El conde estaba empeñado en la búsqueda de lo que los hombres inteligentes consideraban una joya más preciada que los rubíes: una esposa virtuosa. En cambio, había hallado una muchacha temeraria, cabeza dura y en extremo explosiva llamada Augusta, capaz de transformar la vida de Harry en un infierno.
Comprendió que, por desgracia, había perdido todo interés por cualquiera otra de las candidatas.
CAPITULO II
Tres días después del regreso a Londres, Augusta se presentó ante la puerta de la imponente casa de lady Arbuthnot. Llevaba el diario de Rosalind Morrissey en el bolso y estaba impaciente por contarle a su amiga que todo había salido bien.
– No nos quedaremos mucho rato, Betsy -le dijo a su joven doncella mientras subían la escalera-, tenemos que volver pronto a casa y ayudar a Claudia a prepararse para pasar la velada en casa de los Burnett. Es un acontecimiento muy importante. Asistirán los solteros más codiciados de la ciudad y quiero que esté radiante.
– Sí, señorita. Pero la señorita Claudia parece un ángel siempre que sale. No creo que esta noche sea diferente.
Augusta rió.
– Desde luego.
En el mismo momento en que Betsy se disponía a llamar, la puerta se abrió. Scruggs, el mayordomo de lady Arbuthnot, de hombros encorvados, contempló con hostilidad a las recién llegadas mientras aparecían otras dos jóvenes en la puerta.
Augusta reconoció a Belinda Renfrew y a Felicity Outley que bajaban la escalera. Las dos eran visitas regulares en casa de lady Arbuthnot, entre otras damas de buena cuna. Los vecinos advertían que a la achacosa lady Arbuthnot no le faltaban visitas.
– Buenas tardes, Augusta -dijo alegremente Felicite-. Tienes buen aspecto.
– Sí, es verdad -murmuró a su vez Belinda observando con atención a Augusta, que llevaba un elegante abrigo azul sobre un vestido de tono algo más claro-. Me alegra que hayas venido. Lady Arbuthnot esperaba ansiosa tu llegada.
– No se me ocurriría decepcionarla -dijo Augusta sonriendo-. Ni tampoco a la señorita Norgrove. -Augusta sabía que Belinda Renfrew había apostado diez libras con Dafne Norgrove a que el diario no regresaría a manos de su dueña.
Belinda le lanzó una mirada perspicaz.
– ¿Ha ido todo bien en la visita a Enfield?
– Por supuesto, Belinda. Espero verte esta noche.
La sonrisa de Belinda fue algo amarga.
– Sin duda me verás, Augusta. Y también la señorita Norgrove. Buenas tardes.
– Buenas tardes. Hola, señor Scruggs.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Augusta se volvió hacia el ceñudo mayordomo de pobladas patillas.
– Señorita Ballinger, lady Arbuthnot la espera.
– Claro.
Augusta no se dejó intimidar por el irascible anciano que atendía la puerta de la casa Arbuthnot.
Scruggs ostentaba el honor de ser el único hombre al que lady Arbuthnot hubiera contratado en el término de diez años. Nadie entendía por qué la señora lo había tomado a su servicio. Sin duda, se trataba de un gesto bondadoso hacia el anciano mayordomo, evidentemente inepto para cumplir con sus tareas. Durante días y noches desaparecía a causa del reumatismo y harta serie de dolencias. Al parecer, una de las cosas de las que más disfrutaba Scruggs era de quejarse. Se quejaba de las articulaciones doloridas, de sus tareas domésticas, de la falta de ayuda que recibía para cumplirlas y del bajo salario que, según él, pagaba lady Arbuthnot.
No obstante, al calo del tiempo, las damas que solían concurrir a la casa llegaron a la conclusión de que Scruggs era el toque final que necesitaba, extravagante, original y entretenido. Lo habían adoptado de todo corazón y lo consideraban una institución.
– Scruggs, ¿cómo se siente hoy del reuma? -preguntó Augusta mientras desataba el nuevo sombrero adornado de plumas.
– ¿Qué dice? -Scruggs la miró ceñudo-. Hable en voz alta cuando pregunte algo. No comprendo que las señoras anden siempre murmurando. Podrían aprender a hablar más fuerte.
– Le he preguntado cómo está hoy del reúma, Scruggs.
– Me duele mucho, señorita Ballinger, gracias. Pocas veces me he sentido tan mal. -Scruggs hablaba en voz baja y ronca, como el rodar de un carruaje sobre la grava-. Y le aseguro que no me ayuda en absoluto abrir la puerta quince veces al cabo de una hora. Si me lo preguntara, le diría que todas las idas y venidas de esta casa son capaces de enviar a un hombre al manicomio. No entiendo cómo ustedes, las mujeres, no puedan estar quietas durante más de cinco minutos.
Al tiempo que emitía unos sonidos de simpatía, Augusta sacó de su bolso una botellita.
– Le he traído un remedio que tal vez quiera probar. Era una receta de mi madre. Solía prepararla para mi abuelo y le hacía mucho bien.
– ¿Es verdad eso? ¿Y qué le sucedió a su abuelo, señorita Ballinger?
Scruggs tomó la botella con aire cauteloso y la examinó atentamente.
– Murió hace algunos años.
– Por efectos de la medicina, supongo.
– Scruggs, tenía ochenta y cinco años. Dicen que lo encontraron en la cama con una de las doncellas.
– ¿En serio? -Scruggs contempló la botella con renovado interés-. En ese caso, lo probaré de inmediato.
– Hágalo. Me gustaría tener algo igual de efectivo para lady Arbuthnot. ¿Cómo está ella, Scruggs?
Las cejas blancas y tupidas de Scruggs se alzaron y bajaron. En los ojos azules apareció una expresión de pena. Nunca dejaban de fascinar a Augusta aquellos hermosos ojos azul claro. Le parecían asombrosamente agudos y vivaces en contraste con el rostro arrugado.
– Hoy es uno de sus mejores días, señorita. Espera su llegada con gran entusiasmo.
– En ese caso, no la haré esperar. -Augusta lanzó una mirada a su doncella-. Betsy, ve a tomar una taza de té con tus amigas. Cuando decida irme, le diré a Scruggs que te avise.
– Sí, señora.
Betsy hizo una reverencia y corrió a reunirse con las sirvientas. En las cocinas de la casa Arbuthnot nunca faltaba compañía.
Scruggs se dirigió a la entrada del salón con paso lento y arrastrado, parecido al de un cangrejo. Abrió la puerta e hizo una mueca ante el dolor provocado por tales movimientos.
Augusta atravesó la puerta y penetró en un mundo nuevo en donde experimentaba, por lo menos durante unas horas al día, la sensación de pertenecer a un entorno humano. Desde la muerte de su hermano, sentía cierta desazón.
Tanto sir Thomas como Claudia hacían esfuerzos para que estuviese a gusto y ella, a su vez, intentaba hacerles creer que se sentía parte de la familia. Pero la verdad era que se sentía extraña. Sir Thomas y Claudia, de inclinaciones intelectuales y aire grave, característicos de la rama Hampshire de la familia, jamás podrían comprender por completo a Augusta. Más allí, tras la puerta de lady Arbuthnot, Augusta pensó que, si bien no había hallado lo que se considera un hogar, al menos estaba entre los de su especie.
Aquello era Pompeya, un club de formación reciente entre los más selectos y originales de todo Londres. Por supuesto, sólo se accedía en calidad de miembro por invitación, y quienes no pertenecían no tenían idea de lo que sucedía en el salón de lady Arbuthnot.
Los extraños suponían que la señora de la casa se divertía dirigiendo uno de tantos salones elegantes que atraían a las damas de la sociedad londinense. Sin embargo, Pompeya era más que eso. Era un club organizado a la manera de los clubes de caballeros, que reunía a las damas encumbradas, de ideas modernas, las cuales compartían puntos de vista poco convencionales.
Por sugerencia de Augusta, lo habían llamado Pompeya. En memoria de la esposa de César, aquella a la que había repudiado por no estar libre de toda sospecha. El nombre agradaba a las integrantes. Todas las damas del Pompeya provenían de buena cuna y eran aceptadas por la alta sociedad, aunque fueran consideradas unas «excéntricas».