Echaron a andar sin mucha marcialidad. Enseguida, el que iba atrás le pisó el pie a Andrei, que tropezó, empujó al intelectual con el hombro y este dejó caer las gafas, que limpiaba por enésima vez.
—¡Bestia! —le dijo Andrei al de atrás, sin poder contenerse.
—¡Tenga más cuidado! —chilló el intelectual con voz aflautada—. ¡Por Dios, hombre!
Andrei lo ayudó a buscar las gafas, y cuando Fritz corrió hacia ellos, ahogándose de rabia, Andrei lo mandó a hacer puñetas.
Junto con el intelectual, que no paraba de dar las gracias y tropezar, alcanzaron la columna, caminaron otros veinte metros y recibieron la orden de montar en los transportes. Los «transportes», por cierto, eran un camión, un enorme vehículo para la distribución de mortero de cemento. Cuando subieron, descubrieron que algo chapoteaba y salpicaba bajo los pies. El tío de las pantuflas trepó la baranda con esfuerzo, bajó y anunció, chillando, que no tenía la intención de ir a ninguna parte en ese transporte. Fritz le ordenó que volviera a montar. El hombre, alzando más la voz, dijo que llevaba pantuflas y se le habían empapado los pies. Fritz lo llamó cerdo preñado. El hombre de las pantuflas empapadas no se amilanó y dijo que él en particular no era un cerdo, que posiblemente un cerdo estaría contento de viajar en aquel cenagal, que pedía humildes disculpas a todos los que habían aceptado viajar en aquella pocilga, pero… En ese momento, el latinoamericano bajó del camión, escupió despreciativamente delante de Fritz, metió sus pulgares bajo los tirantes y, sin prisa, se alejó de allí.
Contemplando todo aquello, Andrei se sintió inundado de cierta alegría maligna. No se trataba de que aprobara el comportamiento del hombre de las pantuflas, menos todavía lo que había hecho el latinoamericano, no había dudas de que ambos habían demostrado una carencia total de compañerismo, como verdaderos pancistas, pero le resultaba curioso saber qué haría en ese momento nuestro suboficial derrotado y cómo saldría de la situación creada.
Andrei se vio obligado a reconocer que el suboficial derrotado salió de la situación con honor. Sin decir palabra, Fritz giró sobre el tacón y saltó al estribo del lado del chofer.
—¡En marcha! —ordenó. El camión echó a andar, y en ese instante conectaron el sol.
Manteniendo el equilibrio con dificultad y agarrándose a los que tenía al lado. Andrei torció el cuello para contemplar cómo se encendía el disco violeta en su lugar acostumbrado. Al principio tembló, como si tuviera pulsaciones, se hizo cada vez más brillante, se volvió naranja, amarillo, blanco, después se apagó un instante y al momento se encendió a toda potencia, y ya fue imposible mirarlo directamente.
Comenzaba un nuevo día. El cielo, totalmente negro y sin estrellas, se volvió de un azul turbio y estival, comenzó a soplar un viento ardiente como el del desierto, y la ciudad surgió como de la nada, brillante, multicolor, cruzada por sombras azuladas, enorme, ancha… Los pisos se amontonaban unos sobre otros, los edificios asomaban por encima de otros edificios, todos diferentes entre sí, y se hizo visible la Pared Incandescente, que se elevaba al cielo por la derecha, mientras por la izquierda, en los espacios entre los tejados, surgió un vacío azul, como si el mar estuviera allí, y al momento surgieron las ganas de beber. Muchos, por hábito, miraron el reloj en ese momento. Eran las ocho en punto.
El viaje duró poco. Al parecer, las hordas de simios aún no habían llegado allí: las calles estaban tranquilas y desiertas, como siempre a esa hora temprana. En algunas casas se abrían las ventanas, personas que acababan de despertar se estiraban y miraban indiferentes al camión. Mujeres con gorritos de dormir colgaban colchonetas en los alféizares de las ventanas. En uno de los balcones, un anciano nudoso de larga barba, con calzones a rayas, hacía sus ejercicios matutinos. El pánico aún no había llegado hasta allí, pero cerca de la manzana dieciséis comenzaron a aparecer los primeros fugitivos desaliñados, más enojados que asustados, algunos con bultos a la espalda. Esas personas, al ver el camión, se detenían, hacían señas con las manos y gritaban algo. El vehículo dobló hacia la Cuarta Izquierda con un bramido, atropellando casi a una pareja de ancianos que empujaba un carro de dos ruedas lleno de maletas, y se detuvo. Al momento todos vieron a los babuinos.
Los simios se sentían en la Cuarta Izquierda como en su casa, en la selva o dondequiera que vivieran. Con las colas levantadas en forma de gancho, caminaban despacio, en grupo, yendo de una acera a la otra, saltaban alegremente por las cornisas, se balanceaban colgando de las farolas, se paraban sobre las columnas con anuncios para buscarse unos a otros con atención, intercambiaban gruñidos, hacían muecas, se peleaban y hacían el amor con toda naturalidad. Una banda de bestias plateadas destrozaba un tenderete de comida, dos gamberros colilargos acosaban a una mujer transida de terror, paralizada en un portal, y una belleza lanuda, que descansaba sobre la caseta del regulador de tránsito, le mostraba la lengua a Andrei con coquetería. El viento cálido arrastraba a lo largo de la calle nubes de polvo, plumas de almohadones, hojas de papel, mechones de lana y olores rancios de guarida de animales.
Andrei, confuso, miró a Fritz. Este, con los ojos entrecerrados y aspecto de experimentado jefe militar, examinaba el campo del inminente combate. El chofer apagó el motor y se hizo un silencio que estalló segundos después en sonidos salvajes, totalmente ajenos a la vida urbana: rugidos y maullidos, ronroneos profundos, eructos, chasquidos de lenguas, ronquidos… En ese momento, la mujer acorralada gritó con todas sus fuerzas y Fritz pasó a la acción.
—¡Bajad! —ordenó—. Desplegaos, formando una cadena. ¡He dicho una cadena, no un bulto! ¡Adelante! ¡Pegadles, echadlos! ¡Que no quede aquí ni una de esas bestias! ¡Atizadles en la cabeza, en el lomo! ¡No los pinchéis, pegadles! ¡Adelante, rápido! ¡No os detengáis, eh, vosotros, los de allí atrás!
Andrei fue uno de los primeros en saltar. No buscó un lugar en la cadena, sino que agarró su pica de hierro con más comodidad y corrió en ayuda de la mujer. Los gamberros colilargos, al verlo, comenzaron a soltar una risa diabólica y huyeron a saltos por la calle, moviendo con descaro sus traseros asquerosos. La mujer seguía chillando con todas sus fuerzas, con los ojos y los puños cerrados, pero ya nada la amenazaba y Andrei se desentendió de ella. Echó a correr hacia los gamberros que destrozaban el tenderete.
Se trataba de animales grandes, con experiencia, sobre todo uno de ellos, de cola negra como el carbón, que estaba sentado sobre un barril y metía su brazo peludo hasta el hombro, sacaba pepinillos en salmuera y los devoraba con placer, escupiendo de cuando en cuando sobre sus colegas, que se divertían arrancando la pared de aglomerado del tenderete. Al ver a Andrei que se aproximaba, el de la cola negra dejó de masticar y se rio con lascivia. A Andrei no le gustó nada aquella mueca burlona, pero no podía retroceder.
—¡Largo! —gritó, agitando la vara metálica, y se lanzó hacia delante.
El colinegro enseñó más los dientes, amenazador. Sus colmillos eran como los de un cachalote. Sin prisa bajó del barril, retrocedió unos pasos y se puso a mordisquearse el sobaco.
—¡Fuera, bicho! —volvió a gritar Andrei y, tomando impulso, golpeó el barril con el hierro. Entonces el colinegro se echó a un lado y de un salto llegó a la cornisa del segundo piso. Alentado por la cobardía del adversario, Andrei corrió hacia el tenderete y golpeó la pared con la barra. La madera se agrietó y los compinches del colinegro salieron huyendo en diferentes direcciones. El campo de batalla había quedado limpio y Andrei miró a su alrededor.
Las huestes combativas de Fritz se habían dispersado. Confusos, los combatientes caminaban por la calle desierta, revisaban las entradas a los patios, se detenían, levantaban la cabeza y miraban a los babuinos que se amontonaban en las cornisas de los edificios. A lo lejos, haciendo girar un palo sobre su cabeza, corría el intelectual, persiguiendo a un mono cojo que huía sin prisa dos pasos por delante de él. No había contra quién combatir, hasta Fritz estaba confuso. De pie junto al camión, se mordisqueaba un dedo con el ceño fruncido.