Augusta hizo un gesto desechando el argumento.
– En lo que se refiere a hechos como podría ser la batalla de Actium, pero no cuesta gran cosa persuadirlo de que es quien manda mientras eres tú quien organiza las cosas a su modo. ¿Acaso eso no significa que, en ciertos aspectos, son un poco lentos?
– Quizá tengas razón. Ahora que lo pienso, a mi padre puede manipulársele también de esa manera. Por lo general está tan concentrado en los estudios que no presta atención a las cuestiones domésticas. Y a pesar de todo, se cree al mando de la casa.
– Podríamos decir que es una característica de los hombres en general. Y he llegado a la conclusión de que las mujeres no los desengañan porque son más fáciles de llevar si creen que manejan incluso los asuntos más insignificantes.
– Augusta, es una observación interesante.
– Sí, ¿verdad? -Augusta comenzó a entusiasmarse-. Otro rasgo de los esposos es su limitado concepto de lo que constituye el comportamiento correcto en la mujer. Suelen preocuparse en exceso por un escote un tanto profundo, porque la mujer salga a cabalgar sin compañía de un mozo de cuadra o por gastos intrascendentes como son sombreros nuevos.
– Augusta…
– Más aún: aconsejaría a cualquier mujer dispuesta a casarse que tuviese en cuenta otra característica general en los hombres, esa inclinación a ser terriblemente obstinados una vez se han formado una opinión. Otra cosa: nunca son reacios a juzgar prematuramente. En consecuencia, una tiene que…
– Eeeh… Augusta…
Augusta no hizo caso de la interrupción.
– … dedicarse a la ardua tarea de hacerlos entrar en razón. ¿Sabes, Claudia?, si tuviese que aconsejar a una mujer qué clase de marido buscar, le diría que tuviese en cuenta las mismas cualidades que querría de un caballo.
– ¡Augusta!
Augusta alzó la mano enguantada y comenzó a enumerar:
– Buena sangre, dientes sanos y extremidades firmes. Evitar la bestia con hábito de patear o morder. Dejar de lado al animal con inclinación a la pereza y al que se mostrara demasiado obstinado. Sería inevitable cierta tozudez, menester esperarla, pero si la hubiera en exceso, quizás indicara pura estupidez. En resumen, habría que buscar un ejemplar bien dispuesto y fácil de domar.
Claudia se llevó las manos a la boca y en sus ojos apareció una expresión que podía ser tanto de horror como de hilaridad.
– ¡Por el amor de Dios, Augusta, detrás de ti!
La aludida sintió la inminencia de un desastre. Se volvió con lentitud y descubrió a Harry y a Peter Sheldrake allí mismo, detrás de ellas, y al segundo, al parecer incapaz de contener la risa.
Harry, con una mano apoyada sobre la rama de un árbol, expresaba gentil curiosidad y, sin embargo, sus ojos refulgían con brillo sospechoso.
– Buenas noches, querida -dijo en tono suave-. Por favor, no paréis mientes en nuestra presencia, no quisiéramos interrumpir vuestra conversación.
– En absoluto -respondió Augusta con un aplomo digno de Cleopatra saludando a César-. Estábamos conversando sobre las cualidades que hay que buscar en un caballo, ¿no es así, Claudia?
– Sí -se apresuró a responder su prima-, hablábamos de caballos. Augusta se ha convertido en una autoridad en la materia. Me enumeraba interesantes detalles acerca de la doma.
Harry asintió.
– Me asombra la amplitud de conocimientos de que hace gala Augusta. -Extendió el brazo a su esposa-. Señora, van a tocar un vals: confío en que me hará el honor de acompañarme.
Era una orden y Augusta la reconoció como tal. Sin agregar palabra, se apoyó en el brazo que le ofrecía su esposo y se dejó guiar al interior de la casa.
CAPÍTULO XV
– Perdóname querida, no sabía que fueras experta en caballos. -Harry ajustó la mano al hueco de la cintura de Augusta y la hizo girar al ritmo del vals.
En una ráfaga, pensó que su esposa se le entregaba en el baile con la misma dulce y sensual disposición con que lo hacía en la cama. También aquí era ligera, graciosa y turbadoramente femenina. Experimentó una oleada de deseo similar a la que había sentido al verla tendida, con los cabellos negros desparramados sobre la almohada blanca y los ojos desbordantes de femenina entrega.
A Harry jamás le había atraído la danza. La consideraba una habilidad necesaria propia de un caballero en sociedad. Pero con Augusta era diferente.
Muchas cosas eran diferentes con Augusta.
– ¡Harry, qué tomadura de pelo! ¿Cuánto rato hacía que estabas escuchando? -Augusta lo miró entre las pestañas, las mejillas sonrosadas. Las luces de los candelabros bailoteaban sobre el bonito collar de piedras falsas.
– Un rato, y cuanto escuché me pareció interesante. ¿Piensas escribir un libro sobre cómo manejar a un marido? -preguntó Harry.
– Me gustaría tener talento para escribir -rezongó la joven-. A mi alrededor, cualquiera se dedica a hacerlo. Imagina lo práctico que sería un manual para manejar al esposo, Harry.
– No dudo que no fuera práctica semejante obra, pero tengo serias reservas con respecto a tu cualificación para escribir acerca del tema.
Al instante, un brillo de rebeldía asomó a los bellos ojos de Augusta.
– He aprendido mucho desde que nos casamos.
– No tanto como para escribir un libro -afirmó Harry en tono pedante-. No es suficiente. A juzgar por lo que he escuchado, tu teoría abriga errores notorios y una lógica confusa. Pero no te aflijas, disfrutaré de reforzar tu instrucción hasta que corrijas esos errores, aunque me cueste años de esfuerzo.
Augusta lo miró sin saber cómo interpretar el comentario. Y luego, para sorpresa de Harry, echó la cabeza atrás y rió encantada.
– Milord, resulta gracioso. Estoy segura de que pocos maestros serían tan pacientes con sus alumnos.
– ¡Ah, cariño, soy un hombre muy paciente! Con casi todo… -Sintió que lo sacudía un ramalazo de placer y apretó la mano sobre la esbelta cintura. Deseó arrastrarla hasta el dormitorio en ese mismo instante. Anhelaba transformar la risa en pasión, y luego, otra vez en risas.
– Hablando de aprendizaje -dijo Augusta cuando recuperó el aliento tras un giro demasiado atrevido de la danza-… ¿has notado lo bien que se lleva tu tía con mi tío? Desde que se han conocido, se han hecho inseparables.
Harry miró al otro lado del salón, donde Clarissa, espléndida con un vestido de color vino claro y un tocado del mismo color, insistía en la necesidad de una obra de historia para las jóvenes. Sir Thomas la escuchaba con atención y asentía. Harry pensó que el brillo que asomaba a los ojos del hombre no tenía nada de académico.
– Querida, creo que has logrado unir dos espíritus afines -dijo Harry, sonriente.
– Sí, estoy segura de que se llevarán bien. Si ahora fructificara otro de mis modestos proyectos, quedaría muy satisfecha de la fiesta.
– ¿Otro proyecto? ¿De qué se trata?
– Creo que pronto lo descubrirás. -Augusta le dirigió una sonrisa de superioridad.
– Augusta, si tramas algo, quiero que me lo digas ahora mismo. Me estremece la idea de que estés llevando a cabo otra de tus tropelías.
– Estáte tranquilo. Es inofensiva.
– Nada de lo que emprendes es inofensivo.
– Milord, es gratificante oírte decir eso. -Harry gimió y la condujo fuera, a la terraza.- ¡Harry!, ¿adónde vamos?
– Tengo que hablar contigo, querida, y éste es un momento tan propicio como cualquier otro. -Dejó de bailar, aunque los últimos compases del vals salían flotando aún a través de las puertas que daban al jardín.
– Graystone, ¿pasa algo malo?
– No, no sucede nada malo -le aseguró. Asiéndola de la mano, la llevó a una zona más alejada del jardín en sombras. No estaba ansioso por decirle lo que tenía que decir-. Sólo quería anunciarte que he decidido acompañar a Sheldrake a Londres mañana por la mañana, y quería que lo supieras esta misma noche.