– He cambiado de idea.
– ¿No saldrás mañana a Londres?
– No. -Olfateó la curva del cuello deleitándose en su tierna vulnerabilidad-. Dejaré a Sheldrake que comience la investigación. Meredith, tú y yo lo seguiremos pasado mañana, para que podáis hacer el equipaje y estar listas.
Augusta se echó atrás para observarle el rostro.
– Harry, ¿vas a llevarnos contigo?
– Tenías razón, mi amor. Tienes ciertos derechos sobre el poema de Richard y mereces estar allí mientras Sheldrake y yo prosigamos la investigación. Además, para serte sincero, no quiero pasar tantas noches solo. Me he acostumbrado a tenerte en la cama a mi lado.
– ¿De modo que me llevarás para que te entibie la cama? -Los ojos de la joven resplandecían en la oscuridad.
– Entre otras cosas.
Alborozada, Augusta lo abrazó.
– ¡Oh, Harry, no lo lamentarás, te lo juro! Seré un modelo de perfección y el paradigma del buen comportamiento. En todo momento cuidaré el decoro, me ocuparé de Meredith y no dejaré que se meta en problemas. Sólo asistiremos a entretenimientos instructivos y…
– Calla, mi amor. No te precipites con promesas. -Harry rodeó la nuca de Augusta con la mano y la besó haciéndola callar.
Augusta suspiró y se acomodó en brazos del esposo con la cabeza apoyada sobre la abertura de la bata. El conde deslizó la mano por su pierna, bajo el camisón, y al sentir el estremecimiento de su esposa dejó que sus dedos vagaran más arriba provocando y acariciando con suavidad. Pocos instantes después pudo sentir la tibia miel.
– Qué dulce -murmuró contra el pecho de Augusta.
Sintió que volvía a temblar al acariciarla. Se cerró en torno de él, apretada y anhelante. Con lentitud, deslizó la mano fuera del sedoso estuche y alzó el camisón de Augusta hasta la cintura. Luego abrió su bata y la virilidad erguida se liberó. Separó las piernas de Augusta y la acomodó a horcajadas sobre sus muslos.
– ¡Harry! ¿Qué haces? -Augusta contuvo el aliento-. ¡Oh, Dios mío, Harry! ¿Aquí?
– Así es, querida. Recíbeme dentro de ti. Oh, Dios, sí. -Gozó del suave calor de Augusta mientras la penetraba con el miembro ferozmente erecto. La sujetó de las nalgas con las manos, oprimiendo con suavidad.
Los dedos de Augusta se clavaron en los hombros de Harry al tiempo que se acoplaba al ritmo de la danza amorosa. Echó la cabeza hacia atrás y el cabello formó un torrente a sus espaldas.
Luego, Harry sintió los primeros estremecimientos en ella y una vez más quedó atrapado en ese dulce fuego que él mismo había encendido. Se dejó llevar en remolino por esas llamas y se regocijó en la comprensión de que, al menos en esto, era tan salvaje y libre como ella.
CAPÍTULO XVI
Días más tarde un ama de llaves abrió la puerta de casa de lady Arbuthnot cuando Augusta y Meredith, precedidas por el cochero, subieron las escaleras. No había rastro de Scruggs.
– Señora, el señor Scruggs está enfermo -le explicó el ama de llaves a Augusta cuando preguntó por él-. Al menos, eso me han dicho, y al parecer será una convalecencia prolongada.
Augusta ocultó una sonrisa. El pobre tenía pocas probabilidades de volver a usar patillas y maquillaje debido a las exigencias de Harry y al desagrado evidente de Claudia contra el mayordomo.
La criada cerró la puerta después de admitir a Augusta y a Meredith.
– No osbtante, no creo que se sienta mucho su ausencia. -Observó a Meredith con cierto reparo-. ¿De modo que pasarán las dos a ver a lady Arbuthnot? ¿O sería preferible que llevara a la jovencita a la cocina a comer un trozo de pastel?
Ansiosa, Meredith miró a Augusta preguntando con la expresión si a fin de cuentas la privarían de la prometida visita al club.
– Meredith se quedará conmigo -dijo Augusta al tiempo que el ama abría la puerta del salón.
– Como quiera, señora.
Augusta condujo a la niña al interior.
– Aquí estamos. Meredith, bienvenida al club.
Esa tarde, el Pompeya estaba muy animado pese a que la temporada hubiera terminado. Augusta saludó a sus amigas y se detuvo a conversar con algunas a medida que atravesaba la estancia hasta el sillón de lady Arbuthnot.
Rosalind Morrissey se interrumpió a mitad de una conversación y sonrió a Meredith.
– Veo que los miembros del Pompeya son cada día más jóvenes.
La niña se ruborizó y buscó orientación en el rostro de Augusta.
– Nunca se debe perder oportunidad de ampliar la educación de una jovencita inteligente -declaró Augusta-. Permíteme que te presente a mi hija; esta tarde es mi invitada.
Después de unos momentos de charla, Augusta y Meredith continuaron su camino.
Meredith no salía de su asombro y absorbía el ambiente del club en los cuadros que colgaban de las paredes y los periódicos esparcidos sobre las mesas.
– ¿Es como los clubes de papá?
– Muy parecido, según lo que pudimos determinar -murmuró Augusta-. La única diferencia es que aquéllos están llenos de caballeros y no de damas. Nuestras apuestas son más modestas que las que se hacen en las salas de juego de la calle Saint James. Son establecimientos que dan a la calle, desde luego, pero a excepción de esos pequeños detalles, creo que recreamos la atmósfera ideal.
– Me gustan mucho los cuadros -le confió la niña-, en especial, aquél.
Augusta siguió la mirada de Meredith.
– Es un retrato de Hipatia, una erudita de Alejandría. Escribió tratados de matemáticas y de astronomía.
Meredith absorbió la información.
– Quizás escriba yo un libro alguna vez.
– Podría ser.
En ese momento, Augusta miró al otro lado del salón y vio que Sally volvía la cabeza hacia ella. El entusiasmo que sentía ante la perspectiva de ver otra vez a su amiga quedó ahogado bajo una oleada de angustia.
Era indudable que en el transcurso del mes pasado, la salud de Sally se había deteriorado. Como siempre, iba muy bien arreglada, pero el elegante vestido no podía disimular la palidez casi traslúcida de la piel, el aspecto de fragilidad y la estoica aceptación de un dolor constante en la mirada. Augusta casi no pudo soportarlo. Sintió deseos de llorar, pero aquello no haría sino desconcertar a Sally. En cambio, se precipitó a su encuentro y se inclinó a abrazarla con dulzura.
– ¡Oh, Sally, cuánto me alegro de verte! Estaba muy preocupada por ti.
– Como ves, todavía estoy aquí -dijo Sally en un tono asombrosamente firme- y atareada ayudando al tirano de tu marido. Graystone ha sido siempre un jefe muy severo.
– ¿Ayudando a Graystone? ¿Tú también? -gimió Augusta al comprender lo que eso significaba-. Tendría que haberlo adivinado. Tú eras parte de su… -Se interrumpió, recordando la presencia de la niña.
– Claro, querida. ¿No sabías que tengo un pasado bastante dudoso? -Si bien la risa de Sally era débil, la alegría era genuina-. Preséntame a esta jovencita, la hija de Graystone, si no me equivoco.
– Así es. -Augusta hizo las presentaciones y Meredith inclinó la cabeza.
– El parecido es innegable -dijo Sally con cariño-. La misma mirada inteligente, la misma sonrisa que crece lentamente. Qué encantadora. Meredith, sírvete pastel del bufé.
– Gracias, lady Arbuthnot.
Sally observó a Meredith cuando corría al otro lado del salón, hacia la mesa donde se habían servido distintos platos. Luego se volvió lentamente hacia Augusta.
– Es una niña adorable.
– Y tan estudiosa como el padre. Me ha dicho que quizás escriba un libro. -Augusta se sentó en una silla, cerca de Sally.
– Es probable que lo haga. Conociendo a Graystone, me imagino que debe de estudiar con arreglo a un programa muy extenso. Me estremezco al pensarlo.
Augusta rió.
– No temas, Sally. Me he ocupado de llenar los huecos a base de otras actividades de que adolecía el programa de Meredith, como pintura con acuarela y lectura de novelas. Además, cuento con la ayuda de la institutriz.