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Podía haber estado revoloteando sobre el centro de un pequeño cráter, que era en sí mismo un simple hoyuelo en la base de un cráter más grande. A ambos lados se levantaba un complejo de terrazas y rampas —todas geométricamente precisas y obviamente artificiales— que se extendían hasta donde alcanzaba el haz de luz. Más o menos a cien metros pudo ver las salidas de los otros dos sistemas de cierre automático, idénticos a ése.

Y eso era todo. No había nada particularmente exótico o extraño en el espectáculo. En verdad, el lugar guardaba una considerable semejanza con una mina abandonada. Experimentó una vaga sensación de desencanto; después de tanto esfuerzo debió haber habido alguna dramática, hasta trascendental revelación. Luego se recordó a sí mismo que su campo de visión sólo se extendía a unos doscientos metros. La oscuridad, más allá, bien podía contener más maravillas de las que estaba preparado para afrontar.

Informó brevemente a sus expectantes y ansiosos compañeros, y luego agregó:

—Enviaré una bengala. Tiempo: dos minutos. Ahí va.

Con todas sus fuerzas lanzó el pequeño cilindro hacia arriba —o hacia afuera— y comenzó a contar los segundos mientras el artefacto atravesaba el haz de luz. Antes de haber llegado al cuarto de minuto había desaparecido de, su vista; cuando llegó a los cien segundos, resguardó sus ojos y enfocó la cámara.

Siempre había sido hábil para calcular el tiempo; sólo se había pasado dos segundos de la cuenta cuando el mundo quedó envuelto en luz. Y esta vez no tuvo motivos para sentirse defraudado.

Ni siquiera la extraordinaria potencia luminosa de la bengala pudo iluminar toda la extensión de esa enorme cavidad pero Norton alcanzó a ver lo suficiente para apreciar su planeamiento y su titánica escala. Se encontraba en uno de los extremos de un cilindro hueco, de lo menos diez kilómetros de ancho y de largo incalculable. Desde su punto de vista en el eje central alcanzó a divisar tal cúmulo de detalles en las paredes curvas a su alrededor que su mente no pudo absorber más que una mínima fracción de los mismos.

Estaba contemplando el panorama de un mundo entero a favor del simple resplandor de un relámpago, y procuró con un deliberado esfuerzo de la voluntad fijar la imagen su mente.

A su alrededor, las laderas escalonadas del cráter se levantaban hasta fundirse con la sólida pared que bordeaba e! cielo.

No; esa impresión era falsa; debía descartar tanto los instintos de la Tierra como los del espacio, y volver a orientarse adaptándose a un nuevo sistema de coordenadas.

No se encontraba en el punto más bajo de ese extraño mundo, sino en el más alto. Desde allí, todas las direcciones partían hacia «abajo. no hacia arriba. Si se apartaba de ese eje central moviéndose hacia la pared curvada — que ya no debía considerar como una paredla gravedad iría gradualmente en aumento. Cuando alcanzara la superficie interior del cilindro, podría permanecer erguido en ella en cualquier punto con los pies hacia las estrellas y la cabeza orientada hacia el centro del tambor giratorio.

El concepto era suficientemente familiar: desde los más tempranos comienzos del vuelo espacial, la fuerza centrífuga había sido utilizada para simular la gravedad. Era tan sólo la escala de esta aplicación lo que resultaba tan tremendo, tan abrumador. La más grande de las estaciones espaciales, Syncsat Five, tenía menos de doscientos metros de diámetro. Tardaría tiempo en acostumbrarse a algo que tenía cien veces esas dimensiones.

El paisaje tubular que le rodeaba estaba salpicado de áreas de luz y sombra que podían ser bosques, campos, lagos helados o ciudades; la distancia y la luminosidad decreciente de la bengala hacía imposible la identificación. Había líneas estrechas que podían ser carreteras, canales o rios entubados formando una red geométrica apenas visible ya; y muy abajo del cilindro, en el límite mismo de la visión, se extendía una faja de aún más profunda oscuridad. Esta formaba un círculo completo que rodeaba el interior de ese mundo, y Norton recordó de pronto el mito de Oceanus, el mar que, según creían los antiguos, rodeaba la Tierra.

Aquí, tal vez, había un mar más extraño aún, no circular sino cilíndrico. Antes de helarse en la eterna noche interestelar, ¿tendría olas, mareas, corrientes… y peces?

La bengala lanzó sus últimos destellos y se extinguió: el momento de la revelación había pasado. Pero Norton supo que mientras viviera esas imágenes seguirían impresas en su mente. Cualesquiera que fuesen los descubrimientos que trajera el futuro, nada borraría nunca esa primera impresión. Y la historia jamás le quitaría el privilegio de haber sido el primer hombre de la humanidad cuyos ojos se posaron en la obra de una civilización extraña.

9. Exploración

—Hemos lanzado ya cinco bengalas de larga duración por el eje del cilindro, de modo que disponemos de una buena cobertura de fotos de toda su extensión. Con todas las principales características hemos trazado un mapa. Aunque son pocas las que hemos podido identificar, les hemos dado nombres provisionales.

»La cavidad interior es de quince kilómetros de largo y dieciséis de ancho. Los dos extremos tienen forma de cuenco, con geometrías bastante complicadas. Hemos llamado al nuestro, Hemisferio Norte, y estamos estableciendo nuestra primer base aquí, en el eje.

—Partiendo radialmente del cubo central, con una separación de 120 grados hay tres escaleras de casi un kilómetro de largo. Todas terminan en una terraza o meseta circular, que rodea el cuenco. De allí parten otras tres enormes rampas, en la misma dirección, que descienden hasta la planicie. Si imaginan un paraguas con sólo tres varillas colocadas a espacios regulares, tendrán una idea de la forma de este extremo de Rama.

»Cada una de esas varillas es una escalera, muy empinada cerca del eje y aplanándose al aproximarse al llano. Las escaleras —las hemos denominado Alfa, Beta y Gamma— se interrumpen en cinco terrazas circulares más. Estimamos que deben tener entre veinte y treinta mil peldaños. Presumiblemente sólo se utilizaban en casos de emergencia, puesto que es inconcebible que los Ramanes —o como quiera que los llamemos en adelante no contaran con otro medio para llegar al eje de su mundo.

»El Hemisferio Sur muestra un aspecto totalmente distinto. Para empezar, no tiene escaleras y ningún llano cubo central. En cambio, hay un inmenso mástil de kilómetros de largo a lo largo del eje, con seis más cortos alrededor. El conjunto es muy extraño, y no podemos imaginar qué significa.

—A la sección cilíndrica de cincuenta kilómetros entre los dos cuencos la hemos bautizado ‘Planicie Central’. Perecería una locura utilizar el término ‘planicie’ para describir algo tan obviamente curvo, pero creemos que esta justificado. Lo curvo aparecerá plano ante nuestros ojos cuando descendamos allí, tal como el interior de una botella debe aparecer plana a una hormiga que camine alrededor de ella en su interior.

»El rasgo más notable de la Planicie Central es la faja oscura de diez kilómetros de ancho que la circunda en la mitad. Parece hielo, de modo que le hemos dado el nombre de Mar Cilíndrico. Y en el centro justo hay una especie de isla de forma ovalada, de unos diez kilómetros de largo y tres de ancho, cubierta de altas estructuras. Porque nos recordaba a la antigua Manhattan, la hemos llamado Nueva York. Sin embargo, no creo que se trate de una ciudad; más parece una inmensa fábrica o una planta de procesos químicos.

»Pero hay algunas ciudades —o, en todo caso, pueblos, centros—;por lo menos seis. Si fueron construidas para seres humanos, cada una podría contener cincuenta mil personas. Las bautizamos Roma, Pekín, Moscú, París, Londres y Tokio. Están unidas por caminos y algo que parece un sistema ferroviario.

»Debe haber material suficiente para siglos de investigación en este helado casco de un mundo. Tenemos cuatro mil kilómetros cuadrados para explorar, y sólo unas pocas semanas de tiempo. Me pregunto si alguna vez se desvelarán los dos enigmas que me obsesionan desde que entramos en Rama: ¿quiénes fueron ellos, y qué anduvo mal?»