—Es usted un hombre feliz —dijo Donald de repente, se incorporó y caminó hacia los bidones que estaban junto a la cabina.
Andrei se encogió de hombros, y mientras intentaba librarse del sabor amargo que le había dejado aquella conversación, se puso los guantes de trabajo y se dedicó a recoger la hedionda basura para ayudar a Van.
«Pues no lo sé —pensó—. Vaya cosa, la mierda. ¿Y tú, qué sabes de integrales? ¿O, digamos, de la constante de Hubble? Toda persona desconoce muchas cosas…»
Van echaba en el bidón los últimos restos de basura cuando apareció en la entrada la elegante figura del agente de policía Kensi Ubukata.
—Por aquí, por favor —le dijo a alguien, hablando por encima del hombro, y se llevó dos dedos a la visera de la gorra para saludar a Andrei—. ¡Saludos, basureros!
De la niebla callejera salió una chica que se detuvo junto a Kensi, en el círculo de luz amarillenta. Era muy joven, de unos veinte años, no más, y de muy baja estatura; apenas llegaba al hombro del policía bajito. Vestía un jersey barato con un escote enorme, y una falda corta y ceñida. En el pálido rostro infantil sobresalían los labios, muy pintados. El cabello largo y claro le caía sobre los hombros.
—No se asuste —le dijo Kensi, sonriendo con cortesía—. Solo son nuestros basureros. Cuando están sobrios son totalmente inofensivos… Van —llamó el policía—, esta es Selma Nagel, una chica nueva. La orden es que se aloje en tu edificio, en el número dieciocho. ¿Está libre el dieciocho?
—Está libre. —Van se acercó a ellos mientras se quitaba los guantes de trabajo—. Hace mucho tiempo que está libre. Hola, Selma Nagel. Soy el conserje, me llamo Van. Si necesita algo, venga a verme, esa es la puerta de mi oficina.
—Dame la llave —dijo Kensi, y se volvió hacia la chica—: Vamos, la acompaño.
—No es necesario —repuso ella, cansada—. Iré yo sola.
—Como quiera —dijo Kensi, y saludó de nuevo, llevándose la mano a la visera—. Aquí tiene su equipaje.
La chica tomó la maleta de manos del policía y la llave que le tendió Van, sacudió la cabeza y apartó el cabello que le caía sobre los ojos.
—¿Qué portal? —preguntó.
—Siga recto —explicó Van—. Allí, bajo la ventana iluminada. Quinto piso. ¿Quiere comer algo? ¿Desea una taza de té?
—No, no quiero nada —dijo la chica, sacudió de nuevo el cabello y caminó directamente hacia Andrei, taconeando sobre el asfalto.
Él retrocedió para dejarla pasar. Cuando cruzó por delante, percibió un fuerte olor a perfume y algo más. Y la siguió con la vista mientras atravesaba el círculo de luz amarillenta. Su falda era muy corta, algo más larga que el jersey, y llevaba las blancas piernas desnudas. Cuando pasó de la luz a la oscuridad del patio, a Andrei le pareció que emitían luz. En la oscuridad se veía solo su jersey blanco, así como las piernas blancas que se movían alternativamente.
Después, la puerta gimió, chirrió y se cerró de un portazo. Solo entonces Andrei sacó maquinalmente el tabaco y encendió un cigarrillo, imaginando cómo aquellas piernas blancas subían por las escaleras, pisando un peldaño tras otro… Las pantorrillas esbeltas, los hoyuelos bajo las rodillas, era como para volverse loco… Cómo seguían subiendo, cada vez más alto, un piso, otro, y se detenían ante la puerta del número dieciocho, exactamente frente al número dieciséis…
«Demonios, al menos tendría que cambiar la ropa de cama, la última vez fue hace tres semanas, la funda de la almohada estaba gris como unos peales. ¿Cómo era el rostro de la chica? Qué cosa, no puedo recordar su rostro, solo recuerdo sus piernas.»
De repente, se dio cuenta de que todos estaban callados, hasta Van, que era casado. En ese momento, Kensi comenzó a hablar.
—Tengo un tío segundo, el coronel Maki. Era ayudante del señor Osima y estuvo dos años en Berlín. Después, lo nombraron agregado militar en Checoslovaquia, y fue testigo presencial de la entrada de los alemanes en Praga… —Van hizo una señal a Andrei con la cabeza. Levantaron el bidón de una vez y lo metieron sin problemas en el camión—. Después pasó un tiempo combatiendo en China —prosiguió Kensi sin prisa, mientras encendía un cigarrillo—. Creo que fue en el sur, en la zona de Cantón. Más tarde comandó una división que desembarcó en las Filipinas y organizó la marcha de cinco mil prisioneros de guerra norteamericanos, la famosa «marcha de la muerte»… perdóneme. Donald. Con posterioridad lo destinaron a Manchuria, y lo nombraron jefe de la región fortificada de Sajalian donde, por cierto, para mantener el secreto militar de las obras, tiró por el pozo de una mina a ocho mil obreros chinos y los hizo volar con dinamita… perdóname. Van… Más tarde cayó prisionero de los rusos, y ellos, en lugar de colgarlo o de entregárselo a los chinos, que era lo mismo, simplemente lo metieron diez años en un campo de concentración…
Mientras Kensi contaba todo aquello, Andrei trepó a la plataforma del camión, ayudó a Donald a colocar correctamente los bidones, aseguró las barandillas laterales, saltó de nuevo a tierra y le ofreció un cigarrillo a su compañero. Volvieron a estar los tres en torno a Kensi, escuchándolo. Donald Cooper, alto, encorvado, de rostro alargado, con arrugas junto a la boca y mentón puntiagudo cubierto por una barbita rala y canosa, vestido con un mono de trabajo desteñido. Y Van, de hombros anchos, robusto, casi sin cuello, con una chaqueta enguatada muy vieja y cuidadosamente remendada, el rostro ancho y cetrino, la nariz respingona, una sonrisa bondadosa y ojos oscuros, perdidos entre los párpados hinchados. De repente, Andrei sintió una aguda alegría al pensar que toda aquella gente de diferentes países, e incluso de épocas diferentes, se había reunido allí para llevar a cabo algo muy necesario, cada uno en su puesto.
—Ahora ya es un anciano —concluía Kensi—. Y asegura que las mejores hembras que conoció en su vida fueron las rusas. Las emigrantes de Harbin. —Calló, dejó caer la colilla y la aplastó minuciosamente con la suela de su brillante zapato.
—Pero ella no es rusa —dijo Andrei—. Selma, y además Nagel.
—Es sueca —aclaró Kensi—. Pero da lo mismo, es que me ha hecho recordar aquello.
—Bien, vamos —dijo Donald mientras subía a la cabina del camión.
—Oye, Kensi —dijo Andrei, al tiempo que se agarraba de la portezuela—. ¿Y qué eras tú antes?
—Controlador en una acería, y antes, ministro de obras públicas…
—No digo aquí, sino allá…
—¿Allá, eh? Asesor literario de la editorial Hayakawa.
Donald puso en marcha el motor y el vetusto camión se estremeció y comenzó a rechinar mientras soltaba espesas nubes de humo azul.
—¡La luz de posición de la izquierda no funciona! —gritó Kensi.
—Nunca ha funcionado —replicó Andrei.
—¡Pues arregladla! Si vuelvo a ver eso, os pongo una multa.
—Vaya ganas de fastidiar…
—¿Qué? ¡No oigo!
—Digo que te dediques a perseguir a los bandidos, no a los choferes —gritó Andrei, tratando de sobreponerse a las sacudidas y el traqueteo—. ¡Qué capricho con nuestra luz de posición! ¡Habría que dejaros a todos en el paro, gorrones!
—¡Falta poco! —gritó Kensi—. ¡Ya falta poco, menos de cien años!
Andrei lo amenazó con el puño, se despidió de Van con un gesto y se dejó caer en el asiento junto a Donald. El camión echó a andar con un sobresalto, la barandilla raspó la pared del arco de la entrada, salieron a la calle Mayor y giraron a la derecha.
Andrei se acomodó de tal manera que el alambre que sobresalía del asiento no le pinchara el trasero, y miró de reojo a Donald, que estaba muy erguido, con la mano izquierda sobre el volante y la derecha en la palanca del cambio de marchas, el sombrero casi sobre los ojos y el mentón apuntando al frente. Iban a toda la potencia del motor. Siempre conducía así, a la velocidad máxima permitida, sin pensar siquiera en frenar ante los agujeros del pavimento. En cada bache, los bidones llenos de basura saltaban sobre la plataforma del vehículo. El techo oxidado de la cabina se sacudía y el propio Andrei, por mucho que intentara afirmar los pies, saltaba y caía exactamente sobre la punta del maldito alambre. Antes, todo aquello iba acompañado por un alegre intercambio de tacos, pero en ese momento Donald callaba, mantenía apretados sus labios delgados y no miraba hacia Andrei. Por esa razón, imaginaba que en aquellas sacudidas habituales había algo de mala intención.