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—Muy bonito —comentó el práctico Mercer—, pero, ¿qué significa? ¿Quién necesita un bosque de pilares de cristal?

Norton dio unos golpecillos secos en la columna. Parecía sólida, aunque más metálica que cristalina. Estaba completamente desconcertado, y en consecuencia siguió un sabio consejo, oído alguna vez, mucho tiempo atrás: «Cuando tengas dudas no digas nada y sigue adelante.»

Al aproximarse a la columna siguiente, que era una réplica exacta de la anterior, oyó la exclamación de sorpresa lanzada por Mercer.

_¡Habría jurado que este pilar estaba vacío! Y ahora hay algo en su interior.

Norton miró rápidamente hacia atrás.

—¿Dónde? —preguntó—. No veo nada.

Siguió la dirección señalada por el índice de Mercer. No indicaba nada; la columna estaba transparente por completo.

—¿No lo ve? —inquirió Mercer incrédulo—. Venga por este lado. ¡Maldición…. ya lo he perdido!

—¿Qué está pasando aquí? —exclamó Calvert. Transcurrieron varios minutos antes de que recibiera algo parecido a una respuesta.

Las columnas no eran transparentes desde todos los ángulos o en cualquier iluminación. Mientras se caminaba alrededor, distintos objetos surgían súbitamente a la vista, al parecer encajados en su interior como moscas en ámbar, y volvían a desaparecer. Había docenas de tales objetos, todos diferentes. Daban la impresión de ser reales y sólidos, y sin embargo muchos parecían ocupar idéntico volumen de espacio.

—Hologramas —dictaminó Calvert—. Exactamente como en un museo de la Tierra.

Tal era la explicación obvia, y por lo mismo Norton la consideraba con desconfianza. Sus dudas se acrecentaron cuando examinó otras columnas, y conjuró las imágenes almacenadas en su interior.

Herramientas de mano (aunque para manos muy grandes y peculiares); recipientes; pequeñas máquinas con teclado que parecían haber sido hechas para más de cinco dedos; instrumental científico; utensilios domésticos sorprendentemente convencionales y que incluían cuchillos y platos que, a no ser por sus medidas, no habrían provocado una segunda mirada en cualquier mesa de la Tierra: todo estaba allí, con cientos de objetos menos identificables, a menudo mezclado en el mismo pilar. Un museo, seguramente, tendría algún ordenamiento lógico, alguna selección de temas relacionados entre sí. Este parecía ser una colección completamente azarosa de quincallería.

Habían fotografiado las esquivas imágenes en el interior de un gran número de los pilares de cristal, cuando su misma variedad proporcionó a Norton una clave. Tal vez, pensó, no era ésa una colección sino un catálogo, puesto en un índice de acuerdo con algún sistema arbitrario pero perfectamente lógico. Recordó las yuxtaposiciones presentadas por cualquier diccionario o lista alfabetizada, y expuso la idea a sus compañeros.

—Comprendo lo que quiere significar, jefe —asintió Mercer—. Los ramanes se sentirían igualmente sorprendidos de ver cómo nosotros ponemos en un diccionario, por ejemplo, «cámara» junto a.. «camarera»…

—0 «bote» junto a «botella» —contribuyó Calvert tras pensarlo unos segundos. Se podía seguir jugando a ese juego durante horas, decidió, y con un grado creciente de impropiedad.

—Esa es la idea —replicó Norton—. Bien puede ser éste un catálogo de imágenes en tres dimensiones, patrones, moldes, heliograflas sólidas, o como quieran llamarlas.

—¿Con qué propósito?

—Bueno, ustedes conocen la teoría acerca de los «biots», la suposición de que no existen hasta que se les necesita y sólo entonces son creados, sintetizados, con moldes guardados en alguna parte.

—Comprendo —repitió Mercer, y prosiguió lenta y pensativamente—: De modo que cuando un ramán necesita, pongamos por caso, un obrero zurdo, pincha el número de clave correcto y se le fabrica una copia con el molde existente aquí.

—Algo así, en efecto. Pero, por favor, no me interroguen sobre los detalles prácticos.

A medida que avanzaban comprobaban que los pilares iban aumentando de tamaño, hasta llegar a más de dos metros de diámetro. Las imágenes iban siendo así más y más grandes. Resultaba obvio que, sin duda por excelentes razones, los ramanes se atenían a una escala progresivamente en aumento. Norton se preguntó cómo, si tal era el caso, almacenaban algo realmente grande.

Para aumentar su índice de exploración, cada uno de los cuatro exploradores recorría ahora un sector entre las cristalinas columnas, tomando fotograflas con tanta rapidez como les era posible enfocar las fugaces imágenes con las cámaras.

Había tenido una suerte asombrosa, se dijo Norton, aunque sentía que se la había ganado. Imposible elegir mejor para esa última visita que este Catálogo Ilustrado de los Artefactos de Rama. Y sin embargo, en otro sentido, la excursión no habría podido ser más decepcionante. No había nada en realidad allí, excepto impalpables imágenes de luz y sombra. Esos objetos aparentemente sólidos no tenían existencia real.

Aun sabiendo esto, en algún momento Norton experimentó el casi irresistible impulso de abrirse camino con el rayo láser al interior de una de esas columnas, para tener algo «material» que llevar de regreso a la Tierra. Era el mismo impulso, pensó con una mueca, que llevaría a un mono a querer apresar el reflejo de una banana en el espejo.

Estaba fotografiando lo que parecía un aparato de óptica, cuando un grito de Calvert le hizo correr hacia él por entre las columnas.

—Jefe! ¡Karl! ¡Will! ¡Vengan a ver esto!

Calvert era propenso a súbitos entusiasmos, pero lo que acababa de descubrir era suficiente para justificar cualquier excitación.

En el interior de una de las columnas de más de dos metros, había un trabajado arnés, o uniforme, obviamente hecho para un ser vertical, más alto que un hombre. Una faja central muy estrecha rodeaba aparentemente la cintura, el tórax, o alguna división desconocida para la zoología terrestre. Desde la faja se levantaban tres delgadas columnas, afinando hacia el extremo, terminadas en un cinturón perfectamente circular, de un impresionante metro de diámetro. Las abrazaderas colocadas a distancias iguales sólo podían estar destinadas a rodear míembros superiores: tres concretamente.

Tenía adicionadas numerosas bolsas, hebillas, bandoleras de las cuales sobresalían herramientas ¿o armas? tubos, conductos eléctricos, hasta pequeñas cajas negras que habrían cabido perfectamente en un laboratorio electrónico de la Tierra. Todo el conjunto era casi tan complejo como un traje espacial, aunque sólo proveía una envoltura parcial para el ser a quien estaba destinado.

¿Y este ser era un ramán? —se preguntó Norton—. Probablemente nunca lo sabremos, péro debió de ser inteligente, porque un simple animal no podría luchar con todo ese sofisticado equipo.

—Más o menos de dos metros y medio de altura —dijo Mercer pensativamente—, sin contar la cabeza…. como quiera que haya sido.

—Con tres brazos y probablemente tres piernas —agregó Calvert—. Las mismas características generales de las arañas, en escala mucho mayor. ¿Creen que es una coincidencia?

—Difícil que lo sea. Nosotros hacemos a los robots a nuestra imagen; es de suponer que los ramanes hacen, o hacían, lo propio.

Myron, sin nada de su usual exuberancia, lo contemplaba con algo parecido al temor reverente.

—¿Ustedes piensan que ellos saben que estamos aquí? —susurró a medias.

—Lo dudo —respondió Mercer—. Ni siquiera hemos rozado el umbral de su conciencia, aunque los mercurianos hicieron una buena intentona.

Estaban los tres allí, sin decidirse a abandonar el sorprendente lugar, cuando Rousseau les llamó desde el cubo, con una voz llena de urgente excitación.

—Jefe, será mejor que salgan de ahí!

—¿Qué pasa…. los «biots» vienen hacía aquí?

—No. Algo mucho más serio. Las luces se están apagando.