– Lovejoy, creo que se equivoca: mi prometida no le debe nada. Y por cierto, no le debe mil libras.
– No esté tan seguro. -Lovejoy se levantó con expresión satisfecha-. ¿Quiere ver el documento firmado por la señorita Ballinger?
– Si me lo muestra usted, saldaré la deuda en este mismo momento. Pero dudo que pueda mostrármelo.
– Un momento.
Interesado, Harry observó cómo Lovejoy cruzaba la habitación hasta el globo y sacaba una llave del bolsillo. La insertó en la cerradura oculta y la mitad superior del globo se abrió como había sucedido la noche anterior.
Se produjo un tenso silencio al tiempo que Lovejoy examinaba la mitad inferior del globo. Al cabo, se volvió lentamente hacia Harry con el rostro vacío de expresión.
– Al parecer, estaba equivocado -dijo con suavidad-. No tengo el pagaré de su dama.
– No creí que lo tuviese. Nos hemos entendido, ¿no es así, Lovejoy? Vuelvo a desearle buenos días. De paso, podría felicitarme: me caso mañana.
– ¿Tan pronto? -Lovejoy fue incapaz de ocultar por completo la sorpresa-. Me asombra usted. No imaginé que tuviese tanta prisa. Desde cualquier punto de vista, quienquiera que se case con la señorita Augusta Ballinger debe prepararse a la aventura.
– Por cierto, constituirá un cambio interesante en mi vida. Dicen que ya he pasado demasiado tiempo sepultado entre libros. Quizá sea el momento de experimentar alguna aventura.
Sin esperar respuesta, Harry abrió la puerta y salió de la biblioteca. Tras él oyó el ruido de la tapa del globo al caer, con tanto estrépito que resonó en el vestíbulo.
«Es curioso que Lovejoy haya elegido a Augusta como blanco de sus odiosos jueguecitos», pensó Harry saliendo de la casa. Había llegado el momento de investigar el pasado de aquel sujeto. Le encargaría la tarea a Peter Sheldrake, cosa que le resultaría más provechosa que actuar como mayordomo Scruggs.
CAPÍTULO VIII
Claudia entró en el dormitorio de Augusta y mantuvo la calma en medio del torbellino que se desarrollaba allí. Miró a su prima con suave reproche a través de un mar de vestidos, zapatos, sombrereras, baúles y plumas.
– No veo necesidad de recoger y salir corriendo, Augusta. No tiene sentido casarse tan precipitadamente cuando no se había fijado la boda hasta dentro de cuatro meses. No me parece correcto apresurar tanto las cosas. Graystone debería comprenderlo.
– Si tienes alguna duda te sugiero que te dirijas a él. Es idea suya. -Augusta, atareada en la dirección de aquella vorágine de actividad, miró ceñuda a la doncella desde la posición de mando del guardarropa-. No, no, Betsy, las enaguas van en aquél. ¿Ya se han guardado los libros?
– Sí, señorita. Los guardé yo misma esta mañana.
– Bien. No quisiera encontrarme confinada en Dorset con el contenido de la biblioteca de mi futuro esposo, donde debe de haber muchos volúmenes de historia griega y romana, pero ni una sola novela.
Betsy levantó una montaña de seda y satén de un baúl y la arrojó en otro.
– Señorita, no sé para qué va a necesitar estas cosas en el campo.
– Es conveniente ir preparada. No te olvides de añadir sandalias y guantes a juego con cada vestido.
– No, señorita.
Claudia fue rodeando la marea de baúles y sombrereras y se abrió camino alrededor de la cama, cubierta de enaguas, medias y ropa interior.
– Augusta, quisiera hablar contigo.
– Habla. -Augusta se volvió y gritó hacia la puerta abierta de la recámara-. Nan, por favor, ¿puedes venir a echar una mano a Betsy?
Una criada asomó la cabeza:
– Señorita, ¿quiere que la ayude a recoger?
– Sí, por favor. Hay mucho que hacer y tenemos poco tiempo. Partiremos mañana por la mañana en cuanto finalice la ceremonia.
– Oh, señorita. No queda mucho tiempo, ¿verdad? -Nan entró y comenzó a recibir indicaciones de la extenuada Betsy.
– Augusta -dijo Claudia con firmeza-, no podemos conversar en medio de este lío. Vamos a tomar una taza de té abajo, en la biblioteca.
Augusta enderezó su cofia de muselina fruncida y contempló la habitación. Quedaba mucho que hacer y Harry no querría retrasarse pero, por otra parte, ansiaba una taza de té fuerte.
– De acuerdo, Claudia. Creo que ya está todo bajo control. Bajemos.
Al cabo, Augusta se hundía en un sillón y apoyaba los pies en un taburete, con un gran sorbo de té. Suspirando, dejó la taza y el platillo.
– Tenías razón, Claudia. Era una buena idea. Necesitaba un breve descanso. Tengo la sensación de haber estado trajinando desde el amanecer. Te juro que acabaré agotada antes de partir a Dorset.
Claudia observó a su prima por encima de la taza.
– Me gustaría que me explicaras por qué tanta prisa. No puedo dejar de pensar que debe de haber algo que no esté del todo claro.
– Pregúntaselo a Graystone. -Cansada, Augusta se masajeó las sienes-. Creo que está un tanto desquiciado y no augura nada bueno al futuro de una esposa, ¿no crees? ¿Será un rasgo de familia?
– No es posible. -Claudia pareció realmente alarmada-. ¿Supones que ha enloquecido?
Augusta gimió. El sentido del humor de Claudia era bastante limitado… tanto como el de Graystone, ahora que lo pensaba.
– Cielos, no, es un sarcasmo. Claudia, yo misma no comprendo la necesidad de tanta prisa. Habría preferido pasar los próximos cuatro meses relacionándome con Graystone para que llegáramos a conocernos bien.
– Eso es.
Augusta hizo un lento gesto de asentimiento.
– Se ha expuesto a un rudo golpe casándose conmigo. Y después de la boda ya no podrá librarse de mí.
– No creo que Graystone sea de los que se precipiten. ¿Por qué de pronto se siente urgido a una ceremonia apresurada?
Augusta se aclaró la voz y examinó la punta de sus chinelas.
– Como de costumbre, supongo que es culpa mía, si bien el conde lo niega por galantería.
– Augusta, ¿a qué te refieres?
– ¿Recuerdas que hablamos de los problemas que podían surgir cuando se le permitía a un hombre ciertas intimidades inocentes?
Claudia frunció las cejas y se sonrojó.
– Recuerdo la conversación.
– Bueno, Claudia, en síntesis, la otra noche, debido a circunstancias inesperadas, me encontré dentro de un carruaje con Graystone. Baste decir que, en esa ocasión, le permití algo más que ciertas pequeñas intimidades. Mucho más.
Claudia palideció y luego se ruborizó.
– ¿Acaso…? Augusta, no puedo creerlo, me niego a creerlo.
– Pues así fue. -Augusta soltó un suspiro-. Te aseguro que, si volviese a presentarse la ocasión, lo pensaría mejor. De todos modos, no fue tan maravilloso, aunque el comienzo me agradó. Sin embargo, Graystone me asegura que, con el tiempo, será más placentero y tengo que confiar en que sepa de qué habla.
– Augusta, ¿estás diciéndome que te hizo el amor dentro del coche? -la voz de Claudia sonaba desmayada por la impresión.
– Sé que te parecerá desagradable y reprensible, pero en aquel momento no me lo pareció. Tendrías que haber estado allí para comprenderlo.
– ¿Te sedujo Graystone? -preguntó Claudia con voz más severa.
Augusta frunció el entrecejo.
– No podría afirmarlo. Según recuerdo el conde comenzó por endilgarme un severo sermón. Estaba muy enfadado conmigo. Se podría decir que estaba visceralmente furioso. Y aquella pasión cedió paso a la otra, ¿entiendes?
– ¡Buen Dios! ¿Te atacó?
– ¡No, Claudia! Acabo de explicarte que me hizo el amor: es distinto. -Augusta se interrumpió para beber un sorbo de té-. Sin embargo, después, yo misma me pregunté cuál era la diferencia. Te confieso que estuve un tanto tensa e incómoda. Pero esta mañana, después de un buen baño, me he sentido mucho mejor. Con todo, creo que esta mañana no iré a cabalgar.
– Esto es inaudito.
– Soy consciente de ello. Supongo que debería de extraer alguna moraleja de todo esto. Sin duda, la tía Prudence lo habría sintetizado a la perfección: «No te metas en un coche con un caballero, pues te expones a tener que casarte enseguida».