Era una vista sorprendente en su complejidad, y su primera acción fue tornar con su cámara una lenta panorámica del conjunto. Luego agitó una mano en el aire llamando a su lado a sus compañeros, y transmitió un mensaje a través del mar:
—No hay señal alguna de actividad; todo está en calma. Suban; comenzaremos a explorar.
23. Nueva York, Rama
No era una ciudad, era una maquinaria. Norton llegó a esa conclusión en el término de diez minutos, y no vio motivo para cambiar de opinión después de cruzar la isla de parte a parte. Una ciudad, fuera cual fuese la naturaleza de sus ocupantes, debía proveer determinadas comodidades; nada había allí de esa naturaleza, a menos que estuvieran bajo tierra. Y si tal era el caso, ¿dónde estaban las entradas, las escaleras, los ascensores? No encontró nada que se asemejara siquiera a una simple puerta.
Lo más parecido a este lugar que recordaba haber visto en la Tierra era una gigantesca planta de procesamiento de productos químicos. Sin embargo, no habla depósitos de materia prima, ni vestigio alguno de un sistema de transporte para movilizarla. Tampoco imaginaba de dónde saldría el producto terminado, y menos aun qué podía ser tal producto. Todo resultaba muy desconcertante; les hacía sentirse bastante frustrados.
—¿Alguien quiere aventurar una suposición? —preguntó Norton por fin, a todos los que podían estar escuchando— Si esto es una fábrica, ¿qué fabrica? ¿Y de dónde saca la materia prima?
—Tengo una sugerencia, jefe —dijo Mercer desde el otro lado del mar—. Puede que utilice el mar como materia prima. De acuerdo con la doctora, contiene casi todo lo que uno puede imaginar.
Era una respuesta plausible, y Norton ya la había considerado. Bien podía ser que hubiera tuberías subterráneas que llegaran al mar; en verdad, —debía» haberlas porque cualquier concebible planta para la elaboración de productos químicos requería grandes cantidades de agua. Pero él desconfiaba de las respuestas plausibles; a menudo resultaban erróneas.
—Es una buena idea, Karl —respondió—. Pero, ¿qué hace Nueva York con su agua de mar?
Durante un largo rato nadie contestó desde la nave, ni desde el cubo, ni desde la planicie norte. Luego habló una voz inesperada.
—Es fácil deducirlo, jefe. Pero si expongo mi idea todos se reirán de mí.
—No, Ravi, nadie se reirá. Adelante.
Ravi McAndrews, primer Comisario de a bordo y cuidador de los chimpancés, era la última persona en el Endeavour que normalmente se hubiera mezclado en una discusión técnica. Su coeficiente de inteligencia era modesto, y sus conocimientos científicos mínimos; pero no era ningún tonto y poseía una sagacidad natural que todos respetaban.
—Bueno, se trata realmente de una fábrica, jefe, y tal vez el mar provee la materia prima. Después de todo, así sucedió también en la Tierra, aunque de forma distinta … Yo creo que Nueva York es una fábrica de producir … ramanes.
Alguien, en alguna parte, dejó escapar una risita burlona; pero calló en seguida y no se identificó.
—Sabes, Ravi —dijo el comandante por fin—,esa teoría es lo bastante descabellada como para resultar verdadera. Y no estoy muy seguro de que deseo verla probada…, al menos antes de volver a tierra firme.
Ese celestial Nueva York era casi tan ancho como la isla de Manhattan, si bien su geometría era totalmente distinta. Había pocas «calles» rectas; era un laberinto de arcos rotos, concéntricos, con rayos radiales que los unían. Por suerte, resultaba imposible perderse en el interior de Rama; una simple mirada al «cielo» era suficiente para establecer el eje norte-sur del mundo.
Se detuvieron en casi todas las intersecciones para tomar una serie de vistas panorámicas. Cuando todos esos cientos de fotografias fueran clasificadas, sería un trabajo tedioso, pero no difícil construir un modelo en escala de la ciudad. Norton sospechaba que el rompecabezas resultante mantendría a los científicos ocupados durante generaciones.
Era aún más dificil acostumbrarse al silencio en ese lugar de lo que había sido en la planicie de Rama. Una ciudadmaquinaria debía producir algún ruido; sin embargo no se percibía ni el más débil de los zumbidos eléctricos, ni el mínimo roce de un movimiento mecánico. Varias veces Norton apoyó la oreja en el suelo, o en el costado de un edificio, y escuchó con atención. Nada pudo oír excepto el pulso de su propia sangre.
Las máquinas dormían; no producían ni el menor tictac. ¿Volverían a despertar alguna vez, y con qué propósito? Todo estaba allí en perfectas condiciones, como de costumbre. No costaba mucho creer que la acción de cerrar un simple circuito en alguna oculta y paciente computadora, haría que todo este laberinto reviviera.
Cuando por fin llegaron al extremo más lejano de la ciudad, se subieron a lo alto del malecón circundante y miraron hacia el sector sur del mar. Durante largo rato Norton contempló el risco de quinientos metros que los excluía de casi la mitad de Rama, y, a juzgar por sus exámenes telescópicos, la mitad más compleja y variada. Desde ese ángulo aparecía envuelto en tinieblas espesas, ominosas, y era fácil imaginarlo como el muro de una prisión que rodeaba todo un continente. En ninguna parte a lo largo de su completo círculo había escaleras o cualquier otro medio de acceso.
Se preguntó cómo los ramanes cruzaban hacia la región sur desde Nueva York. Probablemente existía un sistema de transporte que corría por debajo del mar, pero también debían contar con naves aéreas porque habla muchos espacios abiertos allí, en la ciudad, que podían utilizarse como campos de aterrizaje. Descubrir un vehículo ramán significaría un logro estupendo, sobre todo si pudieran aprender a manejarlo. (Aunque, ¿podía cualquier concebible fuente de energía seguir funcionando después de varios cientos de miles de años?). Había numerosas estructuras que mostraban la apariencia funcional de hangares o cocheras, pero eran enteramente lisas, sin puertas ni ventanas, tal como si hubiesen sido rociadas con un sellador. Tarde o temprano, se dijo Norton ceñudamente, se verían obligados a utilizar explosivos y rayos Láser. Pero estaba decidido a postergar esta decisión hasta el último momento posible.
Su renuncia a utilizar la fuerza bruta se basaba parte en el orgullo y parte en el temor. No deseaba conducirse como un bárbaro tecnológico que destruía lo que no lograba entender. En definitiva, era un visitante no invitado en este mundo, y debía proceder en consecuencia.
En cuanto al temor, quizá ése fuera un término demasiado fuerte. Aprensión le cuadraba mejor. Los ramanes parecían haberlo planeado y previsto todo. El no estaba ansioso por descubrir las medidas de precaución que habían tomado para proteger su propiedad.
Cuando regresara a «tierra firme», sería con las manos vacías.
24. Libélula
El teniente James Pak era el oficial más joven a bordo del Endeavour, y ésa era sólo su cuarta misión en el espacio lejano. Era ambicioso, y figuraba en la lista de ascensos; pero había cometido una seria infracción al reglamento en vigencia. Se explicaba, por lo mismo, que tardara bastante en decidirse.
Sería una jugada peligrosa; si perdía, se encontraría metido en un grave problema. No sólo arriesgaría su carrera, su futuro sino incluso su vida. Pero si triunfaba, se vería convertido en un héroe. Lo que finalmente le convenció no fue ninguno de esos argumentos; fue la seguridad de que, si no hacia nada ahora, pasarla el resto de su vida lamentando la oportunidad perdida.
Sin embargo, vacilaba todavía cuando pidió al comandante Norton una entrevista privada.
¿De qué se trata ahora? —se preguntaba Norton al analizar la expresión indecisa del rostro del joven oficial. Recordaba la delicada entrevista con Boris Rodrigo; pero Pak no era por cierto del tipo religioso. Los únicos intereses que había demostrado fuera de su trabajo eran el deporte y el sexo, preferentemente combinados.