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Lady Willoughby parpadeó confundida y se puso encarnada.

– Desde luego, milord, no he querido ofender. Estaba bromeando. Augusta es una muchacha muy vivaz, pero la queremos y le deseamos lo mejor.

– Gracias. Se lo diré.

Harry inclinó la cabeza con helada cortesía y se alejó gimiendo para sus adentros. Era indudable que Augusta, a tenor de su forma de vida, se había ganado la reputación de rebelde. Tendría que domeñarla antes de que se metiera en problemas.

Por fin la divisó en el extremo opuesto del salón charlando y riendo con Lovejoy. Como si hubiese percibido su proximidad, se interrumpió en medio de una frase y se volvió para encontrar la mirada de Harry. Mientras desplegaba el abanico con lánguida gracia, un brillo de curiosidad asomó a sus ojos.

– Me preguntaba cuándo aparecería, milord -dijo Augusta-. ¿Conoce a lord Lovejoy?

– Sí, nos conocemos. -Harry hizo una brusca reverencia. No le agradó la expresión de malicia de Lovejoy. Tampoco le gustaba que estuviera tan cerca de Augusta.

– Desde luego. Pertenecemos a los mismos clubes, ¿verdad, Graystone? -Lovejoy se volvió hacia Augusta y tomó la mano enguantada en gesto galante-. Querida mía, supongo que debo entregarla a su futuro amo y señor -dijo, llevándose a los labios los dedos de Augusta-. Comprendo que todas mis esperanzas están perdidas. Sólo me resta desear que conserve cierta compasión en su corazón por el golpe devastador que me ha asestado al comprometerse con otro.

– Estoy segura de que se recobrará pronto. -Augusta retiró los dedos y despidió a Lovejoy con una sonrisa. Mientras el barón desaparecía entre la gente, se volvió hacia Harry.

Estaba encendida y cierto brillo desafiante matizaba su mirada. Harry reconoció aquel extraño rubor en las dos breves ocasiones que la había visto antes de que fuese anunciado el compromiso.

Creyó reconocer también el motivo, aquel encuentro a medianoche refugiada entre sus brazos sobre la alfombra de la biblioteca. Era evidente que la señorita Ballinger, pese a pertenecer a la rama Northumberland, se sentía en extremo incómoda ante aquel recuerdo. Harry se convenció de que era buena señal. Indicaba que, a pesar de todo, la dama tenía sentido del pudor.

– ¿Estás acalorada, Augusta? -preguntó con gentil preocupación.

La joven se apresuró a negar con la cabeza.

– Estoy bien, milord. ¿Acaso ha venido a invitarme a bailar, o a sermonearme acerca de alguna cuestión de buen comportamiento?

– Lo segundo. -Harry la cogió de la mano y la condujo al jardín cruzando las puertas del salón.

– Eso temía. -Augusta jugueteó con el abanico mientras cruzaban la terraza. Luego lo cerró de golpe-. He reflexionado mucho, milord.

– También yo. -Harry la detuvo junto a un banco de piedra-. Siéntate, querida. Tenemos que hablar.

– Ya sabía yo lo que sucedería. -Lo miró ceñuda mientras se sentaba con ademán gracioso-. Milord, nuestro compromiso no dará resultado. Será mejor que lo afrontemos y terminemos de una vez.

Harry apoyó el pie en el banco y un codo sobre la rodilla. Contempló el rostro sincero de Augusta, que lo miraba desde la sombra.

– ¿Estás segura?

– Desde luego. Lo he pensado una y otra vez y no puedo sino llegar a la conclusión de que está cometiendo un grave error. Quiero que sepa que me siento muy honrada con su proposición, pero sería más indicado que lo rechazara.

– Augusta, prefiero que no lo hagas -replicó Harry.

– Pero milord, sin duda ahora que ha tenido tiempo de pensarlo comprenderá que una unión entre nosotros no resultaría.

– Y yo estoy convencido de que sí.

Augusta apretó los labios y se levantó de un salto.

– Más bien creerá usted poder obligarme a comportarme de acuerdo con su idea acerca de la buena conducta femenina.

– Augusta, no pongas en mi boca cosas que no he dicho. -Harry la cogió del brazo y la obligó a sentarse otra vez-. Me refiero a que, con algunos ajustes, podríamos llevarnos bien.

– ¿Y quién de los dos cree usted que tendría que llevar a cabo esos ajustes, milord?

Harry suspiró y dirigió una mirada pensativa hacia el seto que tenían detrás.

– Sin duda, tendremos que atenernos los dos a los cambios que exige cualquier matrimonio.

– Sea más concreto, se lo ruego. ¿Qué cambios en particular espera usted de mí?

– Sería mejor que te abstuvieses de bailar el vals con Lovejoy. Hay algo que no me gusta en ese hombre. Y esta noche te prestaba demasiada atención.

– Pero, ¿cómo se atreve? -Augusta volvió a levantarse indignada-. Bailaré el vals con quien se me antoje y sepa que no permitiré que ni mi esposo ni otro hombre asigne mis compañeros de baile. Y si tal conducta resulta poco refinada para su gusto, es sólo un indicio de cómo soy capaz de comportarme.

– Entiendo. Y, por supuesto, me parece alarmante.

– Graystone, ¿se burla de mí? -Los ojos de Augusta chispeaban de furia.

– No, querida mía, no me burlo. Siéntate, te lo ruego.

– No me apetece, no quiero sentarme. Volveré inmediatamente al salón, buscaré a mi prima y me iré a casa. Y cuando llegue, pienso decirle a mi tío que el compromiso ha quedado roto en este mismo momento.

– Augusta, no puedes hacerlo.

– ¿Por qué no?

Harry la cogió otra vez del brazo y, con suavidad pero con firmeza, la hizo sentar sobre el banco de piedra.

– Porque a pesar de tu naturaleza alborotada, te considero una joven honorable. Una mujer que bajo ninguna circunstancia concedería sus favores a un hombre para rechazarlo luego.

– ¿Favores? -Atónita, Augusta abrió los ojos-. ¿Qué está diciendo?

Harry decidió que había llegado el momento de presionarla con una ligera amenaza e incluso un ligero chantaje. Augusta necesitaba que se la impulsara en la dirección correcta. Era obvio que se resistía a la idea de casarse.

– Ya conoces la respuesta. ¿O prefieres olvidar lo que sucedió en la biblioteca?

– ¡La biblioteca! ¡Dios mío! -Augusta quedó petrificada mirándolo-. ¡Milord, no pensará que debo honrar mi promesa y mantener el compromiso porque le permitiera que me besara!

– Augusta, disfrutamos de algo mucho más intenso que un beso, debes reconocerlo.

– Sí, admito que las cosas fueron más lejos. -Comenzaba a desesperarse.

– Quedaste medio desnuda -le recordó Harry con calculada grosería-. Y si no hubiese sonado el reloj, habríamos llegado demasiado lejos. Te enorgulleces de ser moderna, pero supongo que no eres cruel.

– No hubo crueldad por mi parte -le replicó-. Fue usted quien se aprovechó de mí.

Harry se encogió de hombros.

– Pero estábamos comprometidos. Tu tío había aceptado la proposición y acudiste a verme en plena noche. Cabría imaginar que provocaste mis atenciones y fuiste generosa en exceso con tus favores.

– No lo creo. Se confunden los hechos. Definitivamente, le aseguro que no le brindé ningún favor, Graystone.

– Te menosprecias, querida mía. -El conde esbozó una sonrisa caprichosa-. Fueron dones preciosos. Nunca olvidaré la sensación de tu adorable pecho encerrado en mi mano, suave, firme y pleno, coronado por un pequeño capullo que floreció en mis dedos.

Augusta lanzó una exclamación de horror.

– ¡Milord!

– ¿Acaso crees que olvidaría la esbelta forma de tus caderas -continuó Harry, consciente de que esa enumeración íntima atentaba contra la compostura de Augusta. «Es hora de que esta dama reciba una dura lección», se dijo-, redondas y bien formadas, tal cual las estatuas griegas? Siempre atesoraré el enorme privilegio de haber acariciado tus bellos muslos.

– Yo no se lo permití -protestó Augusta-. Se limitó usted a tomarse el derecho.

– No alzaste un dedo para impedírmelo, sino que me besaste con sumo ardor y con auténtica pasión.

– No, señor, no fue así. -En ese momento, estaba casi frenética.

Harry elevó las cejas.

– ¿No sentiste nada entonces? Me siento herido. Me decepciona pensar que te brindaras sin sentirlo. Por lo que a mí respecta, fue una cita apasionada y nunca la olvidaré.