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Los relámpagos zigzagueaban todavía desde la punta del Gran Cuerno hasta los picos menores de abajo, pero ahora todo el diseño estaba girando: la corona de fuego de seis puntas en sentido contrario a la rotación de Rama, completando una revolución cada pocos segundos. Jimmy tenía la impresión de estar contemplando un gigantesco motor eléctrico en funcionamiento, y tal vez eso no estaba muy lejos de la verdad.

Se encontraba a mitad de su descenso hacia la planicie, girando en una espiral alargada, cuando los fuegos artificiales cesaron repentinamente. Sintió que la tensión abandonaba el cielo y supo, sin mirar, que ya no tenía el vello de los brazos ni el cabello erizados. Nada quedaba ya para distraerlo o ponerle trabas durante los últimos pocos minutos de su lucha por conservar la vida.

Ahora que podía estar seguro de la superficie sobre la cual debía descender, empezó a estudiarla con atención. Gran parte de esa región era un tablero de ajedrez de características contradictorias, tal como si a un jardinero loco se le hubiera dado vía libre para ejercitar su imaginación al máximo. Los cuadros del tablero tenían casi un kilómetro de lado, y aunque la mayoría eran planos, no se podía tener la seguridad de que fueran sólidos por la enorme variación de sus colores y textura. Jimmy decidió esperar hasta el último minuto posible antes de tomar una decisión, si es que en realidad tenía alguna alternativa.

Cuando sólo le quedaban unos cuantos cientos de metros para tocar la superficie, hizo una última llamada a Controclass="underline"

—Aún domino la situación; descenderé en medio minuto; les llamaré entonces.

Ese era un pronóstico optimista y todos lo sabían. Pero se negó a despedirse; quería que sus camaradas supieran que había caído peleando, y sin temor.

En realidad no sentía casi miedo, y eso le sorprendía porque nunca se había considerado un hombre particularmente valeroso. Era como si estuviese observando los esfuerzos de un extraño, como si lo que ocurría fuese ajeno a él. Un poco estaba estudiando un interesante problema de aerodinámica, y cambiaba varios parámetros para ver qué sucedería. Casi la única emoción que sentía era cierto vago pesar por las oportunidades perdidas, de las cuales la más importante era sin duda las próximas olimpíadas de la Luna. Un futuro al menos estaba resuelto: la Libélula jamás tendría ocasión de mostrar su capacidad en la Luna.

Aún quedaban cien metros para descender; su velocidad horizontal parecía aceptable, pero, ¿con cuánta rapidez caía? Y aquí se presentaba la primera muestra de suerte: el terreno era totalmente plano. Pondría el resto de sus fuerzas en el impulso final. Ahora… ¡Ya!

El ala derecha, cumplido su deber, se desprendió finalmente de raíz. La Libélula empezó a girar, y Jimmy trató de corregirlo arrojando el peso de su cuerpo contra el sentido de giro. Miraba directamente el arco curvado del paisaje a dieciséis kilómetros de él cuando chocó.

Se le antojó a la vez injusto y absurdo que el cielo fuera tan duro.

29. Primer Contacto

Cuando Jimmy recobró el sentido, de lo primero que tuvo conciencia fue de un terrible dolor de cabeza. Casi lo acogió con alegría; al menos probaba que seguía con vida. Luego trató de moverse y al punto una amplia selección de molestias fisicas en forma de punzadas y dolores reclamaron su atención. Pero, hasta donde le era dado juzgar, no parecía tener nada roto.

Después de eso se animó a abrir los ojos, pero volvió a cerrarlos en seguida cuando se encontró mirando directamente la franja luminosa a lo largo del techo del mundo. Como cura al dolor de cabeza, ese espectáculo no era recomendable.

Aún se encontraba tendido allí, recobrando las fuerzas y meditando sobre cuándo podría abrir los ojos, cuando oyó cerca un súbito ruido extraño, como de alguien que masticara. Volvió la cabeza con lentitud hacia el lugar de donde provenía, arriesgó una mirada… y estuvo a punto de perder otra vez el sentido.

A no más de cinco metros de distancia, un raro animal parecido a un gran cangrejo estaba aparentemente comiéndose los restos de la pobre Libélula. Cuando se recobró del susto y el asombro se alejó del monstruo rodando con lentitud y sin ruido por el suelo, esperando a cada instante ser apresado por sus pinzas si descubría que tenía al alcance comida más apetitosa. Sin embargo, el bicho no le prestó la menor atención; y cuando hubo aumentado la mutua separación a diez metros, Jimmy se incorporó cautelosamente hasta quedar sentado.

A esa mayor distancia la cosa no parecía tan formidable. Tenía un cuerpo bajo, plano, de casi dos metros de largo y uno de ancho, sostenido por seis patas unidas en dos grupos de tres. Jimmy comprobó que se había equivocado al suponer que estaba comiéndose a Libélula, en verdad no se veía señal alguna de que tuviera boca. Lo que hacía realmente esa criatura era un excelente trabajo de demolición, valiéndose de pinzas como tijeras para reducir la bicicleta aérea a trozos menudos. Luego, toda una batería de manipuladores, impresionantemente parecidos a manos diminutas, transferían los fragmentos a una pila creciente sobre la espalda del animal.

Pero, ¿era un animal? Aunque ésa habla sido la primera impresión de Jimmy ahora lo pensaba mejor. Se advertían una seguridad, una determinación en su proceder, que sugerían un alto grado de inteligencia. El no veía razón alguna para que una criatura de puro instinto se pusiera a reunir cuidadosamente los esparcidos trozos de su bicicleta aérea, menos, tal vez, que estuviera reuniendo material para un nido.

Sin apartar la mirada atenta del cangrejo, o lo que fuera, que seguía ignorándolo por completo, Jimmy hizo un esfuerzo y se puso de pie. Unos cuantos pasos vacilantes le demostraron que podía caminar, aunque no estaba seguro de poder dejar atrás a esas seis patas.

Luego conectó su radio transmisor, sin dudar de que funcionaría. Un golpe al que él había sobrevivido no habría sido siquiera notado por sus sólidos elementos electrónicos.

—Control del Cubo —dijo con suavidad—. ¿Me recibe bien ?

—¡Gracias a Dios! ¿Está bien, Jimmy?

—Sólo un poco magullado. Pero miren esto.

Volvió su cámara hacia el cangrejo, a tiempo de registrar la demolición final del ala de la Libélula.

—¿Qué diablos es, y por qué está masticando su bicicleta?

—También a mí me gustaría saberlo. Ya ha terminado con la Libélula. Haré una retirada estratégica antes de que se le ocurra empezar conmigo.

Jimmy fue retrocediendo con lentitud, sin dejar de observar al cangrejo que se movía ahora en círculos cada vez más anchos, buscando al parecer fragmentos que podía haber pasado por alto, y así Jimmy pudo observarlo desde todos los ángulos y verlo, por primera vez, tal como era.

Y ahora, pasada la impresión inicial, pudo apreciar que se trataba de una bestia hermosa. La denominación «cangrejo» que él le diera automáticamente, era quizá un tanto engañosa. Si no hubiera sido tan larga habría podido compararla con un escarabajo. Su caparazón tenía un precioso brillo metálico; estaba casi dispuesto a jurar que era metal.

Una idea muy interesante, por cierto. ¿Podía tratarse de un robot, y no de un animal? Con esta idea observó al cangrejo atentamente, analizando todos los detalles de su anatomía. Donde debía estar la boca tenía una colección de manipuladores que le recordaban a esos cortaplumas de varias piezas, multiuso, que son la delicia de los muchachos activos; había pinzas, limas alicates, y hasta algo parecido a un taladro. Pero esto no era terminante. En la Tierra, el mundo de los insectos había igualado todas esas herramientas y muchas más. La cuestión «animal o robot» seguía sin definirse en su mente.

Los ojos, que podían haber dilucidado dicha cuestión, la tomaban aún más ambigua. Estaban tan profundamente hundidos entre dos gruesos párpados protectores que resultaba imposible decir si sus cristalinos eran de cristal o de alguna sustancia gelatinosa. Carecían de expresión y mostraban un sorprendente y vívido azul. Aunque los había dirigido hacia Jimmy varias veces, en ningún momento reflejaron la menor muestra de interés. En la opinión de él, tal vez viciada de parcialidad, ese detalle decidió el nivel de inteligencia de la «cosa». Un ente —robot o animal— capaz de ignorar a un ser humano, no podía ser muy brillante.