– Querida, de modo que te casas y te vas a Dorset.
– Es increíble la velocidad con que se extienden los rumores…
– Y llegan aquí, al Pompeya -concluyó Sally-. Debí imaginar que no harías nunca nada al modo convencional.
– No fue idea mía sino de Graystone. Espero que no lo lamente. -Augusta inclinó la cabeza a un lado mientras recibía una taza de té-. Por otra parte, me alivia descubrir que mi prometido tenga algo de impetuoso.
– ¿Impetuoso? -Sally lo pensó un momento-. No creo que sea ése el término para describir a Graystone.
– ¿Cuál sería la palabra, señora? -preguntó Claudia interesada.
– Engañoso, astuto y, en ocasiones, hasta duro. Graystone es un hombre poco común. -Sally sorbió té.
– Estoy de acuerdo, y debo agregar que me inquieta -dijo Augusta-. ¿Sabes que tiene el enervante hábito de enterarse siempre de cualquier plan que lleve yo a cabo, por más discreta que sea? Es como ser perseguido por la misma Némesis.
Sally se ahogó con el té y se apresuró a limpiarse los pálidos labios con el pañuelo. Sus ojos resplandecían divertidos.
– Conque Némesis, ¿eh? Es extraño que lo digas…
«Némesis.» La tarde siguiente, mientras el coche de Graystone rodaba por la carretera hacia Dorset, Augusta seguía pensando en aquella observación.
Aquella mañana, la ceremonia de la boda había sido rápida y escueta. Graystone parecía preocupado y apenas reparó en el vestido de muselina blanco elegido con el mayor esmero para la ocasión. Ni siquiera le ofreció un cumplido por el discreto volante que la muchacha había mandado coser en el escote. ¡Se había desentendido de su primer esfuerzo en parecer modesta a vista del esposo! Había insistido en partir de inmediato y, en ese momento, estaba estirado frente a Augusta en el asiento opuesto del coche, hundido en sus pensamientos desde que habían partido de Londres. Desde la noche en que habían hecho el amor en el coche, era la primera vez que estaban a solas.
Incapaz de leer o de concentrarse mucho tiempo en el paisaje, Augusta estaba inquieta. Manoseaba el cordón de su atuendo de viaje color cobre, jugueteaba con el bolso y de vez en cuando lanzaba miradas de soslayo a Graystone. Aparecía esbelto y vigoroso con botas resplandecientes, pantalones ajustados y chaqueta de elegante corte. El corbatín, inmaculado, iba ajustado con esmero, como siempre. Semejaba un modelo.
«¿Cómo podré vivir alguna vez de acuerdo con los parámetros de Harry?», pensó Augusta con tristeza.
– Augusta, ¿pasa algo? -preguntó al fin Harry.
– No, milord.
– ¿Estás segura? -preguntó otra vez con suavidad.
La joven se encogió de hombros.
– Es que tengo la extraña sensación de que nada de lo sucedido sea real. Me siento como si en cualquier momento fuese a despertarme y a descubrir que estuviera soñando.
– Te aseguro que no es así, querida mía, estás verdaderamente casada.
– Sí, milord.
El conde exhaló un hondo suspiro.
– Estás nerviosa, ¿verdad?
– Un poco. -Pensó en lo que la esperaba: una hija que no conocía, un nuevo hogar y un marido cuya primera esposa había sido un dechado de virtudes femeninas. En un arranque de valor, irguió los hombros-. Harry, trataré de ser una buena esposa.
El hombre esbozó una sonrisa pálida.
– ¿En serio? Eso resulta interesante.
La sonrisa tímida de la joven se esfumó.
– Soy consciente de que a tus ojos tengo muchos defectos y comprendo que me espera una tarea difícil. Será duro vivir de acuerdo con el ejemplo de tu primera esposa, pero estoy segura de que con tiempo y paciencia…
– Mi primera esposa era una perra mentirosa, engañosa y sin corazón -dijo Harry sonriendo con serenidad-. Lo último que desearía es que siguieras sus pasos.
CAPITULO IX
Muda de asombro, Augusta miró a Harry.
– No comprendo -pudo decir al fin-. Teníamos todos la impresión de que tu primera esposa había sido una mujer admirable.
– Lo sé, y no voy a corregir esa opinión. Yo también, antes de casarme con ella, creía que Catherine era un ejemplo de decoro. -La boca de Harry hizo un gesto amargo-. Puedes estar segura de que no me permitió más que algún casto beso durante nuestro compromiso. Y por supuesto, yo confundí la falta de calidez con la virtud.
– Entiendo. -Augusta se sonrojó recordando cuánto le había permitido ella antes de la boda.
– La noche de bodas, cuando se comportó con tanta frialdad como durante el compromiso, por fin comprendí que no sentía el menor afecto por mí. Sospeché que debía de haber algún otro. Al decírselo, estalló en lágrimas y me explicó que en realidad amaba a otro y que se había entregado a él cuando se supo obligada a casarse conmigo.
– Pero, ¿por qué fue obligada a casarse contigo?
– Por los habituales motivos: mi título y mi fortuna. Los padres de Catherine insistieron y ella aceptó. El amante era pobre y Catherine no había perdido el sentido común hasta el punto de fugarse con él.
– Qué triste para los dos.
– Créeme que deseé que hubiera huido con su amante. Con todo placer le habría pagado para que se la llevara si hubiese conocido mi destino. Pero lo hecho, hecho está. -Harry se encogió de hombros-. Me aseguró que estaba arrepentida y que se esmeraría en ser una buena esposa. Y la creí. Diablos, deseaba creerle.
– No habría sido justo reprocharle la pérdida de la virginidad -dijo Augusta adoptando un semblante serio-, a menos que tú mismo permanecieses intacto.
Harry alzó una ceja y no respondió al comentario.
– De todos modos, no podía hacer más que sacar el mejor partido posible de la situación.
– Entiendo, el matrimonio es indeleble -murmuró Augusta.
– Podríamos habernos llevado bien si Catherine no hubiese mentido. No puedo perdonar ni olvidar la falta de sinceridad.
– No, me imagino que debe de resultarte difícil tolerar a una mujer o a cualquiera que mienta. Eres muy severo en relación con algunas cosas.
Harry la miró con suspicacia.
– En realidad, Catherine nunca tuvo intenciones de ser una buena esposa. Lo único bueno que puedo decir de ella es que al menos no estaba embarazada de su amante. Quedó embarazada en nuestra noche de bodas y aquello la enfureció. Cuando quedó preñada, el amante empezó a perder el interés y ella comenzó a proporcionarle dinero para retenerlo.
– ¡Harry, qué horrible! ¿Y no lo advertiste?
– Al principio, no. Catherine era muy convincente. Cuando me pedía dinero, aducía dedicarlo a sus obras de caridad. No era del todo falso. Su amante carecía de recursos y dependía de la generosidad de mi esposa.
– ¡Oh!
– Dejé que se difundiese el rumor de que hubiera muerto a causa de unas fiebres después del nacimiento de Meredith -dijo Harry en voz monótona-. La verdad es que se recobraba muy bien, cuando se enteró de que su amante la engañaba. Se levantó prematuramente del lecho y acudió a enfrentársele. Cuando volvió, lo hizo muy alterada, había cogido frío y eso le afectó a los pulmones. Volvió a la cama y no se recuperó. En su agonía, deliraba llamando a su amado.
– ¿De modo que descubriste quién era?
– Sí.
– ¿Y qué le ocurrió luego a él? -preguntó Augusta con un presentimiento.
– Al quedarse sin medios financieros regulares, se vio obligado a ingresar en el ejército. Poco después murió como un héroe en la península.
– Qué ironía. ¿Nadie más lo sabe?
– Seguí mi propio consejo. Tú eres la única persona a quien se lo he contado y espero que lo guardes en silencio.
– Por supuesto -dijo Augusta en voz débil, pensando en lo importante que era para Harry conservar el honor-. Después de una experiencia tan desastrosa, no me extraña que te preocupe tanto la decencia.
– No es sólo mi propio orgullo lo que me preocupa -dijo Harry, cortante-. En honor a Meredith, quiero conservar la imagen de perfección de Catherine. Una niña necesita respetar la memoria de sus padres. Tiene nueve años y piensa que Catherine fue una madre devota y una esposa virtuosa.