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Norton consideró brevemente otras soluciones más exóticas, y algunas francamente descabelladas. Tal vez un chimpancé, provisto de almohadones de succión, pudiera realizar el ascenso. Pero aun si este plan era práctico, ¿cuánto tiempo se tardaría en fabricar y probar un equipo semejante, y enseñar a un chimpancé a utilizarlo? El dudaba que un hombre poseyera la fuerza precisa para realizar la hazaña.

Luego estaba la tecnología más avanzada. Las unida a — des de propulsión Eva eran tentadoras, pero su empuje seda demasiado débil ya que habían sido diseñados para operar en gravedad cero. No podrían levantar el peso de un hombre, ni aun en la modesta gravedad de Rama.

¿Y si enviaban un Eva de control automático que llevara una soga de rescate? Expuso la idea al sargento Myron, quien la vetó inmediatamente. Habla, señaló el ingeniero, graves problemas de estabilidad; podrían tal vez ser resueltos, pero se tardaría mucho tiempo, mucho más del que podían disponer.

¿Y un globo aerostático? Parecía haber allí una débil posibilidad, siempre y cuando pudieran idear una envoltura y una fuente de calor suficientemente segura. Esta fue la única solución posible que Norton no descartó cuando el problema dejó de ser teórico y se convirtió en asunto de vida o muerte para un hombre, dominando las noticias transmitidas en todos los mundos habitados.

Mientras Jimmy hacia su recorrido a lo largo de la orilla del mar, la mitad de los cerebros privilegiados del sistema solar estaban tratando de salvarlo. En el Cuartel General de la Flota se consideraban todas las sugerencias, pero a lo sumo una entre mil se remitían al Endeavour. Las del doctor Carlisle Perera llegaron dos veces; la primera por la propia cadena de Exploración del Espacio, y la segunda vía Planetcom, Prioridad Rama. Le había supuesto al distinguido científico aproximadamente cinco minutos de reflexión y una millonésima de segundo de tiempo de computadora.

Al principio, Norton pensó que se trataba de una broma del peor gusto. Luego leyó el nombre del remiten te y los cálculos que acompañaban el mensaje, y lo pensó mejor.

Tendió el mensaje a Karl Mercer.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó, procurando que su voz sonara indiferente.

Karl lo leyó con rapidez y luego exclamó:

—¡Bueno , que me cuelguen! Tiene razón, por supuesto.

—¿Estás seguro?

—Perera acertó con lo de la tormenta, ¿no es así? Nosotros mismos debimos pensar en algo así. Me hace sentirme tonto.

—No sólo a ti. El siguiente problema es, ¿cómo se lo decirnos a Jimmy?

—No creo que debamos hacerlo…, hasta el último minuto posible. Así lo preferiría yo si estuviese en su lugar. Dígale simplemente que nos ponemos en camino.

Aunque abarcaba con la mirada todo el ancho del Mar Cilíndrico, y conocía la dirección por la que se acercaría la balsa Resolution, Jimmy no avistó la pequeña embarcación hasta que hubo pasado Nueva York. Parecía increíble que pudiera cargar a seis hombres y cualquier equipo que hubieran traído para rescatarlo.

Cuando sólo estuvo a un kilómetro de distancia, reconoció al comandante Norton y comenzó a saludar con la mano en el aire. Poco después el comandante le vela a su vez y hacia otro tanto.

—Me alegro de comprobar que su estado es bueno, Jimmy —transmitió—. Le prometí que no le dejaríamos en la estacada. ¿Me cree ahora?

No del todo, pensó Jimmy? Hasta este momento había estado preguntándose si todo eso no formaba parte de un bondadoso plan para mantener alta su moral. Pero el comandante no hubiera cruzado el mar tan sólo para decirle adiós. Debía haber urdido algo.

—Lo creeré cuando esté ahí abajo con ustedes, jefe —respondió— ¿Ahora, quiere explicarme cómo saldré de aquí?

La Resolution estaba llegando a unos cien metros de la base de la escarpa. Hasta donde Jimmy podía ver, no cargaba ningún equipo extra, aunque no estaba muy seguro respecto a lo que había esperado ver.

—Siento no haberle dicho nada hasta este momento, Jimmy, pero la verdad es que no queríamos preocuparle demasiado.

Ahora bien, eso sonaba siniestro. ¿Qué diablos quería significar el jefe?

La balsa se detuvo cincuenta metros más afuera y quinientos más abajo. Jimmy tuvo casi una visión a vuelo de pájaro del comandante, cuando éste habló por su micrófono.

—Es esto, Jimmy? no correrá el menor peligro, pero deberá tener nervios de acero. Nosotros sabemos que los tiene de sobra. Bueno… ahí va: tiene que saltar.

—¡Quinientos metros.

—Si, pero sólo a medio «g».

—¡Ajá! ¿Ha dado usted alguna vez un salto de doscientos cincuenta metros en la Tierra, jefe?

—Cállese, o le cancelaré la próxima licencia. Usted mismo debió pensar en ello. Es sólo una cuestión de velocidad terminal. En esta atmósfera no puede alcanzar más que noventa kilómetros por hora, ya caiga desde doscientos metros o de dos mil. Noventa es tal vez demasiado para sentirse cómodo, pero podemos reducirla aún más. Le diré lo que deberá hacer: escuche con atención.

—Sí, jefe —dijo Jimmy—. Eso será lo mejor.

No volvió a interrumpir al comandante y no hizo ningún comentario cuando Norton hubo terminado. Sí, tenia sentido, y era tan absurdamente sencillo que sólo a un genio podía ocurrírsele. Y tal vez a alguien que no esperaba tener que hacerlo él.

Jimmy nunca había practicado saltos artísticos y tampoco caídas diferidas en paracaídas, lo cual le hubiera dado alguna preparación psicológica para esta hazaña. Se le podía decir a un hombre que no habla ningún peligro en caminar por un tablón de madera a través de un abismo, y sin embargo, aun cuando los cálculos estructurales fueran impecables, el hombre podía sentirse incapacitado para hacerlo. Ahora Jimmy comprendía por qué el comandante se habla mostrado tan evasivo respecto a los detalles del rescate. No quiso darle tiempo para reflexionar o para pensar en excusas y objeciones.

—No quiero apresurarlo, Jimmy —dijo la voz persuasiva de Norton, medio kilómetro más abajo— pero opino que cuanto antes, mejor.

Jimmy miró su precioso souvenir, la única flor de Rama. La envolvió con cuidado en su sucio pañuelo, hizo un nudo, y lo arrojó sobre el borde del risco.

Flotó hacia abajo con tranquilizadora lentitud, pero tardó mucho tiempo, demasiado, haciéndose más y más y más pequeño, hasta que ya no pudo verlo. Pero en ese momento la Resolution avanzó unos metros, y supo que el pañuelo habla sido visto.

—¡Hermosa!—exclamó el comandante con entusiasmo—. Estoy seguro de que le pondrán su nombre. Bueno: estamos esperando.

Jimmy se quitó la camisa —la única prenda para la parte superior del cuerpo que todos usaban en ese clima ahora tropical— y la estiró pensativamente. En varias oportunidades durante la larga caminata, había estado a punto de deshacerse de ella ahora tal vez contribuiría a salvarle la vida.

Por última vez miró hacia atrás, al mundo desierto que sólo él había explorado, y a los distantes y amenazadores pináculos del Gran Cuerno y las Pequeñas Astas. Luego, cogiendo la camisa firmemente con la mano derecha, saltó al vacío, lo más lejos de la escarpa que le fue posible.

Ahora ya no corría prisa; tenía veinte segundos enteros para disfrutar de la experiencia. Pero no perdió tiempo, mientras el viento se fortalecía a su alrededor y la Resolution se expandía lentamente en su campo visual. Sosteniendo la camisa con ambas manos, extendió los brazos sobre la cabeza de modo que el aire llenara la prenda y la inflara como una vela.

Como paracaídas, no podía afirmarse que fuera un éxito. Los pocos kilómetros que restó a su velocidad fueron útiles, pero no vitales. Su utilidad era otra y mucho más importante: mantener su cuerpo vertical, para permitirle hundirse como una flecha en el mar.