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– Eso no es nada comparado con el efecto que ejerces sobre mi carácter. -La segunda bota cayó al suelo. Harry se puso de pie y siguió desnudándose.

Augusta vio que ya estaba excitado. Sintió que un conocido calor comenzaba a recorrerle la parte inferior del tronco. «Lo amo -pensó resentida-. Es injusto que ejerza semejante poder sobre mí.»

– Y ahora, señora esposa, comenzaremos el duelo.

Harry se tendió sobre la cama y de un solo movimiento levantó las faldas y las enaguas de su esposa hasta la cintura. Con gesto audaz, le apretó el muslo con la mano y se inclinó sobre ella, contemplándola con ojos resplandecientes.

– ¿Y si gano, te disculparás? -murmuró Augusta, sintiendo la piel acalorada bajo las caricias del hombre.

– No pediré disculpas, señora mía, pero exigiste satisfacción y te juro que la tendrás. Por supuesto, yo también obtendré la mía.

Mientras se tendía encima, aplastó su boca en la de Augusta.

CAPÍTULO XVIII

Augusta se removió en la enorme cama sintiendo junto a ella aquel cuerpo masculino duro, sólido y perturbador. En el aire se cernía el denso aroma del amor reciente y el cuerpo de la joven todavía estaba húmedo.

Abrió los ojos y vio una luna pálida que asomaba por la ventana. Estiró lentamente las piernas, haciendo una mueca al percibir los músculos un tanto doloridos; siempre le pasaba lo mismo cuando Harry le hacía el amor. Se sentía como si hubiese cabalgado largo rato en un potro brioso. «Tal vez sea yo la montura», pensó, sonriendo para sí.

– Augusta.

– ¿Qué, Harry? -Se volvió de lado y le apoyó los codos sobre el pecho.

– Hay algo que me gustaría saber acerca de esta noche.

– ¿De qué se trata?

Entrelazó los dedos en la rizada mata de pelo del pecho de su esposo. Era asombroso su cambio de humor cuando compartían la cama. Ya no se sentía beligerante ni a la defensiva.

– ¿Por qué no acudiste a mí de inmediato con el mensaje que cayó en tus manos? ¿Por qué intentaste sostener tú sola un encuentro tan peligroso?

Augusta suspiró.

– No creo que lo entendieras, Harry.

– Inténtalo.

– Y aunque lo entendieras, no estarías de acuerdo.

– En ese sentido tienes razón, Augusta, pero me gustaría que me respondieras -le exigió con suavidad-. ¿Es que temías que la información constituyera una evidencia contra tu hermano?

– Oh, no -se apresuró a responder la joven-, todo lo contrario. Al leer la nota, supuse que sería la prueba que necesitaba para disipar la nube de sospecha que pende sobre el nombre de Richard.

– Entonces, ¿por qué no confiaste en mí? Sabías que me interesaría cualquier cosa que sucediera.

La mujer dejó de juguetear con el vello del pecho de Harry.

– Quería demostrarte que podía ser tan útil como tus amigos en tus investigaciones.

– ¿Sally y Sheldrake? -Harry se puso ceñudo-. Augusta, eso es una tontería. Ellos tienen experiencia en estos asuntos y saben cuidarse y en cambio tú lo ignoras.

– Pues de eso se trata. -Se sentó junto a él-. Quiero aprender. Quiero formar parte del círculo de amigos con quienes compartes tus más hondos pensamientos. Quiero tener contigo el mismo vínculo que tienes con Sally y Peter.

– ¡Demonios, Augusta, tú eres mi esposa! -murmuró Harry, exasperado-. Nuestro vínculo es más íntimo que el que mantengo con Sally o con Peter Sheldrake, te lo aseguro.

– Las únicas ocasiones en que de verdad me siento cerca de ti es en la cama, como ahora. Y eso no me basta, pues incluso así, percibo una distancia.

– En semejantes momentos no existe la menor distancia. -Sonrió, mientras le acariciaba la cadera-. ¿Acaso necesitas que te lo recuerde?

Augusta rehuyó la caricia.

– Sin embargo, existe cierta distancia, pues tú no me amas. Sólo sientes pasión por mí. No es lo mismo.

El conde alzó una ceja.

– ¿Eres experta en reconocer la diferencia?

– Las mujeres somos expertas en lo que atañe a la diferencia entre pasión y amor -replicó Augusta-. No cabe duda de que se trata de un instinto.

– ¿Te propones que volvamos a enzarzarnos en una de esas discusiones inútiles contra tu confusa lógica femenina?

– No. -Ansiosa, Augusta se inclinó hacia delante-. Es que he tomado una decisión; ya que no puedes amarme, Harry, quiero tu amistad, formar parte de tu círculo de amigos, esos camaradas con quienes lo compartes todo. ¿Me entiendes?

– No, no te entiendo. Lo que dices carece de cualquier sentido.

– Quiero formar parte del círculo que te rodea, ¿no te das cuenta?, de tu verdadera familia.

– ¡Maldición, Augusta, estás profiriendo un montón de tonterías sentimentales! Escúchame bien; desde luego que formas parte de esta familia -le sostuvo la barbilla y la miró a los ojos-, no lo olvides. No eres una agente de inteligencia y no quiero que te dediques a esos juegos como has hecho esta noche. ¿Está claro?

– Pero Harry, lo hice bien, admítelo. He aportado una prueba interesante. Piénsalo. Alguien se ocupa en hacernos creer que Araña era mi hermano y que, por lo tanto, hace dos años que ha muerto. Eso brinda interesantes posibilidades, ¿no crees?

El conde hizo una mueca amarga.

– Ya lo creo; la más interesante es que sin duda Araña está bien vivo y quiere que lo crean muerto. Lo cual nos lleva a la conclusión de que tal vez en este momento disfrute de la aceptación de la sociedad y quiera seguir adelante con su nueva vida. Es evidente que tiene mucho que perder si se revela la verdad de su pasado. Y eso lo hace más peligroso que nunca.

Augusta reflexionó.

– Comprendo lo que quieres decir.

– Querida, cuanto más pienso en los sucesos de esta noche, pienso en lo cerca que estuviste de una desgracia. Y la culpa es mía.

Augusta se asustó. Cuando Harry hablaba en ese tono, por lo general comenzaba a dar órdenes.

– Te ruego que no te culpes. Fue un accidente y no creo que vuelva a suceder. La próxima vez que reciba una nota rara, te juro que acudiré a ti de inmediato.

El conde la recorrió con la mirada.

– Augusta, tomaré medidas para asegurarme de que sea así. Ni Meredith ni tú saldréis de casa salvo acompañadas por mí o de dos lacayos. Seleccionaré a quienes os acompañen e informaré a Craddock.

– Muy bien, milord. -Augusta exhaló un suspiro de alivio. «No ha sido tan malo como podría haber sido -pensó-. Podría haberme prohibido salir de casa sin él. Y como últimamente está tan poco, habría sido como permanecer en una celda.» Se felicitó por haber escapado de semejante destino.

– Señora mía, ¿he sido claro?

Augusta inclinó la cabeza como debía hacerlo una esposa obediente:

– Muy claro, milord.

– Y más aún -añadió Harry, marcando las palabras-, a no ser que te acompañe yo, de noche no saldrás sola ni acompañada de lacayos.

Eso era demasiado y Augusta se resistió.

– Harry, eso es ir demasiado lejos. Te juro que Meredith y yo llevaremos una brigada con nosotras cada vez que salgamos, si es lo que deseas, pero no puedes confinarnos en casa por la noche.

– Lo lamento, Augusta -replicó Harry con delicadeza-, pero si no sé que estás a salvo en casa, no podré concentrarme en la investigación.

– En ese caso, tendrás que ser tú quien le diga a tu hija que no podrá acudir al anfiteatro Astley mañana por la noche -le anunció Augusta.

– ¿Pensabas llevarla a Astley? -Harry se puso ceñudo-. Francamente, no me parece una elección muy acertada. Astley es famoso por sus espectáculos insulsos. No es un entretenimiento elevado ni instructivo, ¿no crees?

– Pues creo -dijo Augusta en tono cortante- que Meredith disfrutaría mucho. ¡Y yo también!

– Bien, entonces creo que podría reajustar mi horario y acompañaros a Astley mañana por la noche -dijo Harry en tono conciliador.

Esa inesperada rendición cogió a Augusta desprevenida.

– ¿Lo harías?

– No te asombres, querida. Como vencedor del duelo, puedo darme el lujo de ser generoso con el perdedor.