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Augusta se interrumpió al recordar qué poco decoroso podía resultar Harry en la intimidad del dormitorio. Era un hombre muy complejo. Y ya desde la primera vez que había visto sus fríos ojos grises, supo que existían vastas zonas del conde que permanecían en la sombra. «Quizá haya sido agente…» La idea inquietó a Augusta. No le agradaba la perspectiva de que Harry corriese riesgos. Desechó el pensamiento v comenzó a confeccionar una lista de personas que invitar a la fiesta.

Después de un rato de dedicación a la tarea, se apresuró a buscar a su esposo y lo encontró en la biblioteca estudiando un mapa de las campañas de César.

– ¿Sí, querida? -preguntó el conde sin levantar la vista.

– Voy a dar una fiesta aquí, en Graystone, Harry. Quería pedirte permiso antes de seguir adelante con la organización.

Con desgana, el conde apartó la mirada de Egipto.

– ¿Una fiesta? ¿La casa llena de gente? ¿Aquí en Graystone?

– Invitaríamos a algunos amigos íntimos, a mi tío y a mi prima, a algunas amigas del Pompeya y, por supuesto, a Peter Sheldrake y a quienquiera que tú desees. Es una pena que Sally no pueda viajar. Me encantaría tenerla aquí con nosotros.

– No sé, Augusta. Nunca me he preocupado mucho por tales entretenimientos.

Augusta sonrió.

– No es necesario que lo hagas. Yo me encargaré de todo, mi madre me enseñó mucho. Por otra parte, una fiesta será una excelente oportunidad para recibir a los vecinos. Creo que ya es hora de que lo hagamos.

Harry la miró vacilante.

– ¿Te parece necesario?

– Confía en mí. En ese aspecto, la experta soy yo. Cada uno tiene sus talentos, ¿no es así? -Echó una mirada significativa al mapa que había sobre el escritorio.

– Esta fiesta será suficiente. No quiero crear la costumbre de recibir con frecuencia, Augusta. Es una frivolidad y una pérdida de tiempo.

– Sí, muy frívolo.

Aunque la intuición le decía que Harry era un hombre profundo y misterioso, y pese a saber que tuviera modales enigmáticos y a menudo autoritarios, Augusta desconocía al Graystone que la llamó con urgencia a la biblioteca una semana más tarde.

Cuando la doncella llamó a la puerta de la habitación y le dijo que Harry quería que bajara de inmediato, Augusta se sobresaltó.

– ¿Ha dicho de inmediato? -Augusta miró sorprendida a la muchacha.

– Sí, señora. -La muchacha tenía una expresión ansiosa-. Me ordenó que le dijese que era muy urgente.

– Buen Dios, espero que no le haya sucedido nada a Meredith. -Augusta dejó la pluma y apartó la carta que estaba escribiéndole a Sally.

– Oh, no, señora, no. La señorita Meredith estaba con su señoría hace unos minutos y ahora está otra vez estudiando. Lo sé porque acabo de llevar el té a la sala de estudio.

– Muy bien, Nan, dile al señor que bajaré enseguida.

– Sí, señora. -Nan hizo una breve reverencia y salió.

Intrigada por conocer la razón de tanta urgencia, Augusta sólo se detuvo un instante para mirarse al espejo. Llevaba un vestido de muselina color crema con un delicado dibujo verde y el escote ribeteado con cinta verde, igual que el bajo fruncido.

Por la expresión nerviosa de la doncella, Augusta supo que Harry no estaba de buen humor, y cogiendo un pañuelo de gasa verde del cajón de la cómoda, de lo colocó sobre el escote. Harry había señalado varias veces que le parecía algo indecorosa la ropa que usaba. No tenía sentido irritarlo más a la vista de un corpiño escotado, si ya estaba enfadado por otros motivos.

Augusta suspiró y salió. Cuando una se convertía en esposa, las flaquezas y cambios de humor de un esposo eran cuestión que debía tomarse en consideración. Sin embargo, para ser justa admitió que, a partir de la boda, Harry se había visto obligado a realizar algunos cambios en sus propias actitudes. Y se había rendido a la idea de que su hija pintara acuarela y leyera novelas.

Con una sonrisa alegre y conciliadora, Augusta entró en la biblioteca, y al verla, Harry se levantó tras el pulido escritorio. Al echarle un vistazo, Augusta olvidó la sonrisa alegre. La criada tenía razón. Estaba de un humor sombrío y peligroso. Se sintió impresionada por la frialdad y la dureza de la expresión del conde. Las líneas duras y severas del rostro le conferían un aire depredador.

– ¿Querías hablar conmigo?

– Así es.

– Si te refieres a la fiesta, está todo bajo control. Hace ya varios días que enviamos las invitaciones y han comenzado a llegar las respuestas por correo. He contratado a los músicos y los cocineros se han preocupado de encargar los suministros necesarios.

– No me importa la fiesta -la interrumpió Harry con tono cortante-. Acabo de sostener una conversación muy interesante con mi hija. Según ella, el día del almuerzo en el campo, mientras te dedicabas a ensalzar las virtudes de tu hermano, hablaste de un poema que te había dejado.

A Augusta se le secó la boca, aunque no sabía adónde se dirigía la conversación.

– Así es.

– Según parece, el poema hace referencia a las telarañas.

– Es un pequeño poema. No pensaba enseñárselo a Meredith, si era lo que temías. Y aunque lo hubiese hecho, no creo que la hubiera asustado. A los niños les gusta el terror.

Harry no hizo caso de las apresuradas explicaciones de la joven.

– No me preocupa esa cuestión. ¿Tienes todavía el poema?

– Sí, claro.

– Ve a buscarlo ahora mismo. Quiero verlo.

Augusta sintió un escalofrío.

– No entiendo, Graystone. ¿Para qué quieres el poema de Richard? No es muy bueno, hay partes incomprensibles. De hecho, es horrible. Lo conservo porque me lo dejó la noche que murió y me rogó que lo guardara. -Las lágrimas le quemaron los ojos-. Harry, está manchado de sangre. No podría haberlo tirado.

– Augusta, ve a buscarlo.

Confundida, la mujer movió la cabeza.

– ¿Para qué quieres verlo? -En ese instante, se le ocurrió una idea-. ¿Tiene algo que ver con tus sospechas?

– No puedo decírtelo hasta que lo vea. Tráemelo de una vez, Augusta. Tengo que verlo.

Vacilante, la mujer se dirigió hacia la puerta.

– No sé si quiero enseñártelo, al menos sin saber hacia dónde se dirigen tus sospechas.

– Quizá responda a algunas preguntas que me hago desde hace tiempo.

– ¿Se trata de alguna cuestión relacionada con el espionaje?

– Es una remota posibilidad. -Harry remarcó cada palabra entre dientes-. Sólo una posibilidad. En particular, si tu hermano trabajó para los franceses.

– ¡Richard no trabajó para los franceses!

– Augusta, no quiero oírte hablar más de esas complicadas teorías alrededor de las circunstancias que acompañaron la muerte de tu hermano. Hasta ahora, no tuve inconveniente en dejar que mantuvieses la ilusión tanto como desearas, y yo mismo te alenté. Pero ese poema cambia las cosas.

Augusta se sintió aturdida.

– No te lo enseñaré hasta que me prometas que no lo utilizarás para demostrar que Richard fuera culpable de traición.

– Me importa un ardite la culpa o la inocencia de tu hermano, pero necesito responder a otra serie de preguntas.

– Pero al responderlas, podrías alegar la culpa de Richard. ¿No es así?

Con dos largas y amenazadoras zancadas, Harry rodeó el escritorio y se detuvo junto a Augusta.

– Augusta, tráeme el poema.

– No, a menos que me des tu palabra de que no intentarás dañar de ninguna manera el recuerdo de Richard.

– Te doy mi palabra de que guardaré silencio con respecto al papel que pudo haber jugado, cualquiera que fuese. Eso es todo lo que puedo prometerte, Augusta.

– No es suficiente.

– ¡Maldición, mujer, es todo lo que puedo prometerte!

– No te daré el poema si existe la menor posibilidad de dañar la reputación de Richard. Mi hermano fue un hombre de honor y debo protegerlo ya que él no está aquí para poder hacerlo.