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– Milord, no sé qué decir. -Augusta aferró el diario y miró a Graystone a los ojos.

A la luz titilante de la vela, el rostro de Graystone pareció más sombrío que nunca. No era un hombre apuesto, pero desde el momento en que se lo había presentado su tío, a comienzo de la temporada, se había sentido atraída por él. En aquellos distantes ojos grises había algo que la hacía desear acercarse, aunque tenía la certeza de que al conde no le agradaba. Comprendía que la atracción debía de deberse a la curiosidad femenina. Tenía la sensación de que en lo profundo de ese hombre había una puerta cerrada que le habría gustado abrir, aunque no sabía por qué.

En realidad no era su tipo. Más bien lo consideraba aburrido, pero también tenía algo misterioso e inquietante. El espeso cabello oscuro del conde estaba veteado de gris. Aunque tenía alrededor de treinta y cinco años, parecía contar cuarenta, no por rasgos de blandura, sino todo lo contrario. Trasuntaba cierta dureza que hablaba de experiencia y conocimiento. Comprendió que, como estudioso de los clásicos, traslucía una apariencia extraña, y eso constituía también parte del enigma.

Ataviado con ropa de descanso, la anchura de los hombros de Graystone, las líneas esbeltas y robustas del cuerpo no se debían a la destreza de ningún sastre. Tenía una contundente elegancia de animal de rapiña que provocaba curiosas sensaciones en la espalda de Augusta. Nunca había conocido a un hombre que le hiciera sentir lo que Graystone.

No comprendía por qué la atraía: tenían temperamentos y modales opuestos. De todas formas, estaba segura de que sus sensaciones caían en el vacío. El estremecimiento sensual, el temblor de excitación que vibraba dentro de Augusta cuando se le acercaba el conde, los sentimientos de ansiedad y anhelo que la embargaban cuando le hablaba, no encontraban resonancia alguna, ni la convicción íntima de la muchacha de que hubiera experimentado pérdidas, lo mismo que ella y de que necesitara amor y alegría para aligerar las espesas sombras que rodeaban sus ojos. Se sabía que Graystone buscaba novia, pero Augusta comprendía que no consideraría nunca a una mujer capaz de desequilibrar una vida tan perfectamente organizada. No, sin duda buscaba una mujer diferente.

Augusta había oído hablar del tipo de esposa que exigía el conde. Teniendo en cuenta que era un sujeto metódico, habría establecido pautas elevadas. Cualquier mujer que aspirara a figurar en su lista tendría que ser un paradigma de virtudes femeninas: de mente y temperamento serios, de modales y conducta dignos, y no haber sido rozada siquiera por comentarios maliciosos. En suma, la esposa de Graystone tendría que ser un ejemplo de decoro. «Precisamente una mujer que no se atreviera a fisgonear en el escritorio del anfitrión en plena noche.»

– Me imagino -murmuró el conde observando el pequeño cuaderno que sostenía Augusta- que cuanto menos se comente será mejor. Supongo que la dueña de ese diario será una amiga íntima.

Augusta suspiró; ya no tenía nada que perder. Era inútil clamar inocencia. Graystone sabía más de lo conveniente sobre su pequeña aventura nocturna.

– Sí, milord, así es. -Augusta alzó la barbilla-. Mi amiga cometió el estúpido error de transcribir en su diario asuntos del corazón, y cuando descubrió que el hombre en cuestión no correspondía esos sentimientos, lo lamentó.

– ¿Es Enfield ese hombre?

La boca de Augusta se apretó en un gesto amargo.

– La respuesta es evidente. El diario se hallaba en su escritorio, ¿verdad? Tal vez lord Enfield sea recibido en los salones más importantes gracias a su título y a sus heroicas acciones de guerra, pero en lo que respecta a las mujeres, es un sujeto despreciable. A mi amiga le robaron el diario al poco de decirle a Enfield que ya no lo amaba. Suponemos que sobornaron a una doncella.

– ¿Suponemos? -repitió Graystone en tono suave.

Augusta ignoró la velada pregunta. No estaba dispuesta a contárselo todo. En particular, no le revelaría cómo había conseguido acudir aquel fin de semana a la propiedad de Enfield.

– Enfield pensaba pedirla en matrimonio y estaba dispuesto a utilizar el contenido del diario para asegurarse de ser aceptado.

– ¿Por qué se molestaría Enfield en chantajear a su amiga para casarse? Actualmente es muy popular entre las damas. Al parecer están muy impresionadas por sus hazañas en Waterloo.

– Milord, mi amiga es heredera de una gran fortuna. -Augusta se encogió de hombros-. Se comenta que, al volver del continente, Enfield perdió considerables sumas de dinero en el juego, y que él y su madre decidieron la boda con una mujer rica.

– Entiendo. No sabía que los comentarios de las pérdidas de Enfield se hubieran extendido hasta tal punto entre el bello sexo. Él y su madre se han encargado de que no trascendiera. Prueba de ello es el presente encuentro.

Augusta esbozó una sonrisa significativa.

– Pues bien, ya sabe usted lo que sucede cuando un hombre busca novia, milord. Lo precede el rumor de sus intenciones y lo advierten las presas más inteligentes.

– Señorita Ballinger, ¿por casualidad apunta usted a mis propias intenciones?

Augusta sintió que le ardían las mejillas, pero no retrocedió ante la mirada fría y desaprobadora. A fin de cuentas, siempre descubría esa expresión reprobatoria cuando hablaba con él.

– Milord, ya que lo pregunta -dijo la joven con firmeza- le diré que es bien sabido que busca usted una mujer muy particular, y se comenta que procede con relación a una lista.

– Fascinante. ¿Y se sabe quién se incluye en la lista?

Augusta lo miró con expresión hostil.

– No. Sólo que es muy breve. Pero se comprende, teniendo en cuenta unas exigencias tan estrictas y rigurosas.

– Esto se pone cada vez más interesante. Señorita Ballinger, ¿cuáles serían mis exigencias?

Augusta deseó haber cerrado la boca. No obstante, la prudencia jamás había sido el fuerte de los Ballinger oriundos de Northumberland. Aceptó el desafío con temeridad.

– Se dice que, como la esposa de César, la suya debe estar por encima de cualquier sospecha en todos los aspectos, una mujer seria, de refinada sensibilidad, y un modelo de decoro. En síntesis, milord, usted busca la perfección. Le deseo buena suerte.

– Por el tono crítico, me da la impresión de que a usted no le parece fácil encontrar a una mujer realmente virtuosa.

– Eso depende de cómo defina la virtud -replicó en tono agrio-. Según he oído, la definición de usted es exageradamente estricta. Hay pocas mujeres que sean un dechado de virtudes. Es muy aburrido ser un ejemplo, ¿sabe usted? Si estuviese buscando una heredera, como Enfield, la lista sería mucho más larga. Y se sabe que las herederas no abundan.

– Desafortunadamente o por suerte, según se mire, no necesito una heredera. Por lo tanto, estoy en condiciones de tener en cuenta otros parámetros. De todos modos, señorita Ballinger, me asombra la cantidad de información que tiene de mis asuntos personales. Parece muy enterada. ¿Podría preguntarle cómo está al tanto de los detalles?

Claro que Augusta no pensaba hablarle de Pompeya, el club de damas que ella misma había contribuido a fundar, fuente inagotable de chismes e informaciones.

– Milord, en la ciudad nunca faltan fuentes de información.

– Es cierto. -Graystone entrecerró los ojos, pensativo-. En las calles de Londres, las murmuraciones son tan abundantes como el lodo, ¿no es así? Está usted en lo cierto al suponer que preferiría una esposa que llegara a mí sin haber sido salpicada por comentario alguno.

– Como he dicho, milord, le deseo buena suerte. -«Es deprimente escuchar de boca del propio Graystone la confirmación de los rumores acerca de esa infame lista», pensó Augusta-. Espero que no lamente haber fijado tan elevadas exigencias. -Apretó más aún el diario de Rosalind Morrissey-. Si me disculpa, quisiera regresar a mi dormitorio.

– Por favor.

Graystone inclinó la cabeza con aire de grave cortesía y se apartó para dejarla pasar.