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– Debe de haber sido una experiencia terrible.

– ¿La guerra? -Augusta asintió, con el corazón oprimido de simpatía tanto hacia Harry como hacia Peter-. Son hombres buenos y los hombres buenos deben de sufrir mucho en la guerra.

– ¡Oh, Augusta, amo tanto a Peter…! -Claudia apoyó la barbilla sobre una mano y contempló las llamas-. Estoy muy inquieta por él.

– Lo sé, Claudia. -Augusta comprendió que esa noche se sentía más cerca que nunca de su prima. Era una sensación agradable-. Claudia, ¿crees que, a pesar de provenir de distintas ramas de la familia, tengamos algún antepasado común?

– Los últimos días he pensado mucho en ello -admitió Claudia con aire melancólico. Augusta rió suavemente.

Las dos mujeres permanecieron calladas frente al fuego durante largo tiempo. Meredith dormía apaciblemente junto a ellas.

A la noche siguiente, la inquietud de Augusta se transformó en una enorme ansiedad que amenazaba con abrumarla. En un momento dado se durmió y tuvo una confusa pesadilla.

Se despertó sobresaltada. Tenía las manos húmedas y el corazón le golpeaba con fuerza. Había tenido la sensación de haber quedado sepultada viva bajo las mantas. Controlando el pánico, las apartó y saltó de la cama.

Permaneció de pie respirando agitada, tratando de calmar el extraño temor que la atenazaba. Cuando ya no pudo soportarlo, se rindió a él. Recogió la bata, salió corriendo del dormitorio y corrió por el pasillo hasta el dormitorio de Meredith pensando que se tranquilizaría una vez la viese a salvo.

Pero Meredith no ocupaba su cama y en esta ocasión, la ventana estaba abierta de par en par. La brisa nocturna agitaba las cortinas y enfriaba el cuarto. La luz de la luna dejaba ver una cuerda amarrada al alféizar y que colgaba hasta el suelo. Meredith había sido raptada.

CAPÍTULO XX

Al cabo, Augusta había reunido a toda la casa en el zaguán. Iba y venía frente a ellos, mientras la última doncella salía a tropezones del lecho tibio y ocupaba su lugar al final de la línea. También los perros estaban presentes. Alertados por la conmoción, habían salido de la cocina a ver qué sucedía. A nadie se le había ocurrido encerrarlos ni hacerlos salir.

Claudia acompañaba a Augusta, tensa, con la mirada fija en su prima. Steeples, el mayordomo y la señora Gibbons, el ama de llaves, esperaban ansiosos a que se les diera instrucciones. Los sirvientes estaban azorados, y con ellos Clarissa Fleming. En medio de la crisis, esperaban a que Augusta asumiera el mando.

La principal obsesión de Augusta era pensar que había fracasado en proteger a Meredith. «La cuidaré con mi propia vida, Harry.»

No había cumplido su promesa. No podía fracasar en el rescate de la niña. Por una vez en la vida, tenía que ser fría y lógica, y debía actuar con rapidez. Se dijo que debía dejar a un lado las emociones y pensar con tanta lucidez como lo haría Harry si estuviese allí.

– Préstenme atención, por favor -dijo a los criados reunidos allí. De inmediato, se hizo silencio-. Ya saben ustedes lo que ha sucedido. Lady Meredith ha sido secuestrada.

Algunas de las doncellas comenzaron a llorar.

– Silencio, por favor -exclamó Augusta-. No es hora de sentimentalismos. He estado pensando en lo que ocurrió; la ventana no fue forzada. Es evidente que la abrieron desde dentro. Los perros no ladraron. Steeples, la señora Gibbons y yo hemos recorrido toda la casa y no hay la menor señal de que ninguna entrada haya sido forzada. Creo que se puede sacar una conclusión.

Contuvieron todos el aliento y contemplaron a la señora de la casa.

Augusta observó las caras de los criados.

– Mi hija ha sido secuestrada por alguno de los integrantes de Graystone. Forman ustedes un grupo numeroso. ¿Falta alguien?

A esta pregunta siguió una exclamación colectiva y se miraron todos entre sí. Luego se oyó un gemido desde la fila de atrás.

– Falta Robbie -gritó el cocinero-, el nuevo lacayo.

Al oírlo, una doncella joven que ocupaba la segunda fila rompió a sollozar. Augusta miró a la muchacha mientras se dirigía a Steeples con voz serena.

– ¿Cuándo fue contratado ese Robbie?

– Un par de semanas después del casamiento de su señoría, señora, allá por los días en que se contrató servicio auxiliar para la fiesta. Después se decidió conservar a Robbie. Dijo que tenía familiares en la aldea, que había estado trabajando en Londres y que buscaba un empleo en el campo. -Steeples parecía perturbado-. Tenía excelentes referencias, señora.

Augusta miró a Claudia a los ojos.

– Sin duda, excelentes referencias de Araña.

Claudia apretó los labios.

– ¿Es posible?

– Las fechas coinciden.

En ese momento, la doncella del final de la fila cayó de rodillas sollozando.

– ¿Qué sucede, Lily?

Lily la miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Señora, yo me temí sus malas intenciones, pero creí que sólo pensaría en llevarse algunas piezas de plata. Jamás pude imaginar que hiciera algo semejante, lo juro.

Augusta le hizo una seña.

– Ven a la biblioteca. Quiero conversar contigo en privado. -Miró al mayordomo-. Comience la búsqueda de inmediato. A tenor de los hechos, Robbie debe ir a pie. ¿No es así?

– De los establos no falta ningún caballo -informó un mozo- pero pudiera ser que tuviera uno esperándolo.

Augusta asintió.

– Es cierto. Muy bien. Esto es lo que se hará, Steeples; haga ensillar todos los caballos disponibles incluyendo mi yegua. Los que sepan cabalgar, que los monten. Que todos los demás salgan a pie con antorchas y perros. Envíe a alguien a la aldea que despache un mensajero a Londres para informar a su señoría de lo sucedido. Tenemos que proceder con rapidez.

– Sí, señora.

– La señorita Fleming los ayudará a organizar la búsqueda, ¿verdad, señorita Fleming?

Clarissa adoptó una postura marcial.

– Por supuesto, señora.

– Muy bien. Comencemos. -Steeples tomó el mando de las tropas.

Claudia siguió a Augusta a la biblioteca y escuchó con atención mientras Lily desgranaba la historia.

– Creí que le gustaba yo, señora. Él me traía flores y regalitos. Pensé que estaba cortejándome, pero a veces me extrañaba.

– ¿Por qué pensabas que tenía malas intenciones? -insistió Augusta.

Lily suspiró.

– Me comentó que estaba a la espera de mucho dinero, que le bastaría para establecerse toda la vida, que compraría una casita y que viviría como un señor. Yo me reía de él, pero lo decía tan serio que alguna vez lo creí.

– ¿Hubo algo más que te alertara? -preguntó Augusta-. Piensa, muchacha. Está en juego la vida de mi hija.

Lily la miró y luego dejó caer la vista al suelo.

– No es por lo que dijera, señora, sino más bien por lo que hacía cuando creía que nadie lo veía. Varias veces lo sorprendí observando la casa con atención. Fue entonces cuando pensé en si tendría intenciones de llevarse la plata. Iba a decírselo a la señora Gibbons, pero no estaba segura y no quería que Robbie fuera despedido por mi culpa.

Augusta fue hasta la ventana y miró hacia fuera la oscuridad. Pronto amanecería. Steeples se había apresurado a cumplir sus órdenes. Los caballos eran conducidos al frente de la casa. Los perros ladraban excitados. Un grupo con antorchas se introducía en el bosque. «Meredith, querida mía, pequeña Meredith, no temas, te encontraré.»

Augusta hizo a un lado la desesperación que amenazaba con anegarla. Se obligó una vez más a pensar con claridad.

– Aunque fuese a caballo, no llegaría muy lejos antes de la mañana, pues el peso de la niña lo retrasará, y a la luz del día, su presencia sería advertida con facilidad. En consecuencia, debemos suponer que piensa ocultar a Meredith durante el día y viajar de noche.

– No puede recogerse en una posada con la hija de Graystone -dijo Claudia-, no creo que Meredith permaneciera callada.

– Así es. Hemos de suponer que cuenta con algún sitio donde esconderse hasta ponerse en contacto con Araña. No hay por aquí muchos lugares donde Robbie pueda ocultarse con Meredith durante mucho tiempo.