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Era dificil que se tratara de lo primero, y Norton confiaba en que no fuera lo segundo. Habla tropezado con la mayoría de los problemas que un oficial comandante podía encontrar en ese departamento, excepto el ya clásico de un nacimiento imprevisto en el curso de una misión. Aunque esta situación era el tema de innumerables chistes, a él todavía no le habla tocado afrontarla, pero no se hacía ilusiones al respecto: todo era cuestión de tiempo.

—Bien, Jimmy, ¿qué pasa?

—Tengo un idea, comandante. Sé cómo puedo llegar al continente sur, incluso al Polo Sur.

—Le escucho. ¿Cómo se propone hacerlo?

—Esto… volando hasta allí.

—Jimmy, ya he recibido cinco proposiciones para hacerlo, más, si contamos algunas disparatadas sugerencias procedentes de la Tierra. Hemos considerado la posibilidad de adaptar los propulsores de nuestros trajes espaciales, pero la resistencia opuesta por el aire de Rama los tornarla ineficaces por completo. Quedarían sin combustible antes de haber hecho diez kilómetros.

—Lo sé, comandante. Pero tengo la solución.

La actitud de Pak era una curiosa mezcla de completa confianza y nerviosismo a duras penas reprimido. Norton se sentía desconcertado. ¿Qué preocupaba tanto al muchacho? Con seguridad conocía lo suficiente a su superior para saber que ninguna propuesta razonable sería recibida con frialdad.

—Bien, ¡adelante! Si da resultado, veré que su ascenso sea retroactivo.

Esa mitad promesa, mitad broma, no fue recibida tan bien como esperaba. Jimmy le dirigió una sonrisa algo torcida, hizo dos o tres falsos comienzos, y por fin se decidió por un rodeo.

—Usted sabe, comandante, que yo participé en las olimpíadas Lunares el año pasado.

—Desde luego. Siento que no haya ganado.

—Tenía un mal equipo. Sé ahora cuál fue el fallo. Tengo amigos en Marte que han estado trabajando en eso, en secreto. Queremos dar una sorpresa a todos.

—¿Marte? Pero yo no sabia…

—Son muchas las personas que no lo saben. El deporte en cuestión es todavía muy nuevo allí; sólo se intentó en el Campo de Deportes Xante. Pero los mejores aerodinamicistas del sistema solar se encuentran en Marte. Si es usted capaz de volar en —esa» atmósfera, puede volar en cualquier parte.

»Ahora bien, mi idea fue que si los marcianos podían construir una buena máquina, con toda la técnica que ellos tienen, ésta darla resultados bárbaros en la Luna, donde la gravedad es sólo la mitad.

—No está mal pensado, pero, ¿de qué nos sirve eso a nosotros? —Norton comenzaba a adivinar, pero quería dar a Jimmy soga suficiente.

—Bueno, comandante, yo formé un sindicato con algunos amigos en Puerto Lowell. Ellos han construido un aparato aeroWtico, con algunos refinamientos que nadie ha visto hasta ahora. En la gravedad lunar, debajo de la cúpula olímpica, causara sensación.

—Y conquistará usted la medalla de oro.

—Así lo espero, comandante.

—Permítame ver si sigo correctamente la corriente de su pensamiento, Jimmy. Una cometa mecánica que podría ser utilizada en las Olimpíadas Lunares, a un sexto de una gravedad, tendría una actuación mucho más destacada, sensacional diríamos, en el interior de Rama, donde no hay gravedad. Podría usted volar con ella a lo largo del eje, desde el Polo Norte al Polo Sur, y de regreso.

—Sí, fácilmente. El vuelo directo supondría unas tres horas, sin paradas. Por supuesto uno puede detenerse para descansar en cualquier momento que lo desee, en tanto se mantenga cerca del eje.

—Es una brillante idea y le felicito —dijo Norton—. Lástima que las cometas con piloto no integren el equipo corriente de las naves de Vigilancia Espacial.

Jimmy pareció tener dificultad en responder. Abrió la boca varias veces, pero nada sucedió.

—Está bien, Jimmy. Tan sólo para satisfacer mi morbosa curiosidad, y fuera de programa: ¿cómo se las arregló para meterlo de contrabando a bordo?

—Esto… «artículo de esparcimiento».

—Bueno, por lo menos no mintió. ¿Y cuál es su peso?

_Sólo veinte kilos, comandante.

—¡Sólo veinte kilos! Con todo, no es tan malo como esperaba. En realidad, me asombra que se pueda construir uno de esos aparatos con tan poco peso.

—Algunos pesaban sólo quince kilos, pero eran muy frágiles y por lo general se torcían cuando completaban un giro. No hay peligro de que ocurra eso con la Libélula. Como ya le he dicho es totalmente aerobática.

—Libélula —repitió Norton—. Bonito nombre. Dígame ahora cuál es su plan para utilizarla; luego decidiré yo si merece un ascenso, o un consejo de guerra. 0 ambas cosas.

25. Vuelo de bautismo

Libélula era por cierto un nombre acertado. Las largas alas ahusadas eran casi invisibles, excepto cuando la luz chocaba contra ellas desde ciertos ángulos y producía su refracción en los tonos del arco iris. Era como si una burbuja de jabón hubiera sido envuelta alrededor de un delicado encaje de delgadas láminas de metal; la envoltura del pequeño objeto volador era una película orgánica de un grosor de unas pocas moléculas y lo bastante fuerte sin embargo como para controlar y dirigir los movimientos a una velocidad aérea de cincuenta kilómetros por hora.

El piloto —que era a la vez fuerza motriz y sistema de dirección— ocupaba un diminuto asiento en el centro de gravedad, en una posición semirreclinada para reducir la resistencia del aire. Ejercía el control por medio de una varilla que podía ser movida hacia atrás y hacia adelante, a derecha e izquierda; el único «instrumento» era un pedazo de cinta sujeta al borde delantero para indicar la dirección relativa del viento.

Una vez que la bicicleta aérea estuvo armada en el cubo, Jimmy Pak no permitió que nadie la tocara. Sabía que el manipularla con torpeza podía quebrar algunas de las delicadas fibras de la estructura central, y también que esas alas resplandecientes eran una tentación casi irresistible para dedos entremetidos. Costaba creer que «realmente. habla algo allí.

Mientras contemplaba cómo Jimmy subía al pequeño y extraño aparato volador, Norton comenzó a sentirse atenazado por la duda. Si uno de esos puntales delgados como el alambre se rompía cuando la Libélula estuviera del otro lado del Mar Cilíndrico, Jimmy no tendría modo de regresar, aun cuando lograra realizar un buen descenso. Además, estaban quebrantando una de las más sacrosantas reglas de la exploración en el espacio; un hombre viajaría solo a un territorio desconocido, fuera de toda posibilidad de ayuda. El único consuelo residía en el hecho de que podrían verle y comunicarse con él en todo momento. Si ocurría un desastre, sabrían con exactitud qué le habla sucedido.

De todas maneras, esta oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla. Si uno creía en el destino, significaría desafiar a los mismos dioses el desdeñar la única posibilidad que se les presentaba —que acaso nunca se les presentaría— para llegar al otro lado de Rama y ver de cerca los misterios del Polo Sur. Jimmy sabía lo que intentaba hacer, mucho mejor de lo que podía decírselo cualquier miembro de la tripulación. Esta era justamente la clase de riesgo que debía correrse; si la misión fracasaba, pues ésa era la alternativa del juego: imposible ganarlas todas.

—Ahora escúcheme con atención, Jimmy —pidió Laura Ernst—. Es muy importante que no abuse de sus fuerzas. Recuerde, el nivel de oxígeno aquí, en el eje, es todavía muy bajo. Si en cualquier momento siente que le falta el aire, deténgase y haga profundas aspiraciones durante treinta segundos; no más.

Jimmy asintió distraídamente mientras probaba los mandos. Todo el conjunto del timón-elevador, que formaba una sola unidad sobre una saliente cinco metros detrás de la rudimentaria casilla del piloto, comenzó a girar; luego, los alerones en forma de faldón, en mitad del ala, se movieron alternativamente arriba y abajo.