– ¡Maldición, mujer! No sabes hasta qué punto me provocas, ¿verdad?
Harry se movió y cambió rápidamente de posición. Se quitó el abrigo y lo extendió sobre los almohadones verdes. A continuación, acomodó a Augusta sobre aquél. La muchacha había levantado las rodillas buscando espacio. Cuando abrió los ojos, Harry estaba en cuclillas a su lado. Con febril impaciencia, se inclinó para abrirle la camisa y desnudarle los pechos.
Augusta comenzaba a acostumbrarse al contacto de la mano de Harry sobre la parte superior del cuerpo cuando notó que el conde se quitaba los zapatos y le bajaba a ella los pantalones.
– ¿Qué estás haciendo?
Se removió inquieta sobre los almohadones perdida en la neblina de despertar sensual que la envolvía.
La mano cálida de Harry se apoyó con audaz intimidad sobre su tibieza y la joven tembló.
– Dime otra vez que me deseas -murmuró con la boca sobre el pecho de Augusta.
– Te deseo. Nunca en mi vida he deseado algo con tal intensidad.
Se arqueó contra la mano del hombre y lo oyó gemir. Una vez más, toda intención de protestar se esfumó dejando lugar a un creciente anhelo. Volvió a lanzar una exclamación y la boca de Harry cubrió la suya silenciándola con suavidad.
Al percibir que Harry cambiaba otra vez de posición, Augusta tembló. Ahora se situaba de rodillas entre las piernas abiertas de la muchacha. Advirtió que manipulaba torpe y rápidamente sus propios pantalones.
– Harry…
– Silencio, mi amor. Calla.
Al sentir que el peso de Harry la aplastaba contra los almohadones, Augusta jadeó. Se había colocado entre sus muslos antes de que ella comprendiera lo que intentaba hacer. Los dedos del hombre se deslizaron entre los cuerpos de ambos acariciándola y abriéndola.
– Sí, mi amor, eso es. Sí. Ábrete a mí. Así. Dios, eres tan suave… y estás húmeda y dispuesta a mí. Déjame sentirte, querida.
Los roncos y apremiantes susurros la anegaron. Sintió que algo duro e irrefrenable penetraba en ella con lentitud pero con firmeza.
Por un instante, la atenazó el pánico. Confusa, pensó que debía detenerlo. Sin duda, Harry lo lamentaría por la mañana, quizá le echara la culpa a ella como lo había hecho la última vez.
– Harry, no deberíamos hacer esto. Pensarás que soy una indecente.
– No, mi amor. Creo que eres dulce y suave.
– Dirás que te alentaba yo -sintió que Harry presionaba con más fuerza y jadeó-, y que nos comprometimos en ello.
– Las promesas ya existen. Me perteneces, Augusta. Estamos comprometidos. No tienes que temer que te entregues al hombre que será tu esposo.
– ¿Estás seguro?
– Por completo. Rodéame con los brazos, mi amor -murmuró Harry con sus labios sobre los de Augusta-. Abrázame. Recíbeme dentro de ti. Demuéstrame que de verdad me deseas.
– ¡Oh, Harry, te deseo! Y si estás seguro de que me quieres, si no piensas que mi virtud…
– Te quiero, Augusta. Dios sabe que te quiero tanto que no sobreviviría hasta mañana si no te poseyera ahora mismo. Nada me parece más correcto.
– ¡Oh, Harry!
«Me quiere», pensó Augusta, aturdida por esa revelación. La necesitaba desesperadamente. Y anhelaba rendirse a él, ansiaba descubrir cómo se sentiría poseída por Harry.
Apretó los brazos alrededor del cuello del conde y se dejó llevar por la fuerza del hombre.
– ¡Sí, Augusta, sí!
La boca se apretó sobre la de Augusta y la oprimió bajo su cuerpo. Augusta, lanzada al límite de una ardiente sensualidad, sintió como si la hubiesen arrojado a un estanque de agua helada. La íntima invasión rugió en su interior. «Esto no es lo que yo esperaba.» Jadeó y gritó, sorprendida y horrorizada. Con todo, la protesta no fue más que un débil chillido, pues la boca de Harry se apretaba salvaje sobre la suya. Absorbió la exclamación serenándola con el beso. Ninguno de los dos se movió.
Harry alzó la cabeza. La luz suave del coche iluminó la transpiración de su frente y la mandíbula apretada.
– Harry…
– Tranquila, mi amor, tranquila. En seguida estarás bien. Mi amor, perdóname por apresurar las cosas. -Derramó besos cálidos y apremiantes sobre las mejillas y el cuello de la muchacha y la apretó con las manos-. Me emborrachaste de deseo; como cualquier borracho, me he precipitado torpemente y tendría que haber sido más delicado y diestro.
Augusta no respondió. Estaba concentrada en habituarse a la extraña sensación de sentir a Harry dentro de ella. Por un instante infinito, Harry permaneció inmóvil sobre Augusta y ella percibió la rígida tensión con que se controlaba.
– Augusta.
– Dime, Harry.
– ¿Estás bien, mi amor? -preguntó entre dientes. Parecía estar apelando a toda la fuerza de su voluntad para contenerse.
– Creo que sí -dijo Augusta con el entrecejo fruncido, mientras su cuerpo se acostumbraba a esa extraña sensación que no se parecía a ninguna otra que hubiese experimentado.
En ese momento, el carruaje se sacudió con un bache y el inesperado movimiento hizo que Harry penetrara más adentro. Él gimió y Augusta jadeó.
Harry musitó algo y apoyó su frente sobre la de ella.
– Será mejor, Augusta, te lo aseguro. Eres tan dulce, tan ardiente… Mírame, cariño. -Le rodeó el rostro con las manos-. ¡Maldición, Augusta, abre los ojos y mírame! Dime que todavía me quieres. Lo último que querría sería herirte.
Obediente, la joven alzó las pestañas para contemplar el rostro rígido. Comprendió que, aunque él se esforzaba por controlarse, se reprochaba por haberla incomodado. Sonrió con dulzura conmovida por esa tierna consideración. «No es extraño que lo ame», pensó entonces.
– No te aflijas, Harry. Te aseguro que no es tan terrible. No creo que me hayas hecho daño. Como comprobamos en la biblioteca de Lovejoy, no todas las aventuras resultan fáciles.
– ¡Por Dios, Augusta! ¿Qué voy a hacer contigo? -Harry hundió el rostro en el hueco del cuello de la muchacha y comenzó a moverse dentro de ella.
Al principio, esta nueva sensación no le agradó demasiado pero pronto comenzó a cambiar de opinión… empezaba a parecerle agradable cuando, de pronto, todo terminó.
– ¡Augusta! -Harry lanzó una última acometida, arqueó la espalda y se contrajo.
Augusta quedó fascinada por la tensa fuerza y la expresión de feroz energía masculina que expresaba el semblante. Lo vio apretar los dientes para contener un grito ronco; luego, gimió y se desplomó sobre ella.
Por unos instantes, los únicos movimientos fueron las sacudidas del coche y los sonidos distantes de la calle. Augusta acarició la espalda de Harry y oyó que aspiraba el aire a grandes bocanadas. Le gustó sentir el calor y el peso del cuerpo del hombre aunque la aplastara contra los almohadones. Le agradó también su aroma. Tenía una cualidad hondamente masculina.
Sobre todo, le gustaba la extraña intimidad de la situación. Comprendió que ahora se sentía parte de Harry Era como si cada uno hubiese dado algo de sí al otro y se hubieran unido por medio de lazos indefinidos que no tuvieran que ver con las formalidades o con el compromiso. Le costó identificar aquel sentimiento: era una dichosa sensación de pertenencia. Harry y ella estaban juntos como si esa noche hubiesen construido las bases de una nueva familia, una familia a la que pertenecería enteramente.
– Es inaudito -murmuró Harry.
– Harry -susurró Augusta, pensativa-, ¿haremos esto con frecuencia durante nuestro compromiso? Si es así, convendría tener otro cochero. -Rió con suavidad-. Scruggs no puede conducir cada noche con semejante reumatismo.
Harry quedó mudo. Levantó la cabeza con una expresión perpleja en la mirada. Cuando habló, en su voz ya no quedaba el menor rastro de calidez ni apremio.
– ¡Cuatro meses! ¡Maldición! Es imposible.
– ¿Qué sucede?
El conde se levantó y se pasó los dedos por el cabello revuelto.