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– ¡Maldita sea, señora esposa, harás lo que yo diga!

– Graystone, la guerra terminó. No se puede lograr ningún beneficio a través de ese poema. Es mío y pienso conservarlo. Nunca se lo mostraré a nadie y menos a alguien como tú que cree que Richard pudo ser culpable de alta traición.

– Tienes que obedecerme -dijo Harry con voz suave y mortífera-. Tráeme el poema de tu hermano enseguida.

– ¡Nunca! Y si tratas de quitármelo, te juro que lo quemaré. Prefiero destruirlo, aunque esté manchado con sangre de Richard, antes que permitir que lo uses para enlodar su memoria. -Augusta dio media vuelta y salió corriendo de la biblioteca.

Oyó un sonido ahogado de cristales rotos en el momento en que cerraba de golpe la puerta del dormitorio. Harry había lanzado algún objeto pesado y frágil contra la pared del estudio.

CAPÍTULO XII

Atónito ante su propio descontrol, Harry contempló furioso los fragmentos resplandecientes de cristal. Brillaban a la luz del sol como las piedras falsas que usaba Augusta orgullosa.

¿Cómo había permitido a su esposa llevarlo a semejante estado?

«Esa mujer me ha embrujado», pensó. En un momento, la deseaba con pasión desenfrenada, en otro, contemplaba la manera lenta pero segura como conquistaba el afecto de su hija, y al siguiente, lo hacía reír o lo distraía con algo imprevisible. Ahora, lo había llevado al borde de unos celos ardientes como jamás antes había experimentado.

Y lo peor, comprendió Harry, era que estaba celoso de un hombre muerto. Richard Ballinger: audaz, atrevido, atolondrado y, muy probablemente, traidor…

El hermano de Augusta había sido un hombre que, aun vivo, no habría constituido un rival en el terreno sexual. Pero estaba sepulto, era venerado como el último varón de los audaces Ballinger de Northumberland y ocupaba en el corazón de Augusta un sitio reservado. Encerrado en el reino seguro e intocable del más allá, Richard viviría siempre en la imaginación de Augusta como el ideal de los Ballinger de Northumberland, el glorioso hermano mayor cuyo honor y cuya reputación defendería hasta el fin su hermana.

– ¡Que te condenen al infierno, maldito canalla de Northumberland! -Harry volvió a la silla y se dejó caer en ella-. ¡Hijo de perra, si aún estuvieses vivo, te desafiaría!

Pero así cortaría cualquiera de los frágiles lazos que lo unían a su esposa, se recordó con amargura. No tenía más remedio que afrontar la lógica de la situación. Si surgiera la posibilidad de una prueba, sin duda Augusta se pondría del lado de su hermano, contra su esposo, como acababa de demostrarlo.

– ¡Canalla! -repitió Harry sin concebir otra palabra para describir al fantasma que rivalizaba con él por el afecto de Augusta.

«¿Cómo se lucha contra un fantasma?» Harry se hundió en la silla tras el escritorio y consideró la desastrosa situación desde todos los ángulos posibles.

Tenía que reconocer que había manejado mal la situación desde el principio. No debió de haber llamado a Augusta con tanta urgencia ni ordenado que le entregara el poema. Si hubiese conservado la cordura, lo habría hecho todo de manera diferente.

Mas la verdad era que no pensaba con la suficiente claridad. Cuando Meredith había asociado el poema de Richard Ballinger con el enigma de la telaraña de que se había ocupado su padre hacía un tiempo, Harry se había sentido urgido por una violenta necesidad de tenerlo en sus manos.

El conde creyó que se había convencido a sí mismo y a Peter Sheldrake de que la guerra y todos sus horrores hubieran quedado atrás. Pero ahora comprendía que nunca había podido olvidar al hombre al que llamaban Araña. Por culpa de ese canalla habían muerto muchos hombres y otros como Peter Sheldrake habían corrido demasiados riesgos. El traidor había causado innumerables pérdidas en el campo de batalla. Y la idea de que era probable que fuese inglés, no hacía más que aumentar la frustración de Harry.

Gozaba de la reputación de ocuparse de las tareas de inteligencia con sangre fría y un razonamiento helado, único modo de emprender tareas tan lúgubres; Si hubiese permitido que se mezclaran las emociones, se habría paralizado. Cada movimiento, cada contraataque, cada decisión o análisis debió llevarse a cabo atenazado ante el terror de la equivocación, pero bajo esa capa de hielo lo asolaban la ira y la frustración y el deseo de venganza se concentraba en Araña, el enemigo implacable.

El talento lógico de Harry y el deseo de continuar su propia vida lo ayudaron a olvidar el deseo de venganza en los meses transcurridos desde Waterloo. Sabiendo que era casi imposible encontrar respuestas a las torturantes preguntas que se hacía durante las noches sin sueño, Harry se rindió a lo inevitable. En medio del apremio de la guerra, muchos sucesos quedaron sepultados para siempre, tal como explicó a Augusta el día del almuerzo campestre. Y hasta el momento, la verdadera identidad de Araña era uno de ellos.

Sin embargo ahora, a raíz de un comentario casual de su hija, tal vez hubiese salido a la luz una clave inesperada en relación con la identidad de Araña. Bien podría ser que el poema de Richard Ballinger no significara nada, pero de cualquier manera, Harry sabía que tenía que estudiarlo. Hasta que no hubiese visto el maldito poema, no podría descansar.

«Con todo, tendría que haber abordado la cuestión con más prudencia», se recriminó. Esta situación tan desagradable era culpa suya. Estaba tan ansioso de leer el poema, tan seguro de que Augusta le obedecería, que no se había detenido a pensar hacia dónde se decantaría la lealtad de la esposa.

Consideró las posibilidades. Si subía y obligaba a Augusta a que le entregara el papel, destruiría cualquier sentimiento que su esposa abrigara hacia él. Nunca se lo perdonaría. Por otro lado, lo carcomía la comprensión de que la lealtad de Augusta a la memoria del hermano fuera más fuerte que como esposa.

Estrelló el puño contra el brazo de la silla y se levantó. Durante el viaje le había dicho a Augusta que el amor no le importaba; buscaba la lealtad de su esposa y ella se la había concedido.

Pues ahora se lo exigiría. Augusta ya le había planteado demasiados desafíos. Era hora de que él le presentara su propio reto.

Cruzó a zancadas la alfombra oriental, abrió la puerta y salió al vestíbulo enlosado. Pisando sobre los escalones alfombrados de rojo, subió al primer piso y recorrió el pasillo hasta la puerta de la habitación de Augusta. Abrió sin detenerse a llamar y entró en la habitación.

Augusta, sentada ante el pequeño escritorio dorado, se sonaba la nariz con un pañuelito de encaje. Al abrirse la puerta, se sobresaltó y alzó la vista. Los ojos le brillaban de furia, temor y lágrimas contenidas.

«Los Ballinger de Northumberland son personas demasiado emotivas», pensó Harry suspirando para sí.

– Graystone, ¿qué haces aquí? Si has venido a quitarme el poema de Richard a la fuerza, olvídalo. Lo he escondido.

– Te aseguro que es improbable que pudieras encontrar un escondite que yo no fuera capaz de descubrir. -Cerró la puerta del dormitorio con suma suavidad y, con las piernas separadas, la miró dispuesto a la batal la.

– ¿Me estás amenazando?

– En absoluto. -Tenía un aspecto tan desdichado, tan orgulloso y herido que, por un instante, Harry se debilitó-. Amor mío, las cosas no deberían ser así entre nosotros.

– No me llames «amor mío» -le espetó-. Recuerda que no crees en el amor.

Harry exhaló un profundo suspiro y cruzó la habitación hasta el tocador de Augusta. Se quedó contemplando pensativo los frascos de cristal, los cepillos y un mango de plata y todo el delicioso conjunto de objetos femeninos. Recordó por unos instantes cuánto le gustaba irrumpir en la recámara a través de la puerta que comunicaba ambos dormitorios y encontrar a Augusta sentada, mirándose al espejo, cuánto le gastaba hallarla en bata con aquel absurdo peinador de encaje bajo los rizos castaños. La intimidad de la habitación y el súbito sonrojo que le provocaba siempre le brindaban un enorme placer.