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– ¿Lo entiendes? ¿Qué tiene que ver con mi hermano? Harry, ¿qué significa?

– Por favor, Augusta, cállate. Siéntate y concédeme unos minutos para examinarlo. Hacía tiempo que no veía este código.

Augusta obedeció; se sentó muy callada con las manos entrelazadas y aguardó ansiosa el resultado.

Harry volvió a la silla tras el escritorio y se sentó. Abrió el cuaderno por la primera página y la estudió con atención. Volvió la página, y luego otra. Por fin, echó un vistazo a otro par de ellas al final del cuaderno.

Después de una angustiosa espera, cerró el diario y alzó la mirada. Había un resplandor helado que Augusta jamás había visto en aquellos claros ojos grises.

– ¿Y bien? -murmuró.

– Al parecer, es un registro de despachos codificados enviados por medio de distintos correos durante la guerra. Reconozco algunos de los envíos, pues mis agentes los interceptaron y los descifraron.

Augusta se puso ceñuda.

– ¿Y cómo se relaciona con mi hermano?

– Augusta, es un diario personal. -Harry tocó suavemente el cuaderno-. Se supone que nadie más que quien lo escribió debería leerlo.

– Pero, ¿a quién pertenece? ¿Puedo saberlo?

– Sólo un hombre pudo haber conocido estos despachos y sólo él podía saber los nombres de los correos y agentes franceses que se enumeran al comienzo. En otro tiempo, este diario perteneció a Araña.

Augusta sintió pánico.

– Pero, Harry, ¿qué tiene que ver con mi hermano?

– Augusta, al parecer alguien trata de decirnos, basado en esta y otras evidencias, que tu hermano y Araña eran la misma persona.

– ¡No, es imposible! -Augusta dio un salto-. Eso es mentira.

– Por favor, Augusta, siéntate -dijo Harry en voz baja.

– No me sentaré. -Dio un paso adelante, apoyó las manos sobre el escritorio y se inclinó hacia el conde, ansiosa de que le creyera-. ¡No me importan las pruebas! ¿Me oyes? ¡Mi hermano no fue un traidor! Debes creerme. Ningún Ballinger de Northumberland traicionaría a su patria. Richard no era Araña.

– Tal como están las cosas, me inclino a darte la razón.

Aturdida por la súbita aceptación de la inocencia de Richard después de la evidencia condenatoria, Augusta se dejó caer otra vez en la silla.

– ¿Estás de acuerdo conmigo? ¿No crees que ese diario perteneciera a Richard? Porque podría asegurarte que no le perteneció. Ésa no es la letra de mi hermano, te lo juro.

– La letra no demuestra nada. Sin duda, cualquiera medianamente inteligente acuñaría una escritura, propia de un diario tan peligroso como éste.

– Pero, Harry…

– Hay otras razones -la interrumpió Harry con suavidad- que hacen difícil, si no inverosímil, que tu hermano fuera Araña.

Augusta, sintiendo que se alzaba en su interior una inmensa oleada de alivio, sonrió.

– Me alegro Harry, gracias por creer en el honor de mi hermano. No puedo decirte cuánto significa esto para mí. Nunca olvidaré tu bondad en este asunto y te aseguro que tendrás mi gratitud y aprecio para siempre.

Harry la contempló en silencio un instante, tabaleando distraído sobre el volumen forrado de cuero.

– Me complace oírtelo decir. -Dejó el diario en el cajón del escritorio y lo cerró con llave.

La sonrisa de Augusta se tornó brillante; se aclaró la voz.

– A pesar de todo me queda una duda.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Puedes decirme por qué estás tan predispuesto a creer que Richard no fuera Araña? -En torturante suspenso, aguardó a que Harry confesara que era el cariño que sentía por ella.

– La respuesta es obvia, Augusta.

– ¿Sí? -La joven lo miró desbordante de alegría.

– Hace ya unas semanas que vivo con una Ballinger de Northumberland y he llegado a conocer sus hábitos y características. Y como todos ellos comparten ciertos rasgos… -Se interrumpió con un encogimiento de hombros.

Augusta se sintió confundida.

– Por favor, continúa.

– Permíteme hablar sin rodeos. Ningún Ballinger de Northumberland tendría el temperamento adecuado a un espía que actuara durante años y que conservara su identidad.

– ¿Temperamento, Harry? ¿A qué te refieres?

– Lo que quiero decir -respondió Harry- es que por lo general los Ballinger de Northumberland, de los cuales sin duda tu hermano era un exponente, son demasiado emotivos, precipitados, indiscretos, impetuosos e idiotas como para ser espías medianamente decentes.

– ¡Oh! -dijo Augusta, parpadeando mientras asimilaba la inesperada respuesta. Entonces, la impactó la magnitud de la ofensa. Volvió a levantarse de un salto, indignada-. ¿Cómo te atreves a decir eso? Discúlpate ahora mismo.

– No seas ridícula, uno no pide disculpas por decir la verdad.

Augusta lo miró cada vez más furiosa.

– En ese caso, no tengo otra alternativa. Has insultado a mi familia. Como última descendiente de los Ballinger de Northumberland, exijo una satisfacción por esta difamación.

Harry la contempló azorado. Luego se levantó lentamente y habló con mortífera suavidad.

– ¿Cómo dices?

– Ya lo ha oído, usted, señor mío. -Augusta temblaba de furia, pero mantenía alzada la barbilla en gesto desafiante-. En este mismo instante, estoy retándolo a duelo. Por supuesto, elige usted las armas. -Lo miró ceñuda, mientras Harry la contemplaba con expresión perpleja-. Creo que es así como se hace. Si lanzo yo el reto, elige usted las armas, ¿verdad?

– Cierto, señora. -Harry dio la vuelta al escritorio-. Sí, en efecto, ésa es la forma correcta de retar a duelo y, como parte desafiada, reclamo el derecho a elegir, no sólo las armas sino también el lugar.

– ¡Harry! -Asustada por la inflexible expresión que mostraba el rostro de Harry mientras se acercaba a ella, Augusta comenzó a retroceder-, ¿qué vas a hacer?

En el mismo instante en que Augusta comenzaba a pensar que seria mejor dar media vuelta y correr hacia la puerta, Harry llegó hasta ella. Retrocedió otro paso, pero ya era demasiado tarde.

La alzó como si fuera un saco de harina y se la puso sobre el hombro. Ganó la puerta, la abrió y condujo a Augusta al vestíbulo.

– ¡Caray, Harry, deténte ahora mismo! -Augusta le aporreó las anchas espaldas. Pataleó con brío, pero el esposo le rodeó los muslos con un brazo, impidiéndole moverse.

– Quería usted un duelo, señora y lo tendrá. Emplearemos las armas con las que nos dotó la naturaleza y el campo del honor será mi cama. Le juro que no daré cuartel, por más que suplique.

– ¡Maldición, Harry! Esto no es lo que yo pretendía.

– Qué pena.

Harry había llegado a la mitad de la escalera con Augusta a cuestas, cuando apareció Craddock procedente del ala de los sirvientes. El mayordomo luchaba por ponerse la chaqueta. Llevaba la camisa abierta y los zapatos en la mano. Miró azorado a señor y señora.

– Su señoría, escuché un alboroto -tartamudeó Craddock, incómodo-. ¿Ocurre algo malo?

– En absoluto, Craddock -le aseguró Harry, y siguió subiendo la escalera con Augusta sobre el hombro-. Lady Graystone y yo vamos a acostarnos. Apaga las lámparas.

– Claro, señoría.

Augusta avistó la expresión de Craddock mientras Harry giraba al llegar a la cima de la escalera. El mayordomo luchaba por contener la risa y la joven lanzó un quejido de disgusto.

Harry despidió al ayuda de cámara con una sola palabra, mientras irrumpía en la habitación:

– Fuera.

El hombre desapareció cerrando la puerta, pero Augusta lo descubrió sonriendo. Mientras Harry la dejaba con suavidad sobre la cama, le lanzó una mirada feroz.

Cuando el conde se sentó junto a ella y comenzó a quitarse las botas, ella se apresuró a sentarse. La furia se había desvanecido y recobraba el sentido común. Comprendía que lo que acababa de decir en la biblioteca había sobrepasado los límites.

– Harry, lamento haber lanzado un desafío tan irresponsable. Comprendo que es un comportamiento reprensible, pero me has enfurecido.