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Era fácil presumir que Rama, como cualquier nave, requería exámenes, revisiones y reparaciones después de su inmenso viaje. La tripulación ya estaba trabajando a pleno rendimiento. ¿Cuándo aparecerían los pasajeros?

La clasificación de los —biots. no era la principal tarea confiada a Rousseau. Sus órdenes eran vigilar a los dos o tres grupos de exploradores que estaban siempre de recorrida, ver que no corrieran peligro, y advertirles si algo extraño se les aproximaba. Se turnaba, cada seis horas, con cualquier otro miembro de la tripulación que pudiera relevarlo, aunque en ocasiones había estado en su puesto doce horas seguidas. En consecuencia, conocía ahora la geografía de Rama mejor que cualquiera de sus compañeros, mejor que cualquier hombre en los años por venir. Había llegado a serie tan familiar como las montañas de Colorado en su niñez.

Cuando el teniente comandante Kirchoff emergió de la puerta Alfa, Rousseau supo al punto que algo inusitado estaba sucediendo. El cambio de personal nunca tenía lugar durante el periodo de descanso, y, de acuerdo con el horario de misión era ahora pasada la medianoche. Luego Rousseau recordó cuán faltos de gente estaban, y se sobresaltó al caer en la cuenta de otra irregularidad.

—Jerry…, ¿quién se ha quedado a cargo de la nave?

—Yo —respondió Kirchoff fríamente al quitarse el casco—. No habrás pensado que soy capaz de abandonar el puente mientras estoy de guardia, ¿verdad?

Abrió uno de los bolsillos de su traje espacial y retiró un pequeño recipiente que ostentaba una etiqueta: —Zumo de Naranjas concentrado, para hacer cinco litros».

—Tú eres hábil para esto, Pieter. El capitán lo está esperando.

Rousseau levantó el recipiente y dijo:

—Espero que hayas puesto suficiente peso dentro. A veces las cosas quedan detenidas en la primera terraza.

—Bueno, tú eres el experto.

Eso era cierto. Los vigías del cubo habían tenido ocasión de hacerse prácticos en el envío de pequeños objetos olvidados arriba o que de pronto se necesitaban. El secreto consistía en hacerlos pasar por la región de la baja gravedad, y luego cuidar de que el Efecto Coriolis no los arrastrara demasiado lejos de¡ campamento durante la rodada de ocho kilómetros hasta la planicie.

Rousseau se ancló a sí mismo con firmeza, tomó el recipiente y lo arrojó con todas sus fuerzas por la pared del risco. No lo dirigió directamente hacia el Campamento Alfa, sino casi a una distancia de treinta grados.

Casi inmediatamente, la resistencia del aire le quitó al recipiente su velocidad inicial, pero en seguida la seudogravedad de Rama se impuso y el recipiente comenzó a descender a una velocidad constante. Chocó una vez cerca de la base de la escala, y rebotó con un movimiento de cámara lenta. El rebote lo alejó de la primera terraza.

—Ahora ya no habrá problemas —decretó Rousseau—. ¿Quieres hacer una apuesta?

—No —fue la pronta respuesta—. Tú sabes las trampas.

—¡No eres un deportista! Pero te diré qué pasará: el recipiente se detendrá a trescientos metros del campamento.

—No es muy cerca que digamos.

—Puedes tratar de hacerlo tú en cualquier momento. Una vez vi a Joe errar en un par de kilómetros.

El recipiente ya no rebotaba; la gravedad era ahora bastante fuerte como para mantenerlo casi pegado a la cara curvada de la cúpula norte. Al llegar a la segunda terraza rodaba a unos veinte o treinta kilómetros por hora, alcanzando casi el máximo de velocidad permitido por la fricción.

—Ahora tendremos que esperar —dijo Rousseau, sentándose frente al telescopio para seguir el rastro al recipientemensajero—. Llegará en unos diez minutos. Ah, ahí tenemos al jefe. Me he acostumbrado a reconocer a la gente desde este ángulo. Ahora el jefe levanta la cabeza y mira hacia nosotros.

—Creo que ese telescopio te da una sensación de poder.

—¡Oh, ya lo creo que sí! Soy la única persona que sabe todo lo que está pasando en Rama. Por lo menos —añadió quejosamente mientras dirigía una mirada de reproche a Kirchoff— creía que lo era.

—Si te hace más feliz, el jefe ha descubierto que se ha quedado sin dentífrico y me ha ordenado que se lo traiga.

Después de eso, la conversación languideció. Hasta que Rousseau dijo:

—Quisiera que hubieses aceptado esa apuesta. El jefe sólo tendrá que caminar treinta metros. Ahora lo ve. Misión cumplida.

—Gracias, Pieter, ha sido un trabajo muy bueno. Ahora puedes irte a dormir otra vez.

_¡Dormir! Estoy de guardia hasta 04,00.

—Lo lamento. Debías estar durmiendo. Si no, ¿cómo pudiste soñar todo esto?

Cuartel General Vigilancia del Espacio. Al Comandante del Endeavour.

Prioridad AAA. Clasificación: Sólo para sus Ojos. Sin Registro Permanente, Guardia del Espacio Informa de un Vehículo de Velocidad Ultraalta Lanzado Aparentemente desde Mercurio Diez o Doce Días Atrás, Interceptará Rama. Si no se Produce Cambio de Órbita se Predice Llegada Fecha 322 Días, 15 Horas. Podría ser Necesario que se Retiraran Ustedes Antes. Les Mantendremos Informados. Comando en Jefe.

Norton leyó el mensaje media docena de veces para memorizar la fecha. Era muy dificil llevar la cuenta del tiempo en Rama; tuvo que mirar su reloj calendario para ver que estaban en el día 315. Esto les dejaba sólo una semana más de tiempo.

El mensaje era estremecedor, no tanto por lo que decía sino por lo que implicaba. Los mercuríanos habían lanzado un vehículo espacial clandestino, lo cual constituía en sí mismo una violación a las leyes del espacio. La conclusión era obvia: el tal vehículo sólo podía ser un misil.

Pero, ¿porqué? Era inconcebible —bueno, casi inconcebible— que Mercurio se arriesgara a poner en peligro al Endeavour. Así que, presumiblemente, no tardaría en avisarle con amplitud adecuada. En una emergencia podiría abandonar Rama en pocas horas, aunque sólo lo haría, y bajo extrema protesta, en obediencia a órdenes directas del Comando en jefe.

Lenta y pensativamente se encaminó hasta el improvisado complejo de supervivencia y dejó caer el mensaje en uno de los aparatos de saneamiento eléctricos. El resplandor brillante de la luz Láser, asomado por un intersticio bajo la tapa, le dijo que las exigencias de la seguridad estaban satisfechas.

Lástima, se dijo, que no fuera posible disponer de todos los problemas en forma tan expeditiva e higiénica.

37. El misil

El misil estaba todavía a cinco millones de kilómetros cuando el resplandor de sus propulsores de frenado se hizo claramente visible en el principal telescopio del Endeavour. Para entonces el secreto había dejado de serio, y Norton ordenó de mala gana la segunda y quizá definitiva evacuación de Rama. Pero, no tenía intención de irse hasta que los hechos no le dejaran alternativa.

Cuando completó su maniobra de freno, el indeseable visitante de Mercurio estaba sólo a cincuenta kilómetros de Rama, y al parecer hacia un reconocimiento completo con sus cámaras de T.V. Estas eran claramente visibles —una delante y otra atrás— así como varias pequeñas omniantenas y un gigantesco plato direccional, dirigido a la estrella distante de Mercurio. Norton se preguntó qué instrucciones llegaban desde ese rayo de luz y qué información devolvía.

No obstante, los mercurianos no podían enterarse de otra cosa que lo ya sabido; todo lo descubierto por el Endeavour había sido divulgado a través del sistema solar. Ese vehículo espacial que había superado todos los récords de velocidad para llegar allí, podía ser sólo una extensión de la voluntad de sus amos, un instrumento de su propósito. Ese propósito pronto sería conocido, ya que dentro de tres horas el embajador de Mercurio ante los Planetas Unidos hablaría en la Asamblea General.