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—¿Ha dejado de girar?

—Sí. Se mantiene fijo como una roca.

—Vayamos al puente.

Toda la nave estaba despierta. Hasta los chimpancés se dieron cuenta de que pasaba algo raro y se agitaron nerviosos hasta que su cuidador, McAndrews, los calmó con rápidos signos de sus manos.

Al deslizarse Norton en su silla y sujetar la traba, se preguntó si no se trataría de otra falsa alarma.

Rama aparecía ahora escorzado en un cilindro corto y grueso, y el ardiente sol asomaba apenas por uno de sus lados. Norton condujo nuevamente al Endeavour con suavidad, a la sombra del eclipse artificial, y vio reaparecer el perlado esplendor de la corona a través de un fondo formado por las estrellas más brillantes. Una enorme prominencia, de medio millón de kilómetros de alto por lo menos, se había levantado tanto del Sol que sus ramas superiores se asemejaban a un árbol de fuego carmesi.

Ahora tenemos que esperarse —dijo Norton—. Lo importante es no cansarse, estar dispuesto a actuar en cualquier momento, y mantener todos los instrumentos alineados, no importa cuán larga resulte la espera.

Esto era realmente extraño. El campo estelar se desplazaba, casi como si él hubiese activado los Jets de propulsión. Pero no habla tocado los controles para nada, y si hubiese habido algún movimiento lo habría percibido en seguida.

—Jefe! —exclamó Calvert ansiosamente desde su lugar—. ¡Estamos girando … ; mire las estrellas! ¡Pero los instrumentos no indican nada!

—¿Funcionan los giróscopos?

—En forma normal. Aparentemente no ocurre nada. ¡Pero estamos girando a varios grados por segundo!

—¡Eso es imposible!

—Claro que sí. Pero compruébelo usted mismo.

Cuando todo lo demás fallaba, el hombre debía confiar en el instrumento de sus ojos. Norton no pudo dudar ya de que el campo estelar estaba realmente rotando con lentitud. Allí pasaba Sirio, por el borde de la ventanilla. 0 bien el universo, en una inversión de la cosmología precopernicana, habla decidido de pronto girar alrededor del Endeavour, o las estrellas seguían en sus lugares y la nave giraba.

La segunda explicación era la más lógica, y sin embargo, implicaba paradojas aparentemente insolubles. Si la nave giraba realmente a esa velocidad, él lo habría sentido literalmente en los fondillos de sus pantalones, para parodiar un viejo dicho. Y no podían haber fallado todos los giróscopos en forma simultánea e independiente.

Sólo quedaba una respuesta. Cada átomo del Endeavour debía estar dominado por alguna fuerza, y sólo un poderoso campo gravitatorio podía producir semejante efecto. Por lo menos, ningún otro campo conocido.

De pronto las estrellas se desvanecieron. El cegador disco del Sol emergía desde atrás de la mole de Rama, y su resplandor las borraba del cielo.

—¿Puede conseguir una lectura del radar, Joe? ¿cuál es el efecto doppler?

Norton estaba preparado para oír que tampoco el radar revelaba nada anormal, pero no fue así.

Rama estaba en camino por fin, acelerando al modesto índice de 0.015 gravedades. El doctor Perera, pensó Norton, se sentirla complacido; él habla pronosticado un máximo de 0.02. Y el Endeavour estaba en alguna forma apresado en su estela, a semejanza de un objeto flotante dando vueltas y más vueltas detrás de un barco a toda marcha.

Hora tras hora esa aceleración se mantuvo constante. Rama se alejaba del Endeavour a una velocidad creciente. Al aumentar la distancia entre ambos, el comportamiento anómalo de la nave cesó; las leyes normales de la inercia recobraron su vigencia. Apenas podían calcular las energías a cuyo poder estuvieron sometidos por un breve lapso, y Norton se felicitó de haber estacionado el Endeavour a una distancia prudencial antes de que Rama hubiera adquirido impulso.

En cuanto a la naturaleza de ese impulso, una cosa estaba clara, aunque todo lo demás constituyera un misterio. No había propulsores de gas, ni haces de iones o plasma que impulsaran a Rama hacia su nueva órbita. Nadie lo expresó mejor que el sargento profesor Myron, cuando exclamó, impresionado e incrédulo:

—¡Ahí va la Tercera Ley de Newton!

Fue de la Tercera Ley de Newton, sin embargo, de la que tuvo que depender el Endeavour al día siguiente, cuando utilizó sus últimas reservas de carburante para inclinar su propia órbita apartándola de¡ Sol. El cambio era ligero, pero acrecentaría su distancia del perihelio en diez millones de kilómetros. Esa era la diferencia entre mantener el sistema de enfriamiento de la nave funcionando a un noventa y cinco por ciento de su capacidad, y arder en el infierno de los rayos solares.

Cuando ellos hubieron completado su propia maniobra, Rama estaba ya a doscientos mil kilómetros de distancia, y era difícil verlo operar contra el resplandor del Sol. Pero pudieron obtener con el radar ajustadas mediciones de su órbita. Y cuantos más datos obtenían, tanto más intrigados quedaban.

Revisaron las cifras una y otra vez, hasta que no hubo modo de eludir la increíble conclusión. Parecía como si todos los temores de los mercurianos, el heroísmo de Rodrigo, y la retórica de la Asamblea General, hubieran sido absolutamente vanas.

Qué ironía cósmica, pensó Norton mientras contemplaba las cifras finales, si después de un millón de años de una guía sin fallos, las computadoras de Rama hubieran cometido un sólo error insignificante, tal vez cambiando el signo de una ecuación de más a menos.

Todos habían estado convencidos de que Rama perdería velocidad, siendo en consecuencia capturado por la gravedad del Sol y convertido en un nuevo planeta del sistema solar. Pero Rama estaba haciendo exactamente lo contrario.

Su velocidad aumentaba, en lugar de disminuir, y en la peor dirección posible. Estaba cayendo cada vez más velozmente hacia el Sol.

45. Fénix

En tanto los detalles de su nueva órbita se definían más y más claramente, más costaba pensar de qué modo podría escapar Rama del desastre final. Sólo un puñado de cometas habían pasado alguna vez tan cerca del Sol; en su perihelio estaría a menos de medio millón de kilómetros sobre ese infierno de hidrógeno en fusión.

Ningún material sólido podría resistir la temperatura de semejante aproximación. La resistente aleación que formaba la corteza de Rama comenzaría a derretirse a una distancia diez veces mayor.

Para alivio de todos el Endeavour había pasado ya su propio perihelio, y estaba incrementando lentamente su distancia del Sol. Rama, con su órbita más cerrada y más rápida, estaba mucho más adelante, y parecía encontrarse ya bien adentro de las orlas más exteriores de la corona. La nave espacial tendría una grandiosa visión del último acto del drama.

Para entonces, a cinco millones de kilómetros del Sol y acelerando todavía, Rama empezó a desplegar su capullo. Hasta entonces habla sido apenas visible a la máxima potencia de los telescopios del Endeavour como una diminuta barra brillante; de pronto empezó a centellear, como una estrella vista a través de nieblas en el horizonte. Casi parecía como si se estuviese desintegrando. Cuando advirtió que la imagen se quebraba, Norton experimentó una aguda sensación de congoja por la pérdida de tanta maravilla. Pero luego se dio cuenta de que Rama seguía allí, aunque rodeado de una bruma rielante.

Y de pronto desapareció. En su lugar quedaba un objeto brillante, parecido a una estrella sin disco visible, como si Rama se hubiese contraído convirtiéndose en una pelota diminuta.

Pasó algún tiempo antes de que calcularan qué había sucedido. Rama había desaparecido realmente. Ahora estaba rodeado de una perfecta esfera reflectora, de unos cien kilómetros de diámetro, y lo único que se veía era el reflejo del mismo Sol sobre la porción curvada más próxima a la nave. Detrás de esa burbuja protectora, Rama estaba presumiblemente a salvo del infierno solar.