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Aunque en diferentes aspectos eran como el día y la noche, Augusta quería mucho a su prima. A Claudia jamás se le habría ocurrido deslizarse escaleras abajo después de medianoche para introducirse en el escritorio del anfitrión. Tampoco tenía interés en unirse al club Pompeya. Por otra parte, le habría escandalizado la sola idea de estar, a altas horas, en bata de noche, conversando con un sabio tan distinguido como el conde de Graystone. Poseía un ajustado sentido del decoro.

A Augusta se le ocurrió que Claudia debía de ocupar un lugar en la lista de candidatas de Graystone.

Abajo, en la biblioteca, Harry permaneció largo rato en la oscuridad mirando a través de la ventana los jardines iluminados por la luna. No había querido aceptar la invitación de Enfield para pasar el fin de semana en su casa. Por lo general trataba de evitar semejantes acontecimientos. Solían resultar aburridos, una pérdida de tiempo como la mayor parte de las frivolidades sociales, pero esta temporada buscaba esposa y su presa tenía la desconcertante inclinación de aparecer en las situaciones más inesperadas.

«Con todo, esta noche no me he aburrido», reconoció Harry, ceñudo. Realmente, la tarea de evitarle problemas a su futura novia había animado esa breve excursión al campo. «¿Cuántas citas nocturnas me veré obligado a sostener -se preguntó-, antes que nos casemos y pueda estar tranquilo?»

«Es una pequeña embrollona enloquecedora.» Ya hacía años que tendría que haberse casado con un esposo de firme voluntad. Necesitaba un hombre que le impusiera límites rígidos. Esperaba que no fuese demasiado tarde para controlar ese temperamento desbocado.

Aunque Augusta tenía ya veinticuatro años, no se había casado por diversos motivos, entre ellos, una serie de muertes en la familia. Sabía por sir Thomas que Augusta había perdido a sus padres cuando cumplió dieciocho, en un accidente. El padre de Augusta conducía el carruaje en una carrera alocada y su esposa había insistido en acompañarlo. Por desgracia, sir Thomas admitía esa temeridad como un rasgo preponderante en la rama Northumberland de la familia.

Augusta y su hermano Richard habían quedado desamparados con muy poco dinero. Al parecer, otra característica de los Ballinger de Northumberland era la actitud negligente en los asuntos económicos y financieros. Richard había vendido el patrimonio salvo una casita en la que vivía con Augusta, y utilizó el dinero para comprarse un grado de oficial. Al poco murió, no en el campo de batalla, en el continente, sino asesinado por un asaltante, cerca de la casa, con motivo de un viaje a Londres para ver a su hermana.

Según sir Thomas, Augusta había quedado desolada por la muerte de Richard. Estaba sola en el mundo. El tío insistió en que fuese a vivir con él y con su hija, y al final, ella aceptó. Durante meses se hundió en una honda melancolía que nada podía aliviar. Parecía haberse extinguido todo el fuego y la chispa que caracterizaba a los de Northumberland.

Y entonces sir Thomas tuvo una idea brillante. Le pidió a Augusta que asumiera el compromiso de preparar a su prima para su entrada en sociedad. Claudia, una encantadora y refinada joven de veinte años, nunca había tenido posibilidades en la ciudad, pues su madre había muerto dos años antes. «El tiempo pasa», le explicó con gravedad a Augusta, y Claudia se merecía una oportunidad. Sin embargo, como miembro de la rama intelectual de la familia, carecía del conocimiento necesario para desenvolverse en sociedad. Augusta, en cambio, poseía la habilidad, el instinto y los contactos para iniciar a su prima, a través de su reciente amistad con Sally, lady Arbuthnot.

Al principio Augusta se mostró renuente, pero luego se zambulló en la tarea con el entusiasmo propio de los Ballinger de Northumberland. Trabajó sin descanso para hacer de Claudia un éxito absoluto, y los resultados fueron espectaculares y al mismo tiempo inesperados. A la aristocrática y lánguida Claudia la motejaron de inmediato de Ángel, y también Augusta recabó el éxito.

Sir Thomas le confiaba a Harry que estaba muy complacido y esperaba que las dos jóvenes lograran matrimonios convenientes. Pero Harry pensaba que no sería tan sencillo. Tenía la sospecha de que, al menos Augusta, no tenía la menor intención de conseguir un marido conveniente. Se divertía demasiado. Con su brillante cabello castaño y vivaces y traviesos ojos de color topacio, si de verdad hubiera deseado casarse, la señorita Augusta Ballinger podría haber tenido docenas de pretendientes, el conde estaba seguro de ello.

Lo asombraba su propio innegable interés en esa joven. A primera vista, no era lo que él esperaba de una esposa, pero aun así no podía ignorarla ni sacársela de la cabeza. Desde el instante en que lady Arbuthnot, una vieja amiga, le sugirió que añadiese a Augusta a la lista de candidatas, Harry se sintió fascinado por ella.

De este modo llegó a entablar una amistad personal con sir Thomas con el fin de acercarse a su futura esposa, aunque ella desconocía el motivo de la relación. En realidad, eran pocas las personas que conocían las sutiles conspiraciones de Harry, antes de revelarlas él mismo.

De sus conversaciones con sir Thomas y con lady Arbuthnot, Harry se enteró de que, si bien Augusta era voluntariosa e inquieta, brindaba por otro lado una lealtad inquebrantable a su familia y a los amigos. Hacía harto tiempo que Harry había aprendido que la lealtad era una virtud inapreciable. Más aún, en su mente, lealtad y virtud eran sinónimos. Incluso se podía pasar por alto una escapada como la de esa noche sabiendo que podría confiarse en la joven aunque, una vez casados, él no pensaba permitir que continuara esa suerte de tonterías.

En el transcurso de las últimas semanas, Harry llegó a la conclusión de que, si bien imaginaba que en ocasiones se arrepentiría, de igual forma se casaría con Augusta. En el aspecto intelectual le resultaba irresistible: jamás lo aburriría. Además de su capacidad de lealtad absoluta, Augusta era fascinante e impredecible. A Harry siempre lo habían atraído los enigmas, y no podía ignorar a la muchacha en ese sentido.

Y como sello fatal de su destino, había un hecho innegable que lo atraía hacia Augusta. Cada vez que se acercaba a ella, todo su cuerpo se tensaba de expectativas. En Augusta vibraba una energía femenina que capturaba los sentidos del conde. Cuando estaba solo por las noches, la imagen de la muchacha comenzaba a hechizarlo. Cuando estaba con ella, se sorprendía recorriendo con la mirada la curva de los pechos, demasiado expuestos por los escandalosos escotes que usaba con gracia natural. La cintura breve y la suave redondez de las caderas lo tentaban y seducían cuando la observaba moverse con aquel sutil balanceo que le provocaba la contracción de los músculos de la parte inferior del cuerpo.

«Con todo, no es hermosa -se dijo por centésima vez-, al menos, en el sentido clásico de la belleza.» Sin embargo, admitía que sus ojos apenas rasgados, su nariz respingona y su boca risueña tenían encanto y vivacidad. Últimamente sentía un ansia creciente por saborear aquella boca.

Ahogó una maldición. Era muy similar a lo que había escrito Plutarco acerca de Cleopatra. Aunque la belleza de aquella reina no era notable, su presencia resultaba irresistible y embrujadora.

No cabía duda de que estaba loco al pensar en casarse con Augusta. Se había dispuesto a buscar una mujer absolutamente diferente: serena, seria y refinada, una buena madre para Meredith, hija única del conde, y libre de cualquier viso de murmuración.

Las mujeres de los Graystone habían acarreado el desastre a la familia, el escándalo para el título, y habían dejado un legado de infelicidad de generación a generación. Harry se negaba a casarse con una mujer que continuara esa amarga tradición. La próxima Graystone tenía que estar por encima de cualquier reproche y de cualquier sospecha: «Como la esposa de César».