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– Ya es hora de que haga mi segunda visita nocturna a la biblioteca de Lovejoy.

Peter alzó una ceja.

– Iré contigo. ¿Esta noche?

– Si es posible.

Pero no era posible. Por la noche, Lovejoy recibía amigos en casa. Harry y Peter vigilaron desde un coche, en la oscuridad, observando las luces de la biblioteca de Lovejoy que permanecían encendidas hasta el amanecer.

Sin embargo, a la noche siguiente, Lovejoy salió al club. Harry y Peter entraron en la biblioteca por la ventana poco después de la medianoche.

– Ah, ahí está el globo terráqueo del que hablabas -murmuró Peter acercándose al artefacto.

– Creo que podemos olvidarnos del globo. -Harry levantó el borde de la alfombra-. No ocultó que lo usara cuando vine a hablar con él.

– Ya veo; aquí no hay nada importante. -Peter había abierto el globo y examinaba el contenido. Lo cerró y comenzó a tabalear sobre los paneles de las paredes de manera sistemática hasta el otro extremo de la habitación.

Al cabo de un rato, Harry encontró lo que buscaba al tropezar con un mecanismo oculto en la madera del suelo.

– Sheldrake, creo que esto es lo que buscábamos. -Harry levantó una pequeña caja metálica. Al oír pasos en el vestíbulo que tal vez denunciaran la presencia de un criado que entrara subrepticiamente de vuelta de la taberna, Harry se inmovilizó-. Será mejor que lo examinemos en otro sitio.

– De acuerdo. -Peter ya estaba a medio camino de la ventana.

Más tarde, sentado cómodamente en su propia biblioteca, Harry abrió la caja metálica. Saltó a su vista el brillo de unas piedras.

– Al parecer, Araña cobraba su traición en joyas -dedujo Peter.

Harry revolvió con impaciencia el montón de piedras preciosas que iluminaban el fondo de la caja. Sus dedos se cerraron después sobre un fajo de papeles y lo sacó. Los revisó rápidamente y se detuvo a la vista de un pequeño bloc de notas. Lo abrió y vio que se trataba en su mayor parte de anotaciones, fechas y horas que pudieran significar algo. Sin embargo, la última anotación era interesante e inquietante.

– ¿Qué es eso? -Peter se inclinó hacia delante para ver mejor.

Harry leyó la nota en voz alta:

– Lucy Ann. Weymouth. Quinientas libras por el mes de julio.

Peter lo miró.

– ¿Qué diablos querrá decir? ¿Acaso ese canalla mantiene a una mujer en Weymouth?

– No lo creo. ¿Quinientas libras al mes? -Harry guardó silencio un momento mientras hacía deducciones-. Weymouth no está a más de trece kilómetros de Graystone y tiene un puerto activo.

– Claro, eso es bien sabido. ¿Y qué?

Harry levantó lentamente la vista.

– Que sin duda Lucy Ann es un barco, no una ramera. Y al parecer Araña ha abonado a alguien, quizás el capitán del barco, la enorme suma de quinientas libras por el mes de julio.

– Estamos en julio. ¿Por qué razón habrá gastado semejante cantidad en un barco?

– Tal vez para asegurarse de que lo tengan listo para zarpar de inmediato. Recuerda que Araña siempre prefirió huir por agua.

– Sí, así es.

Harry cerró el cuaderno de notas con un nudo en la boca del estómago.

– Tenemos que encontrarlo esta misma noche.

– Graystone, no podría estar más de acuerdo.

Sin embargo, Lovejoy había cubierto bien su rastro. Harry y Peter se enteraron al día siguiente que Araña había salido ya de Londres.

La primera noche en Graystone Augusta permaneció despierta contemplando el techo, escuchando cada crujido de la enorme mansión.

Había seguido al lacayo controlando que cerrara bien puertas y ventanas y ordenado que dejaran algunos de los perros en las cocinas. El mayordomo afirmó que la casa estaba bien guardada.

– Años atrás su señoría hizo poner cerraduras especiales, señora -le había dicho Steeples-. Son muy fuertes.

Aun así, Augusta no podía dormir.

Al fin, apartó las mantas y buscó la bata. Asió una vela, la encendió, se calzó las zapatillas y salió al pasillo. Echaría un vistazo a Meredith.

Una vez en el pasillo, observó abierta la puerta del dormitorio de la niña y echó a correr protegiendo la llama de la vela con la mano.

– Meredith.

La cama estaba vacía. Augusta trató de conservar la calma; no tenía que ser presa del pánico. La ventana de la habitación estaba bien cerrada. La ausencia de Meredith podía explicarse porque hubiera bajado a beber un vaso de agua o a buscar de comer a la cocina.

Augusta descendió corriendo las escaleras. A la mitad, se inclinó sobre la barandilla y vio una hendidura de luz bajo la puerta del estudio. Cerró los ojos y tomó aliento. Luego se apresuró a bajar.

Al abrir la puerta de la biblioteca, vio a Meredith acurrucada en el enorme sillón de su padre. Parecía pequeña y frágil. Había encendido una lámpara y tenía un libro sobre el regazo. Cuando Augusta entró, levantó la mirada.

– Hola, Augusta. ¿Tú tampoco podías dormir?

– No, yo tampoco. -Augusta sonrió ocultando el inmenso alivio que sentía al encontrar a la niña a salvo-. ¿Qué estás leyendo?

– Estoy tratando de leer El anticuario, pero es un poco difícil. Tiene muchas palabras largas.

– Sí. -Augusta apoyó la vela sobre el escritorio-. ¿Quieres que te lo lea yo?

– Sí, por favor. Me gustaría mucho.

– Vamos al sofá. Así podremos sentarnos juntas y tú podrás seguir la lectura.

– De acuerdo. -Meredith se bajó del sólido sillón forrado en cuero y siguió a Augusta hasta el sofá.

– Primero -dijo Augusta arrodillándose junto al hogar- encenderé el fuego. Aquí hace frío.

Unos minutos después estaban las dos cómodamente instaladas ante un buen fuego. Augusta abrió la última novela atribuida a Walter Scott y comenzó a leer en voz suave una historia de herederas perdidas, búsqueda de tesoros y aventuras peligrosas.

Después de un rato, Meredith bostezó y apoyó la cabeza sobre el hombro de Augusta. Pasaron unos momentos. Su hijastra estaba dormida.

Augusta permaneció largo rato contemplando el fuego y pensando que esa noche se sentía como la verdadera madre de Meredith. Sentía aquel impulso protector.

También se sentía como una verdadera esposa, pues sólo una esposa experimentaría la misma inquietud mientras esperaba a que regresara el esposo.

La puerta de la biblioteca se abrió con suavidad y Claudia, envuelta en una bata de algodón, entró en la habitación. Sonrió al ver a Augusta acurrucada en el sofá y a Meredith en su regazo.

– Al parecer, esta noche tenemos todos dificultades para dormir -murmuró Claudia sentándose al lado de su prima.

– Eso parece. ¿Estás preocupada por Peter?

– Sí. Me da miedo, porque tiene cierta tendencia a la temeridad. Ruego que no corra muchos riesgos. Estaba furioso por la muerte de Sally.

– Harry también estaba enfurecido. Trató de ocultarlo, pero lo advertí en sus ojos. Bajo esa fachada serena y contenida que exhibe ante el mundo, es un hombre muy sensible.

Claudia sonrió.

– Tengo que creer en tu palabra. Por su parte, Peter esconde sus emociones bajo una máscara de alegría y bromas, pero él también experimenta sentimientos profundos. Me pregunto por qué me ha costado tanto descubrir la seriedad de su carácter.

– Tal vez porque es muy habilidoso para ocultarlo, igual que Harry. Cada uno a su modo aprendió a ser cuidadoso con sus pensamientos y sentimientos más hondos. Supongo que deben de haberlo ejercitado durante la guerra -dijo Augusta, recordando también a las mujeres de la galería de retratos.

– Debe de haber sido una experiencia terrible.

– ¿La guerra? -Augusta asintió, con el corazón oprimido de simpatía tanto hacia Harry como hacia Peter-. Son hombres buenos y los hombres buenos deben de sufrir mucho en la guerra.