– Según lo que me contaron, Ballinger era tan imprudente como el padre. -Harry dejó de pasearse y se paró junto a la ventana. Era medianoche y llovía. Pensó que tal vez en ese mismo momento Augusta estaría pagando su deuda de juego-. Es muy probable que se haya visto involucrado en algo grave sólo por sed de aventuras. Quizá no fuese consciente de lo que hacía.
– Los Ballinger de Northumberland fueron siempre aventureros, pero nunca se acusó a nadie de traición. Por el contrario, siempre defendieron con bravura el honor.
– Se encontraron unos documentos sobre el cadáver, ¿no es así?
– Eso dicen. -Sally se interrumpió-. Lo encontró Augusta después de oír el disparo en pleno campo. Richard murió en sus brazos.
– ¡Cielo santo!
– El funcionario local encargado de la investigación descubrió los documentos. Cuando comprendieron lo que habían hallado, sir Thomas ejerció toda su influencia para que se acallaran los hechos. Pero es evidente que no la tuvo suficiente para detener los rumores. No obstante, al cabo de dos años, mucha gente ha olvidado el asunto.
– ¡Ese hijo de perra!
– ¿Quién, Lovejoy? -Como de costumbre, Sally no tuvo dificultades para intuir los pensamientos de Harry-. Sí, creo que sí. Harry, en la alta sociedad hay muchos sujetos como él. Se aprovechan de jóvenes vulnerables, tú lo sabes. Sin embargo, Augusta se librará de este problema y, te repito, no me cabe duda de que habrá aprendido la lección.
– No lo creo -replicó Harry con un suspiro de resignación. Pero había tomado una decisión-. De acuerdo, dejaré que Augusta pague la deuda, recobre el pagaré y mantenga intacto su orgullo.
Sally levantó una ceja.
– ¿Y luego?
– Luego tendré una pequeña conversación con Lovejoy.
– Lo supuse. De paso, creo que podrías hacer algo por Augusta.
Harry la miró.
– ¿De qué se trata?
Sonriendo, Sally tomó un saquito de terciopelo de una mesa que estaba junto a su silla. Aflojó el cordón que lo cerraba y dejó caer el collar sobre su mano. Las gemas rojas brillaron en la palma de la anciana.
– Tal vez quieras recuperar el collar del empeño.
– ¿Todavía tienes el collar? Creí que lo habías enviado al joyero.
– Augusta no lo sabe, pero el dinero se lo presté yo. -Sally se encogió de hombros-. En esas circunstancias, era lo único que podía hacer.
– ¿Porque no soportabas que se desprendiese de la joya?
– No, porque esto no vale mil libras -dijo Sally sin rodeos-. Es falso.
– ¿Falso? ¿Estás segura? -Harry atravesó el cuarto y arrebató el collar de manos de Sally. Lo sostuvo a la luz y lo examinó con atención. Sally tenía razón. Si bien las piedras rojas tenían un brillo atrayente, no había fuego en su interior.
– Muy segura. Sé de joyas, Harry. No obstante, la pobre Augusta cree que estas gemas son reales y no quiero que sepa la verdad. Esto tiene un gran valor sentimental para ella.
– Lo sé. -Harry dejó caer otra vez el collar en el saquito y adoptó una expresión pensativa-. Supongo que el hermano empeñó el collar cuando compró ese puesto.
– No tiene por qué ser así. El trabajo de estas piedras es excelente y muy antiguo. Debe de haber sido confeccionado hace mucho. Sospecho que los rubíes verdaderos fueron vendidos por la familia en el pasado, quizá dos o tres generaciones atrás. Los Ballinger de Northumberland tienen una larga tradición de sobrevivir sólo gracias a su ingenio.
– Entiendo. -Harry apretó el talego en la mano-. De modo que ahora te debo mil libras en rubíes y diamantes falsos, ¿no es así?
– Así es. -Sally rió-. Oh, Harry, esto es magnífico. Nunca me había divertido tanto.
– Me alegra que alguien se divierta.
CAPÍTULO VI
Ataviada con un vestido verde esmeralda, guantes largos del mismo color y una pluma en el cabello, Augusta permanecía inmóvil en el vestíbulo del teatro. Miraba fijamente a Lovejoy, a quien acababa de localizar, y no podía creer lo que le decía.
– ¿Que no le satisfaga la deuda? ¡No hablará en serio! Empeñé el collar de mi madre al efecto. Era todo lo que me quedaba de ella.
Lovejoy esbozó una sonrisa helada.
– Mi querida Augusta, no he dicho que no lo haga. Estoy de acuerdo con usted. En última instancia, es una deuda de honor, pero no puedo aceptar su dinero. Dadas las circunstancias, no sería correcto. ¡Nada menos que el collar de su madre! ¡Por Dios, no podría hacerlo, la conciencia no me dejaría en paz!
Confundida, Augusta agitó la cabeza. Había ido al Pompeya a recoger el dinero que había conseguido Scruggs esa misma tarde y luego se apresuró a acudir al teatro para arreglar el pago de la deuda con Lovejoy. ¡Y ahora lo rechazaba…!
– No lo entiendo -susurró, procurando que no la oyera ninguno de los que colmaban el vestíbulo.
– Es muy simple. Después de haberlo pensado, creo que no puedo aceptar sus mil libras, mi querida señorita Ballinger.
Augusta lo miró perpleja.
– Es muy bondadoso de su parte, señor, pero insisto -añadió Augusta.
– En ese caso, podríamos arreglar el asunto en un sitio más íntimo. -Lovejoy lanzó alrededor una mirada significativa-. Éstos no son el momento ni el lugar adecuados.
– Pues traigo el dinero conmigo.
– Acabo de decirle que no puedo aceptarlo.
– Señor, le exijo que me permita saldar mi deuda. -Augusta comenzaba a sentirse frustrada y desesperada-. Tiene que devolverme el pagaré por mil libras.
– Desea desesperadamente ese documento, ¿verdad?
– Por supuesto. Esto es muy irregular.
Los ojos de Lovejoy brillaron con divertida malicia mientras aparentaba pensar en la exigencia.
– De acuerdo, creo que podremos arreglarlo. Si se toma la molestia de visitarme dentro de dos noches, alrededor de las once, le devolveré su documento. Señorita Ballinger, venga sola y nos ocuparemos de la deuda.
Al comprender la provocación del sujeto, Augusta sintió un frío que la recorría de pies a cabeza. Se humedeció los labios resecos e intentó mantener la voz serena.
– No puedo acudir a verlo sola a las once de la noche, lo sabe usted, milord.
– Señorita Ballinger, no se preocupe por esa pequeñez. Le aseguro que nadie se enterará de su visita y menos que nadie, su prometido.
– No puede obligarme a hacerlo -murmuró.
– Vamos, señorita Ballinger. ¿Dónde están ese espíritu aventurero y esa temeridad que, según todo el mundo, son rasgos de su familia? No me dirá que la asusta una pequeña cita a medianoche en casa de un amigo.
– Sea razonable, milord.
– Oh, lo seré, querida mía, lo seré. La espero a las once, dentro de dos noches. Si me decepciona, me veré obligado a difundir la noticia de que la última de los Ballinger de Northumberland no paga sus deudas de juego. Imagínese qué humillación. Piense que podría evitarla con una breve visita.
Lovejoy dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Augusta lo contempló sintiendo que se le revolvía el estómago.
– Ah, Augusta, estás aquí -dijo Claudia acercándose a su prima-. ¿Vamos al palco de los Haywood? Nos esperan y va a empezar la obra.
– Sí, sí, claro.
Como de costumbre, Edmund Kean estuvo magnífico en el escenario, pero Augusta no entendió una sola palabra de la obra, ocupada en especular sobre este nuevo giro del desastre que se abatía sobre ella. De cualquier manera que considerara la situación, no había forma de escapar al hecho de que aquel odioso sujeto estuviera en posesión del ominoso papel que decía que le debía mil libras, y que no estaba dispuesto a devolvérselo salvo que ella se comprometiera.
Pero si Augusta era imprudente, no era ingenua. No creía que Lovejoy considerara la visita una cita social. Era obvio que el individuo le pediría algo más que una breve conversación. Estaba claro que no era un caballero. No quería imaginar lo que haría ese hombre con el pagaré en caso de que no concurriera dos noches después. Augusta había observado el brillo helado de sus ojos. Tarde o temprano, utilizaría el documento contra ella. «Quizá vaya a mostrárselo a Graystone», pensó la joven cerrando los ojos y estremeciéndose.