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– Mientras tú te sepultas en esos estudios de los clásicos griegos y romanos. Vamos, Harry, sé sincero, confiesa que también tú echas de menos la vida que llevábamos en el continente.

– En absoluto. Estoy muy encariñado con mis griegos y mis romanos. De todos modos, Napoleón fue derrotado al fin y ahora tengo deberes y responsabilidades aquí, en Inglaterra.

– Sí, lo sé, tienes que ocuparte de tus propiedades y títulos, y cumplir tus responsabilidades. Debes casarte y concebir un heredero. -Peter bebió un gran trago de vino.

– Yo no soy el único que debe cumplir sus responsabilidades -replicó Harry con aire significativo. Peter lo pasó por alto.

– Por amor de Dios, hombre, fuiste uno de los oficiales de Inteligencia más importantes de Wellington. Dirigías a muchos agentes que, como yo, reunían los datos clave. Descifraste los códigos secretos más importantes de los franceses. Arriesgaste tu cuello y el mío. No me digas que no echas de menos esa excitación.

– Me complace mucho más descifrar latín y griego que leer despachos militares escritos con tinta invisible y en código secreto. Te aseguro que me entusiasma más la historia de Tácito que evaluar la obra de ciertos agentes franceses.

– Pero piensa en la amenaza y los peligros que viviste cada día de los últimos años. Recuerda las partidas mortales que jugaste con tu mortal enemigo Araña. ¿Cómo es posible que no lo eches de menos?

Harry se encogió de hombros.

– En relación con Araña, lo único que lamento es que nunca pudiéramos desenmascararlo y llevarlo ante la justicia. En cuanto a la excitación, en primer lugar, nunca la busqué. Las tareas que desarrollé me fueron impuestas.

– Sin embargo, las cumpliste de manera brillante.

– Las realicé lo mejor que pude, pero la guerra ha terminado y, en lo que a mí se refiere, ha durado demasiado. Sheldrake, eres tú el que anhela esos desafíos tan poco saludables y ahora los encuentras en los lugares más insólitos. ¿Disfrutas trabajando como mayordomo?

Peter hizo una mueca. Al volver la cara hacia su amigo, los ojos azules brillaban irónicos.

– Por cierto, el papel de Scruggs no es tan interesante como seducir a la esposa de un oficial francés o robar documentos secretos, pero requiere lo suyo. Por otra parte, me encanta que Sally se divierta. Me parece que no la tendremos mucho tiempo entre nosotros, Harry.

– Lo sé. Es una mujer valiente. La información que pudo sonsacar aquí en Inglaterra durante la guerra fue estimable. En bien de la patria, corrió serios riesgos.

Peter asintió con aire pensativo.

– A Sally siempre le han encantado las intrigas, igual que a mí. Tenemos mucho en común y me agrada custodiar la entrada de su precioso club. En estos tiempos, Pompeya es lo más importante para ella y le brinda un gran placer. Puedes darle las gracias a tu muchachita traviesa.

Los labios de Harry se curvaron en un gesto amargo.

– La absurda idea de organizar un club de damas al modo de los de caballeros fue de Augusta Ballinger. No me sorprende demasiado.

– No sorprendería a nadie que conociera a Augusta Ballinger. Tiene cierta tendencia a poner en marcha los acontecimientos, ¿entiendes a qué me refiero?

– Por desgracia, sí.

– Estoy seguro de que a la señorita Ballinger se le ocurrió la idea del club para divertir a Sally. -Peter vaciló, y siguió con expresión pensativa-. La señorita Ballinger es bondadosa incluso con la servidumbre. Hoy me dio un remedio contra el reumatismo. No hay muchas damas de alcurnia capaces de preocuparse por un sirviente y pensar en su reumatismo.

– No sabía que padecieras reumatismo -dijo Harry en tono seco.

– Yo no, sino Scruggs.

– Sheldrake, limítate a vigilar el Pompeya. No quisiera que la señorita Ballinger sufriera incomodidades por culpa de ese ridículo club.

Peter alzó una ceja.

– ¿Te preocupa la reputación de esa joven por tu amistad con su tío?

– No del todo. -Abstraído, Harry jugueteó con la pluma, y agregó en tono suave-: Tengo otro motivo para preservarla del escándalo.

– Lo sabía. -Peter se precipitó hacia el escritorio y apoyó la copa con fuerza sobre la pulida superficie con gesto triunfal-. Aceptarás el consejo de Sally y el mío y la agregarás a tu lista, ¿no es cierto? Admítelo, Augusta Ballinger figura ahora en esa infame lista de candidatas a condesa de Graystone.

– Me deja perplejo que todo Londres esté pendiente de mis planes maritales.

– Por supuesto, y eso se debe al modo que tienes de emprender la tarea de elegir una esposa. Todos saben algo de tu famosa lista; te he dicho que hay apuestas en toda la ciudad.

– Sí, me lo has dicho. -Harry contempló el vino-. ¿Cuál era la apuesta del libro de Pompeya?

– Diez libras a que, antes de fin de mes, pedirías la mano de Ángel.

– Pensaba solicitar la mano de la señorita Ballinger esta misma tarde.

– ¡Maldición! -Era evidente que Peter estaba disgustado-. Claudia, no. Ya sé que piensas que sería apropiada para ti, pero no creo que desees una esposa con alas y un halo. Necesitas otra mujer y el Ángel necesita otra clase de hombre. No seas tonto, Harry.

Harry alzó las cejas.

– ¿Alguna vez me has visto hacer el tonto?

Peter entrecerró los ojos y luego su rostro se iluminó con una lenta sonrisa.

– No, señor. De modo que eso era, ¿eh? Magnífico. ¡Magnífico! No lo lamentarás.

– No estoy muy seguro -dijo Harry.

– Míralo de este modo, por lo menos, no te aburrirás. Entonces, esta tarde le propondrás matrimonio a Augusta, ¿no es así?

– No, por Dios. No pienso hablar con Augusta. Esta tarde le pediré permiso a su tío para casarme con la sobrina.

Por un instante, Peter pareció desconcertado.

– ¿Y Augusta? Sin duda, tienes que decírselo a ella, Graystone. Tiene veinticuatro años, no es una colegiala.

– Sheldrake, estamos de acuerdo en que no soy tonto. No pienso dejar una decisión tan importante en manos de una Ballinger de Northumberland.

Durante otro momento, Peter siguió con expresión desconcertada, pero luego comenzó a entender y estalló en carcajadas.

– Ahora comprendo. Buena suerte, hombre. Y ahora, si me disculpas, creo que haré un pequeño recorrido por mis propios clubes. Quisiera anotar algunas apuestas en los libros. Nada mejor que contar con un poco de inteligencia secreta, ¿no crees?

– No -admitió Harry, recordando cuántas veces su vida y la de otros había dependido de esa inteligencia. A diferencia de su amigo, se alegraba de que esa época hubiese terminado.

Esa misma tarde, a las tres, Harry se presentó en el estudio de sir Thomas Ballinger.

Sir Thomas aún era un hombre vigoroso. Una vida de dedicación a los clásicos no había ablandado su cuerpo robusto de anchos hombros. El cabello, en otro tiempo rubio, comenzaba a vetearse de plata y a escasear en la coronilla, y las patillas bien recortadas eran grises. Llevaba un par de gafas que se quitó para mirar al visitante. Al ver que se trataba de Harry, se le iluminó el rostro.

– Graystone, me alegro de verlo. Siéntese. Pensaba avisarlo. He encontrado una interesante traducción al francés de un trabajo sobre César que creo le va a gustar.

Harry sonrió y se sentó en una cómoda silla cerca del fuego.

– Sin duda me fascinará, pero hablaremos de eso en otra ocasión. Sir Thomas, hoy he venido para otra diligencia.

– ¿Qué me dice? -Sir Thomas lo observó con indulgente atención mientras servía dos copas de coñac-. ¿De qué se trata?

Harry cogió la copa y volvió a sentarse.

– Pues, en ciertos aspectos, tanto usted como yo resultamos anticuados, ¿verdad? Al menos, eso tengo entendido.

– Ya que me lo pregunta, le diré que estoy a favor del modo antiguo de hacer las cosas. Por los antiguos griegos y los divertidos romanos. -Sir Thomas alzó su copa en un brindis.

– Por los antiguos griegos y los divertidos romanos. -Obediente, Harry bebió un sorbo y dejó la copa-. He venido a pedirle la mano de la señorita Ballinger, sir Thomas.