dos preciosos días— listos para la partida inmediata si los hechos lo justificaban. Pero nada sucedió; los instrumentos dejados en Rama no detectaron actividad inusitada alguna en su interior. Sucedió algo decepcionante: la cámara de televisión del cubo fue cegada por una niebla que redujo la visibilidad a unos pocos metros y sólo ahora habla empezado a desvanecerse.

Cuando manipularon la puerta de la última cerradura aérea y flotaron akededor del cubo, lo primero que llamó la atención a Norton fue el cambio habido en la luz. Ya no era brillantemente azul sino más suave y delicada; le recordaba en cierto modo el resplandor de un día brumoso en la Tierra.

Miró hacia afuera, a lo largo del eje del mundo, y no vio nada aparte de un brillante y liso túnel blanco que llegaba hasta aquellas extrañas montañas en el Polo Sur. El interior de Rama estaba enteramente enfundado en nubes, sin un solo resquicio visible en esa capa uniforme. La parte superior de la capa estaba bien definida; formaba un cilindro pequeño dentro del cilindro grande de este mundo rodante, y dejaba un centro, de cinco o seis kilómetros de ancho, completamente despejado aparte de algunos jirones de cirros desperdigados.

El inmenso tubo de nubes estaba iluminado por los seis soles artificiales de Rama. La situación de los tres en este continente norte estaba bien definida por las difusas franjas de luz, pero las del lado lejano del Mar Cilíndrico se fundían en una sola franja resplandeciente.

¿Qué estará sucediendo debajo de esas nubes?, se preguntó Norton. Pero al menos la tormenta que las centrifugó en tan perfecta simetría akededor del eje de Rama, había pasado ya. De no haber otras sorpresas, podían descender con tranquilidad.

Parecía apropiado, en esta nueva visita, utilizar el equipo que hizo la primera penetración profunda en Rama. El sargento Myron —como los demás miembros de la tripulación del Endeavour ahora totalmente sometido a las exigencias físicas determinadas por la doctora Ernst —hasta sostenía, con sinceridad convincente, que jamás volverla a usar sus viejos uniformes porque le quedaban demasiado grandes.

Mientras Norton contemplaba a Mercer, Calvert y Myron «nadar» rápida y confiadamente a lo largo de la escala hacia abajo, se recordó a sí mismo cuánto había cambiado el panorama. En la primera visita habían descendido en medio del frío y la oscuridad; ahora se dirigían hacia la luz y el calor. Hasta entonces estaban seguros de que Rama era un mundo muerto, y esto quizá seguía siendo verdad en un sentido biológico. Pero algo estaba agitándose, y la teoría de Boris Rodrigo varia tanto como cualquier otra: el «espíritu» de Rama había despertado.

Cuando los tres hombres alcanzaron la plataforma al pie de la escala y se preparaban para comenzar el descenso del primer tramo, Mercer ejecutó su primera prueba de rutina de la atmósfera. Había algunas cosas que jamás daba por sentadas; aun cuando la gente a su akededor respiraba con comodidad, sin ayuda, él jamás dejaba de comprobar el aire antes de quitarse el casco. Cuando se le pedía que justificara ese exceso de precaución, respondía:

—Procedo así porque los sentidos humanos no son de fiar, por eso. Uno puede pensar que está bien, y caer al suelo de cara, sin sentido, en la próxima inspiración.

Miró su medidor de porcentaje de oxígeno, y exclamó:

—¡Maldición!

—¿Qué pasa? —preguntó Calvert.

—Está roto… Marca muy alto. Qué raro, nunca había sucedido antes. Lo probaré con mi circuito de respiración.

Enchufó el pequeño analizador compacto en el punto de prueba de su provisión de oxígeno, y permaneció un momento callado y pensativo. Sus compañeros le miraban con ansiosa preocupación: algo capaz de preocupar a Mercer debía ser tomado muy en serio.

Desconectó el medidor, lo utilizó nuevamente para medir la muestra de atmósfera de Rama, y luego llamó a Control, en el cubo.

—Jefe! ¿Querría usted medir el oxígeno?

Hubo una pausa más prolongada de lo que justificaba el requerimiento. Luego Norton transmitió la respuesta.

—Creo que mi medidor tiene un fallo.

Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Mercer. —Supera el cincuenta por ciento, ¿verdad?

—Si. ¿Qué significa eso?

—Significa que todos podemos quitarnos nuestras máscaras. ¿No es eso conveniente?

—No estoy seguro —respondió Norton, respondiendo al sarcasmo en el tono de Mercer—. Parece demasiado bueno para ser verdad.

No había necesidad de agregar nada más. Como todos los astronautas, Norton desconfiaba profundamente de las cosas que parecían demasiado buenas para ser ciertas.

Mercer entreabrió un tanto su máscara y aspiró cautamente un poco de aire. Por primera vez en esa altitud el aire era perfectamente respirable. Ya no se percibía el olor a moho, y había desaparecido la sequedad excesiva del ambiente que en viajes anteriores causó varios trastornos respiratorios a los exploradores. Cosa sorprendente: la humedad se elevaba ahora al ochenta por ciento; sin duda, el responsable de este fenómeno era el deshielo del mar. Había una sensación de bochorno en el aire, lo cual no resultaba desagradable. Era como encontrarse en una costa tropical, un atardecer de verano, pensó Mercer. El clima en el interior de Rama había mejorado espectacularmente en los últimos días.

¿Y por qué? La humedad creciente tenía su explicación; la sorprendente subida del oxígeno era mucho más difícil de explicar. Al continuar el descenso, Mercer inició una serie de cálculos mentales. No había llegado aún a ningún resultado satisfactorio cuando iban a penetrar en la capa de nubes.

Fue una experiencia dramática, a causa de lo brusco de la transición. En un momento se deslizaban por la escala envueltos en un aire claro, despejado, aferrando el liso metal del pasamanos para no descender demasiado velozmente en esa región de un cuarto de gravedad. Luego, súbitamente, se encontraron rodeados por una cegadora blancura de niebla, con apenas unos cuantos metros de visibilidad en torno.

Mercer frenó la velocidad de su descenso Con tanta brusquedad que Calvert estuvo a punto de chocar con él, mientras que, sin poder evitarlo, Myron chocaba con Calvert despidiéndolo casi de la escalera.

—Tómenlo con calma, muchachos —aconsejó Mercer—. Pongan la suficiente distancia entre uno y otro para que podamos vernos. Y no aumenten la velocidad, por si tengo que detenerme de pronto.

Envueltos en un silencio imponente, continuaron deslizándose a través de la niebla.

Calvert podía ver a Mercer apenas como una sombra vaga a diez metros de distancia, adelante, y cuando volvió la cabeza Myron se encontraba a la misma distancia detrás de él. En cierto sentido esto resultaba aún más impresionante que descender envueltos en la completa oscuridad de la noche de Rama; entonces, por lo menos, los rayos de luz de¡ reflector del cubo les mostraba lo que tenían delante. En cambio, esto era como navegar en mar abierto, con visibilidad escasa.

Era imposible saber cuánto hablan avanzado, pero Calvert calculaba que habían alcanzado casi el cuarto nivel cuando Mercer volvió a frenar de golpe. Cuando estuvieron los tres juntos, murmuró:

—¡Escuchen! ¿No oyen algo?

—Sí —respondió Myron al cabo de una pausa—. Parece viento.

Calvert no estaba tan seguro. Movió la cabeza de un lado al otro, tratando de localizar la dirección del leve rumor que les llegaba a través de la niebla, aunque pronto se dio por vencido.

Prosiguieron el descenso, alcanzaron el cuarto nivel, y se lanzaron hacia el quinto. Entretanto el ruido aumentaba en intensidad y se tomaba más y más familiar. Estaban por la mitad de la cuarta escalera cuando Myron exclamó:

—¿Ahora lo reconocen?

Debieron identificarlo mucho antes, pero no era un sonido que habrían asociado con un mundo que no fuera la Tierra. Brotando de la niebla, de un origen cuya distancia no podía ser calculada, llegaba a ellos el firme repiqueteo de agua que caía.