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– Comprendo.

– Entonces, ¿cómo puedes estar ahí tranquilamente sentada sirviendo el té como si nada hubiese sucedido?

Augusta apoyó con un golpe la taza y se puso de pie. Dio media vuelta y comenzó a pasearse a lo ancho del dormitorio. Las cejas oscuras se unían sobre sus ojos entrecerrados.

En aquella ocasión, a Augusta no le importaba la ropa que se pondría. Tenía la mente envuelta en tal torbellino que no podía concentrarse en elegir el vestuario, tarea que por lo general le agradaba. Betsy, la doncella, había elegido un vestido de noche rosado de profundo escote ribeteado por minúsculas rosas de satén, unas sandalias del mismo tono y guantes largos hasta el codo, y peinó el cabello castaño de Augusta al estilo griego. Mientras la joven caminaba agitada, los rizos sueltos se balanceaban de manera alocada.

– No veo el problema -murmuró Claudia-. Creía que Graystone te gustaba.

– Eso no es cierto.

– Vamos, Augusta. Incluso mi padre lo advirtió y comentó algo al respecto hace unos días.

– Pedí un volumen de los últimos tratados de Graystone sobre los clásicos romanos, es todo. Eso no es una señal de afecto.

– Como quieras, pero no me sorprende que papá haya aceptado la propuesta de Graystone en tu nombre. Imaginó que estarías encantada y así debería ser. No me negarás, Augusta, que es un matrimonio estupendo.

Por un instante, Augusta dejó de pasearse y lanzó una mirada angustiada a su prima.

– Pero, ¿no entiendes, Claudia? Es un error. Graystone no pediría mi mano. Me considera una revoltosa insoportable, incorregible, siempre a un paso del escándalo. Para él soy un estorbo incontrolable. Sería una condesa poco apropiada y tiene razón.

– No es cierto. Serías una condesa encantadora -afirmó Claudia.

– Gracias -furiosa e irritada Augusta gimió-, pero te equivocas. Según sé, ya estuvo casado con la mujer adecuada y no quisiera tener que competir con ella.

– Ah, sí. Estuvo casado con Catherine Montrose. Recuerdo que mi madre hablaba de ella, y de que se había educado de acuerdo a su obra. Afirmaba que Catherine Montrose era un claro ejemplo de la eficacia de su método.

– Qué maravillosa idea. -Augusta fue hacia la ventana y contempló los jardines de la parte trasera de la casa-. Graystone y yo no tenemos nada en común. Pensamos de manera opuesta y no le agradan las mujeres de libre pensamiento. Lo ha dicho con toda claridad. Y no sabe siquiera la mitad. Si supiera algunas de las cosas que he hecho, creo que le daría un ataque.

– No me imagino a lord Graystone sufriendo un ataque bajo ninguna circunstancia, y de cualquier modo no creo que te hayas comportado tan mal, Augusta.

Augusta se encogió.

– Eres muy generosa. Créeme, Claudia, es imposible que Graystone me quiera como esposa.

– ¿Y por qué pidió tu mano?

– No creo que lo haya hecho -afirmó Augusta con aire lúgubre-. Más aún, estoy segura de que no lo hizo. Ya te he dicho que debe de haber sido un espantoso error. Sin duda pensaba pedir la tuya.

– ¿La mía? -La taza de Claudia tembló sobre el platillo-. Por todos los cielos, es imposible.

– En absoluto. -Augusta frunció el entrecejo-. He estado pensándolo y me imagino cómo se produjo el error. Es probable que pidiera la mano de la señorita Ballinger y el tío Thomas pensara que se refería a mí porque soy la mayor. Pero estoy convencida de que se refería a ti.

– Augusta, dudo que papá haya cometido un error de semejante magnitud.

– No, no, es probable. El tío Thomas siempre nos confunde, ya sabes que suele llamar a la una por la otra. Se concentra tanto en sus estudios que se confunde con nosotras.

– Augusta, eso no sucede con tanta frecuencia.

– Pero concordarás conmigo en que ha sucedido -insistió Augusta-. Y en este caso, no me cabe duda de que se convenció a sí mismo de que lograría casarme, de donde resulta fácil deducir cómo se produjo la equivocación. Pobre Graystone.

– ¿Pobre? Según tengo entendido, es muy rico. Creo que tiene propiedades en Dorset.

– No me refiero a su situación financiera -replicó Augusta irritada-. Me refiero al horror que sentirá cuando vea la noticia. Tengo que hacer algo inmediatamente.

– ¿Qué podrías hacer? Ya son casi las nueve y hemos de asistir a la fiesta de los Bentley.

Augusta apretó la mandíbula en gesto decidido.

– Ya sé. Esta noche haré una breve visita a lady Arbuthnot.

– ¿Irás a Pompeya otra vez esta noche? -la voz dulce de Claudia resonaba con un matiz de reproche.

– Sí. ¿Me acompañas? -No era la primera vez que Augusta lo proponía, y ya sabía cuál sería la respuesta de Claudia.

– No, por Dios. El solo nombre me impresiona, ¡Pompeya…!, y su connotación de comportamiento pecaminoso… De verdad, Augusta, creo que pasas demasiado tiempo en ese club.

– Por favor, Claudia, esta noche no.

– Sé que disfrutas mucho de ese lugar y que quieres a lady Arbuthnot, pero de todos modos me pregunto si Pompeya no acentuará ciertos rasgos latentes en la sangre de los de Northumberland. Tendrías que esforzarte por reprimir y controlar esos matices de impulsividad e inquietud. En particular ahora que estás a punto de convertirte en condesa.

Augusta miró a su encantadora prima entrecerrando los ojos. En ocasiones, Claudia manifestaba una sorprendente similitud con su madre, la famosa lady Prudence Ballinger. La tía de Augusta había sido autora de numerosos libros escolares como eran Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes y Guía para la elevación de la mente de las jóvenes.

Claudia estaba decidida a seguir los pasos de su ilustre progenitora y trabajaba con ahínco en un manuscrito cuyo título provisional era: Guía de conocimientos útiles para las jóvenes.

– Claudia, dime una cosa -dijo Augusta remarcando las palabras-. Si logro aclarar este espantoso lío a tiempo, ¿te gustaría casarte con Graystone?

– No hay ningún error. -Claudia se levantó y caminó hacia la puerta con aire sereno.

Iba vestida con un vestido de seda azul pálido elegido por Augusta y tenía un aspecto angelical. El elegante corte se balanceaba con suavidad alrededor de las sandalias. El cabello rubio iba dividido en el centro al estilo de una madona y adornado con una pequeña peineta de diamantes.

– Pero Claudia, ¿y si fuera una equivocación?

– Por supuesto, haré lo que papá desee. Siempre he tratado de ser una buena hija. No obstante, tú misma comprobarás que no hubo tal error. Augusta, ya que durante toda la temporada me has dado excelentes consejos, deja ahora que te los dé yo a ti. Esfuérzate por agradar a Graystone. Intenta por todos los medios comportarte como una condesa y estoy segura de que el conde te tratará bien. Quizá te vendría bien volver a leer alguno de los libros de mi madre antes de casarte.

Augusta ahogó un juramento mientras su prima salía de la habitación cerrando la puerta tras ella. A veces, vivir en casa de los de Hampshire podía resultar enervante.

Era indudable que Claudia sería la perfecta condesa de Graystone. Augusta podía imaginarla sentada frente al conde a la mesa de desayuno comentando con él los planes del día. «Por supuesto, se hará como milord desee.» Era evidente que, al cabo de quince días, se aburrirían los dos a muerte.

«Pero eso es problema de ellos», se dijo Augusta al tiempo que se detenía ante el espejo. Se miró ceñuda y recordó que aún no había elegido las joyas con que acompañar el vestido rosa.

Abrió la cajita dorada que tenía sobre el tocador. Allí guardaba sus posesiones más valiosas: una hoja de papel cuidadosamente plegada y un collar. Aquel papel, sucio de lúgubres manchas, contenía un ácido poema que había escrito el hermano de Augusta poco antes de morir. El collar había sido propiedad de las mujeres de la rama Northumberland durante tres generaciones. La última había sido la madre de Augusta. Se componía de una hilera de rubíes de color rojo sanguina intercalados de diminutos diamantes. Del centro pendía un rubí grande.