Se empeñó en llevarla a través de la calle hasta la entrada trasera del jardín de lady Arbuthnot. La puerta estaba abierta e hizo entrar a Augusta. Vio una silueta oscura que se destacaba de la casa y se aproximaba a ellos con paso de cangrejo. Advirtió fastidiado a Scruggs caracterizado como tal.
Harry miró a la flamante novia. Intentó captar su expresión, pero la capucha que le ocultaba el rostro se lo impidió. Tenía la aguda conciencia de que no estaba comportándose de acuerdo con el sueño romántico de cualquier doncella con su futuro marido.
– Augusta.
– Milord.
– Hemos establecido un acuerdo, ¿verdad? Mañana no se te ocurrirá rechazarme, ¿no es cierto? Porque si lo hicieras, te advierto que…
– ¡No, milord! -Alzó la barbilla-. Si tú estás conforme en casarte con una mujer frívola de vestidos escotados, supongo que yo podré soportar a un sabio grave, pomposo y poco romántico. Creo que, a mi edad, debería estar agradecida por cuanto he conseguido. Sin embargo, milord, hay una condición.
– ¿De qué diablos se trata?
– Insisto en que nuestro compromiso sea prolongado.
– ¿Durante cuánto tiempo? -preguntó Harry, alerta.
– Un año. -La joven lo miró con un brillo decidido en la mirada.
– ¡Buen Dios! No tengo ninguna intención de perder un año en este compromiso, señorita Ballinger. Los preparativos de la boda no se alargarán más de tres meses.
– Seis.
– ¡Maldición! Cuatro meses es mi oferta definitiva.
Augusta alzó el mentón.
– Muy generoso de su parte, milord.
– Así es, demasiado. Señorita Ballinger, entre en la casa antes de que me arrepienta y cometa una acción que lamentaríamos los dos.
Tras decir esto, dio media vuelta, cruzó a zancadas el jardín y ganó la calle. A cada paso que daba, rabiaba recordando que había regateado la duración del compromiso como un pescadero. «¿Acaso fue así como Marco Antonio cortejó a Cleopatra?», se preguntó.
Esa noche, Harry cobró más simpatía por Marco Antonio. Había considerado al romano víctima de su propia lujuria, pero comenzaba a comprender que una mujer pudiera minar el control de un hombre sobre sí mismo.
Al comprenderlo, se inquietó y pensó que tendría que estar en guardia. Augusta comenzaba a demostrar su habilidad de llevarlo al límite.
Horas después, a salvo en su propia cama, Augusta permanecía tendida despierta contemplando el techo. Aún sentía el exigente calor de la boca de Harry sobre la suya. Su cuerpo recordaba cada sitio donde la había tocado. La inundaba un nuevo y extraño anhelo que no podía explicarse. Parecía que un fuego le recorriera las venas y se concentrara en la parte baja de su cuerpo.
Con un estremecimiento comprendió que deseaba que Harry estuviese con ella en ese momento y terminara lo que había comenzado sobre la alfombra de la biblioteca… fuera lo que fuese.
«Esto es lo que llaman pasión», pensó. Así es que ése era el tema de los poemas épicos y de las novelas románticas.
Pese a su vivaz imaginación, Augusta no había pensado que podía ser tan subyugante… ni tan peligroso. Bajo esta suerte de excitación compulsiva, una mujer podía hallar la perdición.
Sintió una oleada de pánico. ¿Casarse? ¿Con Harry? «Es imposible, no resultaría. Sería una terrible equivocación.» Tenía que encontrar un modo de romper el compromiso en bien de los dos. Contemplando las sombras del techo, Augusta se dijo que tenía que ser prudente y astuta.
CAPÍTULO IV
Con un hombro apoyado contra la pared del salón, bebiendo champaña con aire pensativo, Harry observó cómo su novia acudía a bailar en brazos de otro hombre.
Augusta, resplandeciente con su vestido de fina seda de tono coral intenso, sonreía complacida mientras su compañero, apuesto y pelirrojo, la guiaba en los giros de un atrevido vals. Era innegable que la pareja ofrecía una imagen atrayente en medio de una pista atestada.
– ¿Qué sabes de Lovejoy? -preguntó Harry a Peter, que estaba cerca con expresión aburrida.
– Sería mejor que le formularas la pregunta a cualquiera de las damas. -La mirada de Peter vagó inquieta por el salón-. Al parecer, tiene una excelente reputación entre el bello sexo.
– Es evidente. Esta noche ha bailado con todas las mujeres solteras y ninguna lo ha rechazado todavía.
La boca de Peter se torció en una mueca fugaz.
– Lo sé. Ni siquiera Ángel. -La mirada del joven se recreó unos instantes en la lánguida figura de la prima de Augusta, que bailaba con un barón maduro.
– No me importa que baile con Claudia Ballinger, pero no permitiré que siga haciéndolo con Augusta.
Con aire burlón, Peter alzó una ceja.
– ¿Crees que lo lograrás? A estas alturas ya deberías saber que Augusta se rige por sus propias ideas.
– Como sea, está comprometida conmigo. Es hora de que comience a comportarse con decoro.
Peter rió.
– De modo que ya has elegido novia y piensas convertirla en esposa. Será interesante. No olvides que la señorita Augusta Ballinger proviene de la rama indómita de la familia. Por lo que he oído decir, esa gente nunca se comporta con prudencia. Los padres de Augusta escandalizaron a la sociedad huyendo para casarse.
– Ésa es una vieja historia que ya no debería preocupar a nadie.
– ¿Y los sucesos más recientes? -dijo Peter comenzando a mostrar cierto interés en la conversación-. La forma en que asesinaron al hermano hace dos años…
– Le disparó un asaltante cuando volvía de Londres.
– Ésa es la versión oficial. Si bien los rumores se acallaron, en el momento se tejieron especulaciones de que el joven anduviera involucrado en actividades dudosas.
Harry frunció el entrecejo.
– Siempre surgen especulaciones cuando es asesinado un joven calavera. Richard Ballinger era un tipo atolondrado e imprudente, igual que su padre.
– Sí, y hablando del padre -murmuró Peter, complacido-, ¿no has pensado en la reputación que se ganó el hombre como duelista por la inclinación de su esposa a aceptar otras atenciones? ¿No temes que esa tendencia continúe en la generación actual? Hay quienes afirman que Augusta se parece mucho a su madre.
Sabiendo que Peter le tendía una carnada, Harry apretó los dientes.
– Ballinger era un idiota. De acuerdo a la versión de sir Thomas, no controlaba a su esposa y la dejaba comportarse de manera salvaje. No pienso permitir que Augusta se meta en problemas que me obliguen a concertar citas al amanecer. Sólo los tontos se dejan llevar a un duelo por una mujer.
– Qué pena. Creí que te complacías en los duelos. En ocasiones pensé que tuvieras hielo en las venas en lugar de sangre. En el campo del honor tienen mejor suerte los hombres de sangre fría que los apasionados.
– No pienso probar esa teoría personalmente. -Harry compuso una expresión sombría al contemplar cómo Lovejoy hacía girar a Augusta de modo desinhibido-. Si me disculpas, reclamaré una pieza con mi novia.
– Hazlo. Podrías entretenerla con un discurso acerca del pudor. -Peter se apartó de la pared-. Entretanto, importunaré la velada de Ángel pidiéndole que baile conmigo. Te apuesto cinco a uno a que me rechaza.
– Intenta hablarle del texto que está escribiendo -le sugirió Harry, distraído, dejando la copa sobre una bandeja.
– ¿De qué se trata?
– Si mal no recuerdo, sir Thomas dijo que se trataba de la Guía de conocimientos útiles para las jóvenes.
– ¡Buen Dios! -exclamó Peter, abatido-. ¿Acaso todas las mujeres de Londres están escribiendo un libro?
– Eso parece. Anímate -le aconsejó Harry-. Quizás aprendas algo provechoso.
Se aproximó a la pista abriéndose paso entre las personas de coloridos atuendos. Varias veces detuvo su avance al toparse con quienes lo felicitaban por su compromiso.