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Augusta lanzó una exclamación exasperada.

– Resulta difícil de explicar, milord.

– No lo dudo.

La joven se volvió hacia el fuego y dejó abrirse la capa, de pie frente al resplandor de las brasas moribundas. El reflejo de las llamas arrancó chispas al enorme rubí que brillaba entre los pechos. Harry echó un vistazo a las dulces curvas que revelaba el profundo escote y se quedó mirándola. «Buen Dios, casi puedo ver los pezones asomando a través de las rositas estratégicamente situadas.» La imaginación del conde se inflamó con la visión de aquellos capullos apenas ocultos, hechos a la medida de la boca de un hombre, firmes y en sazón.

Parpadeó consciente de su excitación y se esforzó por recuperar su habitual continencia.

– Sugiero que proceda a la explicación, cualquiera que sea. Va haciéndose tarde.

Se apoyó contra el borde del escritorio y cruzó los brazos sobre el pecho componiendo una expresión severa. Era duro mantener el entrecejo cuando lo que en verdad deseaba era tender a Augusta sobre la alfombra y hacerle el amor. Suspiró para sus adentros. Esa mujer lo había embrujado.

– He venido aquí esta noche para advertirle de un inminente desastre.

– ¿Podría preguntarle cuál es la naturaleza de ese desastre, señorita Ballinger?

La joven volvió la cabeza y le dirigió una mirada desdichada.

– Se ha producido un error espantoso, milord. Tengo entendido que esta tarde le hizo una visita a mi tío, ¿es así?

– Así es.

«No habrá desplegado semejante ardid sólo para decirme que me rechaza», pensó Harry, alarmado por primera vez.

– Tío Thomas se confundió pensando que pedía usted mi mano y no la de mi prima, en aras de su propio deseo, sin duda. Hace mucho que se preocupa por mi soltería. Siente el deber de ocuparse en casarme. De cualquier modo, ha enviado la noticia a los periódicos. Lamento comunicarle que mañana por la mañana, el anuncio de nuestro compromiso se habrá difundido en toda la ciudad.

Harry arrancó la mirada de las rositas de satén y contempló las puntas lustrosas de sus botas. Pese a la creciente tensión en la ingle se las arregló para mantener la voz despojada de toda inflexión.

– Entiendo.

– Créame, milord, se trata de un error sin malicia por parte de mi tío. Lo interrogué a fondo y estaba seguro de que había solicitado usted mi mano. Sin embargo, vive en otro mundo. Si bien es capaz de recordar exactamente el nombre de todos y cada uno de los antiguos griegos y romanos, suele ser distraído con respecto a los de su propia familia. Espero que lo entienda usted.

– Entiendo.

– Ya sabía yo que lo entendería. Me imagino que a usted debe de pasarle lo mismo. Pues bien -Augusta giró sobre sí y la capa onduló como una cola de terciopelo oscuro-, no existe tal problema, tengo un plan.

– Dios nos ampare -murmuró Harry por lo bajo.

– ¿Cómo ha dicho? -Le dirigió una mirada penetrante.

– Nada, señorita Ballinger. ¿Dice que tiene usted un plan?

– Escúcheme bien. Sé que no ha tenido mucha experiencia en estos asuntos merced a su interés por los estudios profundos, de modo que le pido que me preste atención.

– Imagino que, por el contrario, tiene usted experiencia en estas situaciones.

– No en esta situación precisamente -admitió la muchacha-, sino en general, a ver si me entiende. Existe la posibilidad de actuar como si no ocurriese nada fuera de lo común manteniendo la calma al mismo tiempo. ¿Me comprende, milord?

– Creo que sí. ¿Por qué no me expone el plan sucintamente, de modo que pueda tener yo una idea general?

– Muy bien. -Frunció el entrecejo con expresión concentrada y observó un mapa de Europa que colgaba de la pared-. El problema consiste en que, cuando aparezca la noticia, usted no podría retirar la oferta sin sufrir menoscabo en su honor.

– Es cierto -admitió el conde-. No se me ocurriría hacerlo.

– Ha caído en una trampa. Pero yo, por mi parte, puedo ejercer el derecho femenino y rechazarlo. Y eso es lo que pienso hacer.

– Señorita Ballinger…

– Ya sé que se desatarán muchas murmuraciones y me llamarán coqueta, entre otras cosas. Tal vez tenga que salir de la ciudad durante un tiempo, pero eso no tiene importancia. En definitiva, quedará usted libre. De hecho, le brindarán todos su simpatía y cuando las cosas se aquieten, podrá usted pedir la mano de mi prima tal como era su intención original. -Augusta lo miro expectante.

– Señorita Ballinger, ¿es ése su plan? -preguntó Harry, después de pensarlo un instante.

– Pues sí -respondió la joven con tono preocupado-. ¿Le parece demasiado simple? Quizá podríamos elaborar uno más astuto. No obstante, en esencia creo que, cuanto más simple sea, más fácil será llevarlo a cabo.

– No dudo que, en este aspecto, su instinto debe de ser más agudo que el mío -murmuró Harry-. Entonces, ¿debo suponer que está ansiosa por romper el compromiso?

Un intenso sonrojo cubrió las mejillas de Augusta y apartó la mirada.

– Ésa no es la cuestión, sino que no tenía usted intención de comprometerse conmigo sino con Claudia. ¿Quién podría culparlo? Lo comprendo muy bien. No obstante, quisiera advertirle que no será un buen matrimonio, pues son ustedes muy parecidos; ¿entiende lo que quiero decir?

Harry levantó una mano para detener aquella catarata de palabras.

– Quizás, antes de que siga adelante, tendría que aclararle algo.

– ¿Qué?

El conde le dirigió una sonrisa intrigada, curioso por descubrir qué pasaría a continuación.

– Su tío no se equivocó. Yo pedí la mano de usted, señorita Ballinger.

– ¿La mía?

– Sí.

– ¿Mi mano? ¿Me pidió en matrimonio, milord? -lo contempló con ojos azorados.

Harry ya no pudo contenerse. Se apartó del escritorio y cruzó la distancia que los separaba. Se detuvo frente a ella y atrapó una de las manos que se agitaban en el aire. La llevó a sus labios y la besó con dulzura.

– Su mano, Augusta.

Percibió los dedos de la joven fríos y que la muchacha temblaba. Sin añadir una palabra, la atrajo a sus brazos. «La siento tan delicada al tocarla…», pensó. La columna formaba una graciosa curva y sentía la redondez de las caderas a través del vestido rosa.

– No comprendo, milord -murmuró.

– Es obvio. Tal vez esto le aclare las cosas.

Harry inclinó la cabeza y la besó. Era la primera vez. No contaba el breve beso que había depositado Augusta en su barbilla la otra noche, en la biblioteca de Enfield.

Le dio el beso que había soñado las últimas noches tendido a solas en la cama. No se apresuró y acarició con suavidad los labios entreabiertos de la joven. Percibió la tensión, la honda curiosidad e incertidumbre femeninas. Ese abanico de emociones lo excitó y al mismo tiempo le provocó un feroz sentimiento de protección. Anhelaba devorarla y, al mismo tiempo, protegerla. La profana mezcla de sentimientos lo aturdió.

Con suma delicadeza guió la pequeña mano de la joven hasta su propio hombro y los dedos de ella lo aferraron. Entonces él ahondó el beso deteniéndose en aquella apetecible boca. El sabor de Augusta le pareció increíble: dulce, incitante y femenino, despertó todos sus sentidos. Antes de comprender siquiera lo que hacía, deslizó la lengua en la intimidad de la boca de Augusta. Sus manos apretaron la breve cintura estrujando la seda rosada. Sentía las rosas diminutas prietas contra su camisa. Bajo la tela, percibió los pequeños pezones erectos.

Augusta enlazó los brazos al cuello del conde. La capa cayó de sus hombros exponiendo la curva superior de los pechos. Harry aspiró el intenso aroma de mujer y el perfume que usaba, y todo su cuerpo se tensó expectante.

Deslizó suavemente una de las mangas del vestido de Augusta por el hombro. El pecho izquierdo, pequeño aunque bien formado, emergió del casi inexistente corpiño y Harry ahuecó la palma en torno de aquella fruta de firmes contornos. No se había equivocado con respecto a los pezones: el que tocaba con la punta del dedo era tan incitante como una frutilla roja y madura.