– Actúa según tu propio juicio, pero no la fatigues. Le quedan pocas fuerzas.
– Lo comprendo, pero es el tipo de mujer que preferiría vivir cada momento antes que quedarse en cama para conservar las fuerzas.
Mirando por la ventana hacia el jardín, Harry asintió.
– Creo que tienes razón. Muy bien, pregúntale a Sally si le gustaría revivir los buenos tiempos. -Lanzó al amigo una mirada suspicaz-. Desde luego, espero que seáis los dos extremadamente discretos.
Peter adoptó una expresión de inocencia ofendida.
– Sabes que la discreción es una de mis contadas virtudes. -Luego rió con aire malicioso-. A diferencia de cierto caballero que podría mencionar, quien debido a un acto sumamente indiscreto en coche cerrado, se ve hoy en la necesidad de solicitar a una señorita en matrimonio.
El ceño de Harry fue una advertencia.
– Sheldrake, una sola palabra a alguien sobre lo ocurrido anoche y te verás obligado a componer tu propio epitafio.
– No temas, seré mudo como una tumba. ¡Pero deberías haber visto tu expresión cuando te apeaste del carruaje con la señorita Balinger! Fue memorable, te lo aseguro.
Harry ahogó una blasfemia. Cada vez que recordaba la noche pasada -y era casi lo único en que pensaba- se sentía perplejo. Todavía no daba crédito a su deplorable comportamiento. Nunca había estado a merced de su naturaleza física de aquella manera. Y lo peor era que no lamentaba lo sucedido.
Ahora disfrutaba de la idea de que Augusta le pertenecía como no había pertenecido a hombre alguno. Es más: el hecho le había proporcionado una excusa para celebrar la boda cuanto antes.
Lamentaba profundamente que su propia falta de contención hubiera impedido a Augusta que disfrutara plenamente de la experiencia. «Pero pronto remediaré la mala impresión que le he causado», se dijo, confiado. Nunca había estado con una mujer que respondiera de ese modo, pues lo había deseado verdaderamente. Se había entregado con una dulce y ansiosa inocencia que recordaría toda su vida. «Y no como Catherine, esa perra engañosa.»
Peter se volvió otra vez hacia la ventana.
– Graystone, he estado pensando qué pasaría si me encontrase con Ángel a solas en un coche cerrado.
– Eso depende del grado de interés que demostrases por el libro que está escribiendo -murmuró Harry.
– Créeme que no he hecho otra cosa que hablarle de la Guía de conocimientos útiles para las jóvenes cada vez que la he visto desde que me lo sugeriste. ¡Maldición, Harry!, ¿por qué me he enamorado de una Ballinger de Hampshire?
– Me alegra que hayas elegido a Ángel. La de Northumberland no está disponible. Si descubres algo interesante acerca de Lovejoy, mándame información a Dorset.
– Por supuesto -acordó Peter-. Y ahora, debo irme. Scruggs tiene que presentarse a la puerta principal del Pompeya dentro de una hora y ha de caracterizarse con ese condenado disfraz de patillas falsas.
Harry esperó a que se marchara Peter y luego abrió Observaciones acerca de la «Historia de Roma» de Livy, tratando de leer algunas páginas para ver cómo quedaba su obra impresa, pero no llegó demasiado lejos. Sólo podía pensar que estaba cerca el momento en que le haría el amor a su esposa en una cama.
Al cabo de un rato, Harry comprendió que no tenía ánimo para leer un ensayo sobre la historia de Roma, aunque fuese escrita por él mismo. Cerró el libro y se acercó a la estantería a buscar un volumen de Ovidio.
– Claudia, la cuestión es -dijo Augusta mientras subía con su prima las escaleras de casa de lady Arbuthnotque Pompeya comenzó como un salón. Y de pronto, un día se me ocurrió que sería mucho más divertido que lo convirtiéramos en un club al modo del de la calle Saint James. Tal vez te parezca un tanto… insólito.
– Estoy dispuesta a conocer el Pompeya. Te aseguro que no te avergonzaré -murmuró Claudia con sequedad.
– Sí, lo sé, pero en ocasiones tienes un sentido demasiado estricto del decoro y tal vez te molesten algunas cosas.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, el mayordomo -murmuró Augusta al tiempo que Scruggs les abría la puerta.
– Bien, bien, señorita Ballinger -refunfuñó Scruggs al ver a Augusta en el umbral-. Me sorprende verla hoy aquí. He oído decir que se casa usted con lo que podría considerarse una prisa indecente.
– Bueno, hombre, eso no es asunto suyo -afirmó Claudia en tono adusto.
Cuando al fin reconoció a Claudia junto a su prima, Scruggs abrió la boca, atónito. Los brillantes ojos azules se abrieron de asombro y luego se entrecerraron, pero se recobró.
– Buen Dios. ¡No es posible que la mismísima Ángel haya venido a visitar el Pompeya! Señorita Ballinger, ¿conque dando un paseo por las regiones inferiores? Dígame, por favor, ¿adónde irá a parar el mundo?
Se hizo un tenso silencio mientras Claudia lanzaba a Scruggs una mirada desaprobatoria. Luego se volvió a Augusta con aire de imperioso desdén.
– ¿Quién es este extraño personaje?
– Es Scruggs -explicó Augusta ocultando una sonrisa complacida-. No le prestes atención. Lady Arbuthnot lo retiene para añadir un toque exótico a la atmósfera del lugar. Le agradan las excentricidades.
– Es evidente. -Claudia miró a Scruggs de arriba abajo con parsimonia y luego pasó junto a él hacia el vestíbulo-. Estoy impaciente por ver qué otras rarezas puede haber por aquí. Vamos, Augusta.
Augusta se tragó la risa.
– Scruggs, la señorita Ballinger es una nueva integrante del Pompeya. Se ha ofrecido con toda gentileza a visitar a lady Arbuthnot mientras yo esté fuera de la ciudad y a mantenerme informada sobre la salud de la señora.
– ¡Y yo que pensaba que sería todo más aburrido sin su presencia, señorita Augusta! -Los ojos de Scruggs no se apartaban de Claudia, que permanecía de pie con aire regio junto a la entrada de la sala.
Mientras se quitaba el moderno sombrero con motivos de flores, Augusta sonrió.
– Sí, no cabe duda que las cosas seguirán siendo divertidas. Sentiré no estar aquí para verlo.
Scruggs mostró una sonrisa beatífica, abrió la puerta del Pompeya y Augusta y Claudia entraron en el salón de Sally.
Augusta percibió la mirada de su prima que observaba atentamente el salón mientras ella la guiaba hacia Sally, que estaba cerca del fuego.
– Qué extraordinario -exclamó Claudia en voz queda, contemplando los retratos de las mujeres famosas.
Sally cerró el libro que tenía sobre el regazo, se acomodó el chal indio y miró expectante a las dos jóvenes mientras se acercaban.
– Buenas tardes, Augusta. ¿Nos has traído a una nueva integrante?
– Mi prima Claudia. -Augusta hizo una rápida presentación-. Me reemplazará a lo largo de las próximas semanas, Sally.
– Señorita Ballinger, esperaré ansiosa sus visitas. -Sally sonrió a Claudia-. Claro que echaremos de menos a la señorita Augusta, pues nos depara mucha animación.
– Lo sé -respondió Claudia.
– Siéntese. -Sally hizo un gracioso ademán hacia las sillas más próximas.
Augusta echó una mirada al libro que leía Sally.
– Ah, tienes un ejemplar del Kublai Kan de Coleridge. Quería leerlo yo también. ¿Qué opinas de él?
– Es extraordinario. Fantástico. El autor asegura que la historia se le ocurrió al despertar de un sueño de opio. Las imágenes me parecen fascinantes, casi familiares. Aunque no podría explicarlo, encuentro cierto consuelo en la obra. -Se volvió a Claudia y sonrió-. Pero basta de disquisiciones. Dígame, ¿qué piensa hasta ahora de nuestro modesto club?
– El mayordomo me recuerda a alguien -dijo Claudia.
– Debe de ser la cojera -dijo Augusta-. Nuestro jardinero camina de la misma forma. Debe de ser cosa del reumatismo.
– Tal vez tengas razón -respondió Claudia. Sally se volvió a Augusta.