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Persistía la impresión de que éste no se movía, sino de que el agua subía a su encuentro. Una vez echada su suerte, no tenla sensación alguna de temor; más aún, experimentaba cierta indignación contra el comandante por haberle ocultado la verdad hasta el último momento. ¿De verdad pensaba el jefe que hubiera tenido miedo de saltar si le hubiesen dado más tiempo para pensarlo?

En los últimos instantes soltó la camisa, aspiró una bocanada de aire, y se apretó la boca y la nariz con las manos. Tal como le indicaran, puso el cuerpo tieso como una barra y unió los pies. Entrarla en el agua con tanta limpieza como una lanza impulsada por una mano fuerte.

—Será exactamente lo mismo —le prometió el comandante— como tirarse desde un trampolín alto en la Tierra. No le pasará nada, si hace una buena entrada en el agua.

—¿Y si no la hago? —había preguntado.

—En ese caso tendrá que volver al punto de partida e intentarlo nuevamente.

Algo le tocó los pies, con fuerza pero sin causarle daño. Un millón de manos viscosas parecían recorrerle el cuerpo; hubo un estruendo en sus oídos, una presión creciente, y aun cuando mantenía los ojos bien cerrados, percibía que la oscuridad aumentaba a su alrededor mientras se internaba en las profundidades del Mar Cilíndrico.

Apelando a todas sus fuerzas, comenzó a nadar hacia arriba, hacia la claridad desvaneciente detrás de sus párpados cerrados. No podía abrir los ojos sino para echar una brevísima mirada; sentía al hacerlo el agua ponzoñosa que le quemaba como un ácido. Se le antojaba haber estado bregando años, y más de una vez le acometió el temor de pesadilla de haber perdido toda orientación y estar en realidad nadando hacia abajo. Entonces arriesgaba otra rapidísima mirada, y comprobaba que la claridad iba en aumento.

Mantenía los ojos fuertemente cerrados cuando al fin surgió a la superficie. Inhaló unas preciosas bocanadas de aire, se puso de espaldas, y miró a su alrededor.

La Resolution se acercaba a toda velocidad. En cuestión de segundos, unas manos ansiosas le hablan apresado arrastrándolo a bordo.

—¿Ha tragado agua? —fue la primera pregunta ansiosa del comandante.

—No; creo que no.

—De todas maneras, enjuáguese la boca con esto. Muy bien. ¿Cómo se siente?

—No estoy muy seguro. Le responderé dentro de un minuto. ¡Oh…. gracias, gracias a todos!

El minuto apenas había pasado cuando Jimmy supo con seguridad cómo se sentía.

—Voy a vomitar —confesó avergonzado.

Los integrantes de la partida de rescate le miraron incrédulos.

—¿Está mareado… con esta calma chicha… en este mar llano? —protestó la sargento Barnes, que parecía considerar los apuros de Jimmy como una crítica directa a su capacidad para gobernar la balsa.

—Yo no diría que es llano —observó el comandante, abarcando con un ademán amplio la franja de agua que circundaba el cielo—. Pero no se sienta avergonzado, muchacho. Puede haber tragado sin darse cuenta algunas gotas de esa porquería. Líbrese de ella lo más rápido que pueda.

Jimmy seguía luchando con su estómago muy poco heroicamente y sin éxito alguno, cuando se produjo un relampagueo en el cielo detrás de ellos. Todas las miradas se volvieron hacia el Polo Sur, y Jimmy olvidó al punto lo mal que se sentía. Las Astas habían reanudado su exhibición de fuegos artificiales.

Allí estaban las lenguas de fuego de un kilómetro, bailando desde la varilla central hacia sus compañeras más bajas.

Una vez más iniciaban su imponente rotación, como si bailarines invisibles ataran sus cintas alrededor de un poste electrizado. Pero ahora empezaban a acelerar, moviéndose con más y más rapidez, hasta que se confundieron en un fluctuante cono de luz.

Era el espectáculo más aterrador de cuantos presenciaran allí hasta entonces, y brotaba con él un estruendo distante que agregaba a la impresión de poderío abrumador. La exhibición se prolongó durante unos cinco minutos, luego cesó tan bruscamente como si alguien hubiese accionado la llave de un conmutador.

—Me gustaría saber qué deduce el Comité Rama de esto —murmuró Norton, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Tiene alguien aquí alguna teoría?

No hubo tiempo de responder, porque en ese momento una voz excitada llamó desde Control.

—¡Resolution! ¿Están todos bien? ¿Han notado eso?

—¿Notar qué?

—Creemos que ha sido un terremoto. Ha debido ocurrir el instante mismo en que cesaron esos fuegos artificiales.

—¿Algún daño?

—No, parece que no. En realidad no ha sido violento, pero nos ha sacudido un poco.

—Nosotros no hemos sentido nada. Pero claro, no lo íbamos a sentir estando en el mar.

—sí, por supuesto, qué tontería. De todas maneras, todo parece tranquilo ahora… hasta la próxima vez.

—Sí, hasta la próxima vez —repitió Norton.

El misterio de Rama se acrecentaba; cuanto más cosas descubrían acerca de ese mundo, tanto menos lo entendían.

Alguien lanzó un grito desde el timón.

—Jefe!… ¡Mire… allá arriba, en el cielo!

Norton levantó la vista y rápidamente recorrió el circuito del cielo. No vio nada hasta que su mirada habla casi alcanzado el cenit y se encontró contemplando el otro lado del mundo.

—¡Dios mío! —murmuró con lentitud, mientras se daba cuenta de que la «próxima vez. ya la tenían casi encima.

Una ola gigantesca avanzaba hacia ellos por la eterna curva del Mar Cilíndrico.

32. La ola

Aun en ese momento de shock, la primera preocupación de Norton fue por su nave.

—¡Endeavour! —llamó—. ¡Informe de la situación!

—Todo bien, jefe —fue la tranquilizadora respuesta de su segundo—. Sentimos un débil temblor, pero nada que pudiera causar daño a la nave. Ha habido un leve cambio de posición en Rama; me informan que es de aproximadamente punto dos grados. También creen que la velocidad de rotación se ha alterado un tanto. Tendremos los cálculos exactos en un par de minutos.

«De modo que ya ha empezado a suceder —pensó Norton—; y antes de lo que esperábamos; todavía estamos lejos del perihelio y el momento lógico para un cambio orbital..

Pero indudablemente estaba produciéndose alguna clase de ajuste y tal vez sobrevendrían más alteraciones.

Entretanto, los efectos de este primero eran demasiado obvios allá arriba, en la curvada sábana de agua que parecía estar cayendo perpetuamente del cielo. La ola gigantesca estaba a una distancia de diez kilómetros, y abarcaba todo el ancho del mar desde la costa norte a la sur. Cerca de la orilla formaba una espumosa pared blanca, pero en aguas profundas era una línea azul apenas visible que se movía mucho más rápido que las grandes olas a uno y otro flanco. El arrastre de la corriente ya la doblaba en un arco, con la porción central adelantándose más y más.

—Sargento —dijo Norton con tono urgente—, éste es su trabajo. ¿Qué podemos hacer?

La sargento Barnes había detenido la balsa por completo y se concentraba en el estudio de la situación. Su expresión, Norton lo comprobó aliviado, no mostraba indicios de alarma sino más bien cierta excitación, como la del atleta experimentado a punto de aceptar un desafio.

—Quisieraque tuviésemos algún sondador —dijo—. Si estamos en aguas profundas no hay de qué preocuparse.

—En ese caso estamos bien —repuso Norton—. Nos encontramos a cuatro kilómetros de la orilla.

—Espero que sea así, pero deseo estudiar la situación.

La sargento Barnes aplicó energía otra vez e hizo girar a la Resolution hasta que estuvo otra vez en movimiento, directamente hacia la ola que se aproximaba. Norton calculó que su porción central les alcanzaría en menos de cinco minutos, pero también pudo apreciar que no presentaba un peligro serio. Era sólo una onda de menos de un metro de altura corriendo desbocada, y que apenas llegaría a sacudir la embarcación. La verdadera amenaza eran las paredes de espuma que arrastraba tras de sí, a bastante distancia.