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– No he dicho que no lo hubiera sentido, sino que no sentí una ardiente pasión. Pero me sorprendí. Usted malinterpreta la situación, milord. No tendría que darle tanta importancia a los hechos.

– ¿Significa que semejantes citas nocturnas ya no las tomas con seriedad?

– No significa nada semejante. -Turbada por entero, Augusta lo miraba cada vez más abatida-. Pero intenta usted ligarme al compromiso porque nos dejáramos llevar en la biblioteca.

– En efecto, esa noche se establecieron ciertas promesas -dijo Harry.

– No hubo ninguna promesa.

– No estoy de acuerdo. Me permitiste ciertos privilegios propios de un prometido y sentí que te ligabas a mí de forma definitiva. ¿Qué podía pensar si me diste la prueba de que me aceptabas como amante y como esposo?

– No di señales de ninguna clase -replicó Augusta sin convicción.

– Perdóname, Augusta Ballinger. No puedo creer que esa noche pretendieras sólo divertirte conmigo. Tampoco podrás convencerme de que cayeras tan bajo que adquirieras la costumbre de jugar con los sentimientos de un hombre en el suelo de su biblioteca. Tal vez seas atolondrada e inquieta, pero me niego a creer que seas malvada, cruel o que no te importe en absoluto tu honor.

– Por supuesto, me importa -dijo la muchacha entre dientes-. Los Ballinger de Northumberland concedemos importancia al honor. Somos capaces de morir por él.

– En ese caso, el compromiso sigue adelante. Ahora estamos ambos obligados. Fuimos demasiado lejos para retroceder.

Se oyó un crujido y Augusta miró el abanico. Lo había apretado con tanta fuerza que había quebrado las frágiles varillas.

– ¡Ah, demonios!

Harry sonrió y estiró la mano para asirle la barbilla. Las largas pestañas se elevaron revelando la expresión afligida y acosada de sus ojos. El conde se inclinó y la besó suavemente en los labios.

– Confía en mí, Augusta. Nos llevaremos bien.

– No estoy segura, milord. Después de haber reflexionado, no hago más que pensar que estamos cometiendo un grave error.

– No hay error posible. -Harry oyó los primeros acordes del vals que emergían de las ventanas-. ¿Me harías el honor de concederme este baile, querida?

– Creo que sí -dijo Augusta sin entusiasmo poniéndose de pie-. No tengo demasiadas alternativas. Si me negara, alegarías que el decoro indica que debo bailar contigo porque somos prometidos.

– Ya me conoces -murmuró Harry cogiéndola del brazo-. Soy muy estricto con las normas.

Mientras la conducía hasta el salón iluminado, observó que Augusta aún apretaba los dientes.

Esa misma noche, algo más tarde, Harry se apeó del coche en la calle Saint James y subió los escalones de cierto establecimiento. La puerta se abrió inmediatamente y cruzó aquella atmósfera tan particular de un club masculino bien organizado.

«No hay nada parecido», pensó Harry mientras se sentaba junto al fuego y se servía una copa de coñac. No era de extrañar que a Augusta se le hubiera ocurrido entretener a Sally y a otras amigas con un remedo del club de la calle Saint James. Un club masculino era un bastión contra el mundo, un refugio, un segundo hogar donde se podía encontrar compañía o estar solo, según se deseara.

En el club, un hombre podía sentirse a gusto con los amigos, ganar o perder fortunas en las mesas de juego u ocuparse de asuntos privados. En el correr de los últimos años, él mismo había concertado algunos negocios.

Aunque se había visto obligado a pasar mucho tiempo en el continente durante la guerra, cada vez que iba a Londres intentaba pasarse por el club. Y cuando no podía hacerlo en persona, se aseguraba de que un par de sus agentes acudiesen a los más importantes, pues el espionaje tenía cabida sobre todo en aquellos lugares.

En ese mismo club al que asistía ahora había conocido el nombre del responsable de la muerte de uno de sus oficiales de inteligencia más apreciados, y al poco, el asesino sufrió un desafortunado accidente.

En otro establecimiento similar, en la misma calle Saint James, había conseguido adquirir la agenda de cierta cortesana, dama que disfrutaba de la compañía de los espías franceses que, disfrazados de emigrados, invadían Londres durante la guerra. Mientras descifraba el código que había utilizado esa mujer, Harry se topó por primera vez con el nombre de Araña. Por desgracia, la mujer fue asesinada antes de que pudiera hablar con ella. Su doncella le explicó que uno de los amantes la había apuñalado en un arranque de celos, pero la atribulada doncella no sabía cuál de ellos había cometido el crimen.

El nombre secreto de Araña persiguió a Harry mientras trabajó para la Corona. En oscuros callejones morían hombres con ese nombre en los labios. Sobre los cuerpos de los correos secretos se encontraban cartas de los espías franceses que citaban al misterioso Araña. Los movimientos de tropas y los planes tácticos estaban destinados a que él los interceptara.

Y, a fin de cuentas, la identidad del hombre que Harry había llegado a considerar como un enemigo personal en el inmenso tablero de ajedrez de la guerra, permanecía en el misterio. «Es una desgracia que me resulte tan difícil dejar sin resolver los enigmas», pensó Harry. Habría dado cualquier cosa por conocer la identidad de Araña. Desde el principio, el instinto le decía que aquel hombre debía de ser inglés y no francés. Lo enfurecía que el traidor no fuese descubierto. Por culpa de Araña habían muerto buenos agentes y combatientes aguerridos.

– Graystone, ¿está leyendo su futuro en las llamas? No creo que encuentre ahí las respuestas.

Harry alzó la mirada cuando la voz perezosa de Lovejoy interrumpió sus meditaciones.

– Sabía que aparecería tarde o temprano, Lovejoy. Quería intercambiar unas palabras con usted.

– ¿En serio? -Lovejoy se sirvió coñac y se apoyó al descuido contra la repisa de la chimenea. Hizo girar el líquido dorado en la copa y sus ojos verdes adquirieron un brillo malévolo-. Primero me permitirá que lo felicite por su compromiso.

– Gracias. -Harry esperó.

– La señorita Ballinger no parece adecuada a su estilo. Me temo que ha heredado la tendencia familiar hacia la imprudencia y el comportamiento atolondrado. Será una unión peculiar, si no le importa que se lo diga.

– Sí me importa -Harry mostró una sonrisa fría-, y tampoco me gusta que baile usted con ella.

La expresión de Lovejoy fue de maliciosa expectativa.

– A la señorita Ballinger le encanta el vals. Me aseguró que le parecía un compañero muy diestro.

Harry volvió a contemplar el fuego.

– En favor de los involucrados, sería conveniente que encontrara otra mujer a la que impresionar con sus habilidades de danza.

– ¿Y si no lo hago? -lo provocó Lovejoy con suavidad.

Harry lanzó un hondo suspiro y se levantó.

– En ese caso, me obligará a adoptar otras medidas para proteger a mi prometida de sus atenciones.

– ¿Cree que puede hacerlo?

– Sí -respondió Harry-. Claro que puedo, y lo haré. -Levantó la copa y bebió lo que quedaba en ella. Luego, sin añadir palabra, dio media vuelta y salió.

«¿Qué quería decir con que no me batiría a duelo por una mujer?», pensó Harry con amargura. Comprendió que un momento antes había estado a punto de lanzar un desafío. Si Lovejoy hubiera entendido la insinuación, la situación podría haber terminado en algo tan irritante y melodramático como un duelo de pistolas al amanecer.

Harry sacudió la cabeza. Hacía sólo dos días que se había prometido y Augusta ejercía ya un efecto inquietante en la existencia tranquila y ordenada del conde. Todo aquello le hacía preguntarse cómo sería su vida cuando se casara con esa mujer.

Augusta, acurrucada en el sillón azul junto a la ventana de la biblioteca, miró ceñuda la novela que tenía sobre el regazo. Hacía cinco minutos que intentaba leer la página que tenía delante, y cada vez que llegaba a la mitad del primer párrafo, perdía la concentración y debía volver a comenzar.