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– ¿Qué cocinero? -preguntó Peter con suavidad.

– El cocinero del antiguo Club de los Sables.

– ¡Que el alma del maldito Araña arda en los infiernos! -murmuró Harry-. Sally, me aseguraré de que pague por esto.

– Sí, Graystone, lo sé. Esta vez lo atraparás. Siempre supe que un día le ajustarías las cuentas. -Sally rompió a toser de una manera horrorosa.

Augusta sostuvo con fuerza la frágil mano mientras las lágrimas que le rodaban por la cara se mezclaban con la sangre de su amiga. Una vez había sostenido del mismo modo la mano de otro, observando impotente cómo la vida se reducía a una llamita minúscula, vacilaba y, por fin, se apagaba. No existía en el mundo nada tan terrible como esta espera.

– Augusta…

– Sally, te echaré de menos -dijo Augusta entre lágrimas-. Eres una verdadera amiga.

– Tú también, mi queridísima Augusta, me has brindado más de lo que imaginas. Ahora debes dejarme partir; ya es hora.

– Sally…

– Augusta, no te olvides de abrir el libro.

– No, no lo olvidaré.

Sally partió para siempre.

CAPÍTULO XIX

Harry abrazaba a Augusta, que sollozaba. No sabía cómo consolarla y nada era tan doloroso como ser incapaz de aliviar el dolor de su esposa. Por cierto que aquel desborde de emociones era el modo como los Ballinger de Northumberland afrontaban la pena y el conde envidiaba a Augusta el alivio que le brindaban las lágrimas. Para él sólo quedaba la venganza.

Sin poder hacer otra cosa, Harry apretó con fuerza los brazos en torno a Augusta, allí en medio del vestíbulo de la enorme y silenciosa mansión Arbuthnot, y esperó a que pasara la tormenta, concentrándose en la venganza.

Augusta comenzaba a calmarse cuando Harry alzó la cabeza y vio a Peter que entraba por la puerta trasera.

– Han revuelto en el dormitorio y en la biblioteca -dijo Peter-. Las dos habitaciones son un desastre, pero las demás están en orden. Debe de haber oído algo y huyó a tiempo.

– Es una casa grande y difícil de registrar a fondo. ¿Te has ocupado de lo demás? -preguntó Harry.

Peter asintió: sus ojos azules exhibían matices helados.

– Sí, han ido a buscar al magistrado y he dispuesto que llevaran el cuerpo de Sally a su dormitorio. ¡Por Dios, Graystone, qué frágil estaba, casi consumida! Debe de haber sobrevivido las últimas semanas a fuerza de ánimo y voluntad.

Augusta se removió en brazos de Harry y alzó la cabeza.

– La echaré tanto de menos…

– Todos la echaremos de menos. -Harry acarició la espalda de Augusta para tranquilizarla-. Le estaré eternamente agradecido.

– ¿Por su valentía durante la guerra? -Augusta parpadeó y se enjugó las lágrimas con el pañuelo de Harry.

– No, aunque siempre admiré su coraje. Le estaré agradecido porque fue ella la que me sugirió que te conociera a través del contacto con sir Thomas. Sally dijo que tenía que agregarte a mi lista de posibles esposas -dijo Harry con aire cándido.

Augusta lo miró perpleja.

– ¿Eso hizo? Qué extraño. ¿Cómo sabía que yo sería una buena esposa para ti?

Harry sonrió.

– Recuerdo que yo también le hice la misma pregunta. Dijo que me llevaría mejor con una esposa no convencional.

Peter cerró la puerta.

– Sally te conocía bien, Graystone.

– Sí, creo que sí. -Harry apartó a Augusta con suavidad-. Amigos míos, debemos dejar el duelo para más tarde. Las autoridades supondrán que el asesinato de Sally fue cometido por ladrones que intentaron irrumpir en la casa. No tiene sentido dejar que sepan la verdad.

– Estoy de acuerdo -afirmó Peter-. De cualquier manera, no podrían hacer nada.

– Tenemos que encontrar la lista mencionada por Sally. -Harry recorrió el vestíbulo con la mirada, pensando en lo grande que era la casa y en el tiempo que llevaría revisarla toda-. Conozco algunos de los métodos que Rally utilizaba para esconder los objetos que no quería que se descubrieran. Acostumbraba elegir los lugares obvios, imaginando que a nadie se le ocurriría buscar en ellos.

Augusta se sonó.

– El libro.

Harry la miró.

– ¿Qué libro?

– El libro de apuestas del Pompeya. -Augusta, en un arranque de valor, metió el pañuelo en el bolsillo de la capa y se encaminó hacia el salón-. Sally me dijo que si alguna vez lo encontraba cerrado tenía que abrirlo. Y oísteis que lo repitió hace unos minutos, antes de… de morir. Dijo que no me olvidara del libro.

Harry intercambió una mirada con Peter, que se limitó a encogerse de hombros y se dispuso a seguir a Augusta.

La puerta del salón del Pompeya estaba cerrada. Harry oyó que Augusta lloraba otra vez mientras la abría, aunque siguió adelante. Entró en el salón oscuro y silencioso, y encendió la lámpara.

Harry observó el lugar, sintiendo curiosidad a pesar de sí mismo. Aunque había visitado a Sally con frecuencia, nunca lo había recibido en el salón una vez se había transformado en sede del club, exclusivo para mujeres. No podía violar las reglas, ni siquiera fuera de hora.

– Es una sensación extraña para un hombre, ¿no? -Peter habló en voz queda deteniéndose junto a Harry-. Nunca se me permitió trasponer el umbral. No obstante, cada vez que echaba un vistazo al interior, me sentía incómodo.

– Entiendo lo que quieres decir.

Harry contempló los cuadros que colgaban de las paredes, aunque estaban a oscuras. De un vistazo reconoció a la mayoría. Todas eran mujeres que habían sobrevivido a través del mito y la leyenda, a pesar de lo que Augusta llamaba tendencia antifemenina general en la historia. Harry comenzaba a pensar en la proporción de historia que se debía de haber perdido porque, en referencia a las mujeres, se considerara carente de importancia.

– Uno siente curiosidad por saber qué cosas interesan a las mujeres y de qué hablan en realidad cuando se reúnen sin hombres -comentó Peter en voz baja-. Sally solía decir que, si lo supiera, me llevaría una sorpresa.

– Y, según ella, yo me habría impresionado -admitió Harry en tono amargo.

Contempló cómo se arremolinaba la capa negra en torno a Augusta que se encaminaba hacia un pedestal griego que sostenía un enorme volumen forrado en cuero.

– ¿Este es el famoso libro de apuestas? -Harry cruzó la habitación hasta donde estaba Augusta.

– Sí. Y está cerrado; así me dijo que podría hallarlo algún día. -Augusta abrió lentamente el cuaderno y comenzó a pasar las páginas-. No sé qué buscar.

Harry observó algunas entradas, todas en escritura femenina.

La señorita L. B. apuesta diez libras a la señorita R. M. a que no recuperará su diario a tiempo de evitar el desastre.

La señorita B. R. apuesta cinco libras a la señorita D. N. a que lord G. pedirá la mano de Ángel antes de fin de mes.

La señorita F. O. apuesta diez libras a la señorita C. P a que la señorita A. B. rechazará el compromiso con lord G. antes de dos meses.

– ¡Dios! -murmuró Harry-. ¡Pensar que uno gozaba de cierta intimidad!

– Las damas del Pompeya son muy aficionadas a las apuestas, milord -dijo Augusta con un suspiro-. Supongo que ahora el club cerrará. Lo echaré de menos; era como un hogar para mí. Ya nada volverá a ser lo mismo.

Harry iba a recordarle a Augusta que ya tenía su propio hogar, cuando apareció una hoja entre dos páginas.

– Déjame verlo. -La recogió y examinó la lista de nombres.

Peter se acercó y escudriñó sobre el hombro de su amigo a la vez que Augusta estiraba el cuello.

– ¿Es la lista? -preguntó Peter.

– En efecto, es una lista de nombres, no cabe duda que de los miembros del Club de los Sables. Es letra de Sally.

Peter la examinó frunciendo el entrecejo.

– No reconozco a ninguno.