Pompeya había sido organizado para emular a los elegantes clubes de caballeros en diversos aspectos, si bien los muebles y la decoración tenían un aire definidamente femenino. Las cálidas paredes amarillas estaban cubiertas por retratos de famosas mujeres de la antigüedad clásica. En un extremo del salón había un bello retrato de Pantia, la curandera. Más aquí, una pintura muy hermosa de Eurídice, la madre de Filipo de Macedonia, en el acto de dedicar un monumento a la educación. Sobre la chimenea colgaba una pintura que representaba a Safo con la lira en la mano componiendo poemas. En la pared de enfrente, Cleopatra ocupaba el trono de Egipto. Otros cuadros y esculturas representaban a las diosas Artemisa, Deméter e Iris en diversas posturas llenas de encanto. El mobiliario era de estilo clásico con profusión de pedestales, urnas y columnas dispuestas con el propósito de conferir un aire de antiguo templo griego.
El club brindaba a las integrantes muchos de los entretenimientos que ofrecían el White, el Brook y el Watier. Había siempre disponible una amplia variedad de periódicos que incluían el Times y Morning Post, como también bufé frío, té, café, jerez y otros licores de frutas. En una de las salas se podía beber y en otra, jugar a los naipes. A últimas horas de la noche se podía encontrar a las señoras del club que querían jugar al whist o al macao sentadas frente a las mesas de tapete verde, todavía ataviadas con los elegantes vestidos de baile que habían usado unas horas antes. Con todo, la dirección no alentaba las apuestas demasiado elevadas. Lady Arbuthnot había dejado claro que no quería que un marido furioso llamara a su puerta para investigar pérdidas cuantiosas en su sala de juego.
Cuando Augusta entró en el salón se sintió rápidamente envuelta en una atmósfera agradable y relajada. Una mujer rubia y regordeta sentada ante un escritorio alzó la mirada y Augusta la saludó al pasar con un gesto de la cabeza.
– Lucinda, ¿cómo va tu poesía? -le preguntó.
Al parecer, en los últimos tiempos, la máxima ambición de las miembros del club consistía en escribir. La única que escapaba a la llamada de la musa era la propia Augusta. Le bastaba leer las novelas más recientes.
– Muy bien, gracias. Esta mañana estás espléndida. ¿Significa que tienes buenas noticias? -Lucinda le dirigió una sonrisa perspicaz.
– Gracias, Lucinda. Sí, te aseguro que traigo las mejores noticias. Es sorprendente cómo levanta el ánimo un fin de semana en el campo.
– O la reputación.
– Justamente.
Augusta prosiguió recorriendo el salón hacia el rincón donde dos mujeres saboreaban el té delante del fuego.
Lady Arbuthnot, patrocinadora del club Pompeya y conocida por todas las integrantes como Sally, llevaba un cálido chal de la India sobre el elegante vestido de tono rojizo de manga larga. Su silla ocupaba el lugar más cercano posible al hogar. Desde ese punto privilegiado gozaba de la vista de todo el salón. Como de costumbre, conservaba una postura llena de gracia y llevaba el cabello recogido hacia arriba siguiendo la moda. En otros tiempos, el encanto de la mujer había constituido la comidilla de la sociedad.
Dama opulenta, que había enviudado hacía treinta años poco después de casarse con un afamado vizconde, podía permitirse gastar una fortuna en ropa y no vacilaba en hacerlo. Sin embargo, todas las sedas y muselinas del mundo no eran capaces de ocultar su debilidad y extrema delgadez, consecuencias de una enfermedad devastadora que la destruía lentamente, y chic a Augusta le resultaba casi tan difícil de soportar como a la propia Sally. Sentía que perderla sería tan doloroso casi como había sido perder a su propia madre.
Se habían conocido en una librería donde ambas curioseaban volúmenes sobre temas históricos e inmediatamente habían trabado una amistad que profundizó con el correr de los meses. Al principio disfrutaron las dos recorriendo Londres, pero luego Sally comenzó a fatigarse con facilidad. Al cabo se hizo evidente que estaba enferma de gravedad. Se confinó en el hogar y Augusta creó el club Pompeya para entretenerla. A pesar de los años que las separaban, compartían los mismos intereses, excentricidades y una inclinación hacia la aventura que las acercaba. Para Augusta, Sally representaba a la madre que había perdido, y para la anciana, Augusta constituía la hija que nunca había tenido. En muchos aspectos, Sally había asumido el papel de mentora, entre otras cosas abriéndole a la joven uno de los salones más selectos del haute monde. Los contactos de Sally en sociedad eran innumerables, y con el mayor entusiasmo había impulsado a Augusta al remolino de la sociedad. Las dotes naturales de la joven le aseguraron su posición en el ambiente.
En la actualidad, pese a las penurias de la enfermedad, el humor y la aguda inteligencia de la anciana se mantenían casi intactos. Al volver la cabeza y ver a Augusta, sus ojos se iluminaron de placer y alegría.
La joven se sentó cerca de lady Arbuthnot y la miró con los bellos ojos oscuros cargados de ansiedad. A su lado, Rosalind Morrissey era la heredera de una gran fortuna y además una atractiva muchacha de cabello castaño y busto hermoso.
– Ah, mi querida Augusta -exclamó Sally con profunda satisfacción, mientras la muchacha se inclinaba para besarla en la mejilla-. Algo me dice que has tenido éxito, ¿eh? En los últimos días, la pobre Rosalind ha estado muy inquieta. Tienes que aliviar su aflicción.
– Con sumo placer. Rosalind, he aquí tu diario. No te diré que lo obtuviera con la complacencia de lord Enfield, pero, ¿qué importancia tiene? -Augusta le extendió el pequeño cuaderno forrado de cuero.
– ¡Lo encontraste! -Rosalind se levantó de un salto y le arrebató el cuaderno-. No puedo creerlo. -Rodeó a Augusta con los brazos y le dio un fuerte abrazo-. ¡Qué alivio tan grande! ¿Cómo podría agradecértelo? ¿Tuviste algún problema? ¿Corriste algún peligro? ¿Sabe Enfield que se lo quitaste?
– Bien, las cosas no salieron exactamente de acuerdo a lo previsto -admitió Augusta sentándose frente a Sally-. Deberíamos hablar del tema ahora mismo.
– ¿Algo salió mal? -preguntó Sally con interés-. ¿Te descubrieron?
Augusta frunció la nariz.
– Me sorprendió lord Graystone en el mismo momento de recobrar el diario. ¿Cómo podía imaginar que a esa hora estaría merodeando por ahí? Cualquiera podía pensar que, si estaba despierto, estuviera escribiendo otro tratado acerca de los clásicos griegos. Pero estaba allí, deambulando por la biblioteca, frío como él solo, cuando yo, precisamente, me arrodillaba tras el escritorio de Enfield.
– ¡Graystone! -Rosalind se dejó caer en la silla con expresión horrorizada-. ¿Ese sujeto tan severo? ¿Te vio, vio mi,diario?
Augusta la tranquilizó con un gesto de cabeza.
– No te preocupes, Rosalind. Sí, me vio en la biblioteca, pero no sabe que el diario es tuyo. -Se volvió hacia Sally frunciendo el ceño-. Fue todo muy misterioso. El conde sabía que yo estaba allí y que buscaba algo. Incluso sacó un trozo de alambre y abrió el escritorio, pero se negó a revelarme su fuente de información.
Rosalind se cubrió la boca con la mano y sus ojos oscuros se abrieron alarmados.
– Cielos, debe de haber una espía entre nosotras.
Sally se apresuró a calmarlas.
– Estoy segura de que no hay por qué preocuparse. Hace muchos años que conozco a ese hombre. Vive aquí al lado. Por experiencia, puedo decir que cuenta siempre con la información más insólita.
– Me dio su palabra de que no diría nada a nadie acerca del incidente y me siento inclinada a creerle -dijo Augusta con lentitud-. Desde hace un tiempo es muy amigo de mi tío, y tal vez creía estar haciéndole un favor a sir Thomas si me vigilaba en la residencia de Enfield.
– Ese es otro rasgo de Graystone -dijo Sally con convicción-. Puedes confiar en que sepa guardar un secreto.
– ¿Está segura? -preguntó Rosalind, ansiosa.