– ¿Adónde, buen hombre? -La voz de Scruggs parecía otra desde el interior. Ya no se percibía el matiz ronco.
– No importa -replicó Harry-. Alrededor de algún parque o hacia las afueras de la ciudad, es lo mismo. Limítate a no llamar la atención. Tengo que hablar con la señorita Ballinger y no se me ocurre lugar mejor donde gocemos de la intimidad y la comodidad para hacerlo que dentro del coche.
Scruggs se aclaró la voz. Cuando volvió a hablar, la voz seguía pareciendo diferente, vagamente familiar.
– Eh, Graystone, ¿no te parece absurdo viajar sin rumbo en plena noche? En este momento no estás precisamente de buen ánimo.
– Scruggs, cuando necesite tu consejo te lo pediré. -La voz de Harry tenía el filo de un cuchillo-. ¿Está claro?
– Sí, milord -respondió Scruggs en tono cortante.
– Muy bien. -Harry se metió en el coche y cerró de un portazo. Estiró el brazo y cerró las cortinillas cubriendo los cristales de las ventanas.
– No había necesidad de gritarle -dijo Augusta con tono de reproche mientras Harry se dejaba caer en el asiento frente a ella-. Es un anciano y el reumatismo lo hace sufrir mucho.
– No me importa el reumatismo de Scruggs. -Harry habló con voz demasiado suave-. En este momento, eres tú quien me preocupa, Augusta. ¿Qué demonios hacías esta noche en el estudio de Lovejoy?
Augusta comprendió que estaba furioso. Por primera vez deseó estar a salvo en su dormitorio.
– Me pareció que estabas enterado de que perdí un pagaré jugando con ese hombre. ¿Te lo dijo Sally?
– Tienes que perdonar a Sally, estaba muy preocupada.
– Sí, yo traté de pagar la deuda, pero Lovejoy se negó a aceptar el dinero. Debo decir que no es un caballero. Tuve la impresión de que pensaba utilizar mi firma para humillarme o quizá contra ti. Me pareció conveniente recuperarla.
– ¡Maldición, Augusta, en primer lugar no tendrías que haber jugado con Lovejoy!
– Bueno, ahora que lo pienso, comprendo que fue una equivocación. De hecho, estaba ganando, pero me distrajo otro asunto. Sacó a colación a mi hermano y, de pronto, comprendí que había perdido una suma importante.
– Augusta, una dama con idea del comportamiento apropiado jamás se habría visto envuelta en semejante situación.
– Sin duda estás en lo cierto. Sin embargo, ya te advertí que no era la clase de mujer con que te casarías, ¿verdad?
– Eso no tiene que ver -replicó Harry entre dientes-, porque nos casaremos igualmente; Augusta, déjame decirte aquí y ahora que no toleraré otro incidente como éste. ¿He sido claro?
– Muy claro, pero debo señalar que en este caso estaban en juego mi honor y mi orgullo. Tenía que hacer algo.
– Tendrías que haber recurrido a mí.
Augusta entrecerró los ojos.
– No te ofendas, pero no creo que fuese buena idea. ¿De qué habría servido? Me habrías sermoneado y armado una escena tan desagradable como ahora.
– Me habría ocupado del asunto -dijo Harry con expresión lúgubre-. Y no habrías arriesgado tu integridad y tu reputación como ha sucedido esta noche.
– Milord, creo que esta noche se han expuesto la integridad y la reputación de los dos -Augusta esbozó una sonrisa dirigida a aplacarlo-, y debo añadir que has estado imponente. Me alegro de que aparecieras en ese momento. Si no hubieses descubierto el pagaré en el globo, yo nunca lo habría hallado. Por fortuna todo salió bien y tendríamos que sentirnos agradecidos.
– ¿De verdad crees que voy a dejar las cosas como están?
Augusta se irguió, orgullosa.
– Por supuesto, comprendo que consideres mis acciones más allá de lo tolerable. Si ya no soportas la idea de casarte conmigo, sigue en pie mi ofrecimiento de rechazar el compromiso. Estoy dispuesta a renunciar y dejarte en libertad.
– ¿Dejarme en libertad, Augusta? -Harry la cogió de la muñeca-. Ya no es posible. He llegado a la conclusión de que nunca me libraré de ti. Me has hechizado para toda la vida y ya que será mi destino, me gustaría gozar de cualquier consuelo posible en compensación a lo que tendré que soportar.
Antes de que Augusta tuviera tiempo de comprender lo que se proponía, Harry la había hecho cubrir la breve distancia que los separaba. Se encontró tendida sobre los fuertes muslos del hombre y se aferró a los hombros del conde mientras la boca de éste se posaba sobre la de ella.
CAPITULO VII
– ¡Harry!
La exclamación de Augusta quedó ahogada bajo la presión salvaje y excitante de la boca de Harry. En un solo instante se apoderó de sus sentidos. La perplejidad de la muchacha se fundió en un estremecimiento de anhelo tal como había ocurrido la primera vez en el suelo de la biblioteca.
Con ademán lento, Augusta rodeó el cuello de Harry con los brazos mientras se recuperaba de la impresión inicial. El conde exigió y la boca de Augusta se entreabrió obediente. En cuanto lo hizo, la lengua del hombre invadió su boca reclamando su tibieza y Augusta se estremeció.
El cuerpo de la muchacha reaccionaba con tal estímulo que no pudo conservar la lucidez. Era consciente del balanceo y las sacudidas del vehículo, del traqueteo de las ruedas y del choque de los cascos de los caballos sobre el pavimento. No obstante, dentro del coche, en brazos de Harry, se sentía en otro mundo. Un mundo al que en secreto anhelaba regresar desde la primera vez que la había abrazado. Las horas que había pasado reviviendo esa intimidad en la imaginación palidecían ahora en comparación con la realidad. Dentro de ella brotó una sensación de euforia al comprender que volvía a experimentar la maravilla de los besos de Harry.
Era evidente que el conde había olvidado el desagradable asunto de la deuda con Lovejoy, pensó Augusta, dichosa. Si todavía estuviese enfadado con ella, no la besaría de este modo. Se abrazó a él hundiendo los dedos en la tela gruesa del abrigo negro.
– ¡Por Dios, Augusta! -Harry alzó la cabeza. Los ojos le resplandecían en la oscuridad-. Estás volviéndome loco. Te habría azotado con gusto hace un momento y ahora estás haciéndome desear llevarte a la primera cama que hubiera.
La joven le acarició el rostro y sonrió anhelante.
– Harry, bésame otra vez, por favor. Me encanta que me beses.
Ahogando un juramento, la boca de Harry volvió a posarse sobre la de Augusta. La muchacha sintió que deslizaba la mano por el hombro oprimiéndola con suavidad y se paralizó al percibir los dedos del conde que le tocaban el pecho a través de la camisa. Pero no se apartó.
– ¿Te gusta, mi turbulenta chiquilla? -La voz de Harry era ronca mientras le desabrochaba la camisa.
– Sí -susurró-. Querría que me besases y no dejases de hacerlo. Te juro que es la experiencia más fascinante.
– Me alegro que te lo parezca.
A continuación, la mano del hombre se deslizó entre la camisa abierta y ahuecó la mano sobre el pecho desnudo. Augusta cerró los ojos y contuvo la respiración al tiempo que el pulgar de Harry trazaba círculos alrededor del pezón.
– ¡Dios mío! -susurró Harry en voz densa-. Es la más dulce de las frutas.
Inclinó la cabeza para tomar con la boca el capullo rosado y Augusta gimió.
– Tranquila, mi amor -murmuró, llevando su mano hacia el cierre de los pantalones de Augusta.
En una nebulosa, Augusta comprendió que iban dentro de un coche por una calle de Londres, que Scruggs conducía en el pescante ignorante, por suerte, de lo que ocurría en el interior, y que debía guardar silencio, pero no podía contener las exclamaciones de sorpresa. Las caricias de Harry hacían que su cuerpo vibrara de placer. La recorría una ansiedad insoportable creando en ella una tensión demasiado nueva y extraña para experimentarla en silencio. Al sentir los dedos de Harry dentro de los pantalones que buscaban los tibios secretos entre sus muslos, contuvo el aliento y exclamó en tono quedo:
– ¡Oh, Harry!
Harry respondió con un gemido que era mitad risa y mitad maldición.
– Silencio, corazón. Calma, mi amor.
– Pero no puedo quedarme callada cuando me acaricias así, Harry, es una sensación muy extraña. Te juro que nunca he sentido nada parecido.