«Vaya la que te has montado aquí, padre», pensó Jace. El desnudo interior industrial del barco no encajaba con el Valentine que él conocía, que era muy quisquilloso incluso respecto al tipo de cristal tallado del que estaban hechas sus licoreras. Jace miró alrededor. Lo que había allí abajo era un laberinto; no había modo de saber en qué dirección debía ir. Se volvió para descender por la siguiente escala y advirtió una mancha roja en el suelo de metal.
Sangre. La rascó con la punta de la bota. Todavía estaba húmeda, ligeramente viscosa. Sangre fresca. Se le aceleró el pulso. Recorrido un tramo más de pasarela, vio otra mancha roja, y luego otra un poco más allá, como un rastro de migas de pan en un cuento de hadas.
Jace siguió la sangre, las botas resonando contra la plancha de metal. La pauta que seguían las salpicaduras de sangre era peculiar, no era como si hubiese habido una lucha, sino más bien como si hubiesen transportado a alguien, sangrando, por la pasarela...
Llegó a una puerta. Estaba hecha de metal negro, con abolladuras y muescas aquí y allá. La huella ensangrentada de una mano estaba alrededor del pomo. Asiendo con más fuerza el irregular trozo de metal, Jace empujó la puerta.
Una oleada de aire aún más frío le golpeó. Jace inhaló con fuerza.
La habitación estaba vacía excepto por una tubería de metal que discurría a lo largo de una pared y lo que parecía un montón de arpillera en el rincón. Penetraba un poco de luz a través de un ojo de buey situado muy arriba en la pared. Cuando Jace avanzó con cautela, la luz del ojo de buey cayó sobre el montón del rincón, y el muchacho se dio cuenta de que no era una pila de basura en absoluto, sino un cuerpo.
El corazón de Jace empezó a golpearle en el pecho como una puerta sin cerrar en un vendaval.
El suelo de metal estaba cubierto de sangre pegajosa. Sus botas se soltaban de él con un desagradable sonido de succión mientras cruzaba la habitación e iba a inclinarse junto a la figura hecha un ovillo en el rincón. Un chico moreno vestido con vaqueros y una camiseta azul empapada de sangre.
Jace agarró el cuerpo por el hombro y tiró de él. Éste se volvió, laxo y sin fuerza, los ojos castaños mirando sin vida hacia el techo. Jace sintió un nudo en la garganta. Era Simón, y estaba blanco como el papel. Tenía un feo tajo en la base de la garganta, y también en ambas muñecas, dejando abiertas heridas irregulares.
Jace cayó de rodillas, sujetando aún el hombro de Simón. Pensó con desesperación en Clary en su dolor cuando lo descubriera, en el modo en que le había apretado las manos entre las suyas, con tanta fuerza en aquellos dedos pequeños. «Encuentra a Simón. Sé que lo harás.»
Y lo había hecho. Pero demasiado tarde.
Cuando Jace tenía diez años, su padre le había explicado todos los modos de matar a un vampiro. Clávale una estaca. Córtale la cabeza y préndele fuego igual que a una fantasmagórica calabaza ahuecada. Deja que el sol lo abrase hasta convertirlo en cenizas. O quítale toda la sangre. Necesitaban sangre para vivir, la necesitaban para funcionar, igual que los coches necesitaban gasolina. Contemplando la herida irregular de la garganta de Simón, no era difícil darse cuenta de lo que Valentine había hecho.
Alargó la mano para cerrarle los ojos a Simón. Si Clary tenía que verle muerto, mejor que no lo viera así. Bajó la mano hacia el cuello de la camiseta de Simón, para subírsela y cubrir el corte.
Simon se movió. Los párpados temblaron levemente y se abrieron, los ojos se le quedaron en blanco. Luego emitió un borboteo, un sonido tenue, y echó los labios hacia atrás para mostrar las puntas de unos colmillos de vampiro. La respiración vibró en la garganta acuchillada.
A Jace le ascendió una sensación de náusea por la garganta mientras sus manos se cerraban con más fuerza sobre el cuello de la camiseta de Simón. No estaba muerto. Pero ¡cielos!, el dolor debía de ser increíble. No podía curarse, no podía regenerarse, no sin...
No sin sangre. Jace soltó la camiseta de Simon y se subió la manga derecha con los dientes. Usando el extremo irregular del metal roto, se hizo un profundo corte longitudinal en la muñeca. La sangre afloró a la superficie. Soltó su improvisada arma, que golpeó el suelo con un sonido metálico. Podía oler su propia sangre en el aire, acida y ferrosa.
Bajó la mirada hacia Simón, que no se había movido. La sangre descendía ya por la mano de Jace, y la muñeca le escocía. La sostuvo por encima del rostro de Simón, dejando que el líquido le goteara por los dedos y se derramara sobre la boca del muchacho. No hubo reacción. Simon no se movía. Jace se acercó más; ahora estaba arrodillado sobre él, su aliento lanzando blancas volutas al gélido aire. Se inclinó al frente y presionó la muñeca ensangrentada contra la boca de Simón.
—Bebe mi sangre, idiota —musitó—. Bébela.
Por un momento no sucedió nada. Entonces los ojos de Simon se cerraron con un parpadeo. Jace sintió una punzada aguda en la muñeca, una especie de tirón, una presión fuerte... y la mano derecha de Simon se alzó veloz y fue a cerrarse con firmeza sobre el brazo de Jace, justo por encima del codo. La espalda de Simon se arqueó abandonando el suelo, mientras la presión sobre la muñeca de Jace aumentaba a medida que los colmillos de Simon se hundían más profundamente. Un dolor agudo ascendió por el brazo del cazador de sombras.
—Ya está bien —dijo—. Ya está bien, es suficiente.
Los ojos de Simon se abrieron. Ya no estaban en blanco, los iris marrón oscuro se clavaron en Jace. Había color en las mejillas, un rubor intenso como una fiebre. Los labios estaban ligeramente entreabiertos, los colmillos blancos manchados de sangre.
—¿Simón? —dijo Jace.
Simon se levantó y se movió con una velocidad increíble, derribando a Jace de costado y rodando a continuación sobre él. La cabeza del cazador de sombras golpeó contra el suelo de metal, y los oídos le zumbaron mientras los dientes de Simon se le hundían en el cuello. Se retorció, intentando liberarse, pero los brazos del otro muchacho eran como abrazaderas de hierro, inmovilizándole contra el suelo, con los dedos clavándosele en los hombros.
Pero Simon no le hacía daño, no en realidad, el dolor, que había empezado siendo agudo, fue perdiendo intensidad hasta convertirse en una especie de sorda quemazón, agradable como la quemadura de la estela en ciertas ocasiones. Una somnolienta sensación de paz se abrió paso por las venas de Jace, y éste sintió que los músculos se le relajaban; las manos que habían estado intentando apartar a Simon un momento antes ahora le apretaron más hacia él. Podía sentir el latido de su propio corazón, sentir cómo se aminoraba, el martilleo apagándose para convertirse en un eco más suave. Una oscuridad reluciente penetró furtiva por los bordes de su visión, hermosa y extraña. Jace cerró los ojos...
Y sintió una estocada de dolor en el cuello. Profirió un grito ahogado, y abrió los ojos de golpe. Simon estaba incorporado sobre él, mirándole con ojos muy abiertos, ya la mano sobre su propia boca. Las heridas habían desaparecido, aunque sangre fresca le manchaba la parte delantera de la camiseta.
Jace volvía a sentir el dolor de los hombros magullados, el corte en la muñeca, la garganta perforada. Ya no oía los latidos de su corazón, pero sabía que seguía golpeando en el interior del pecho.
Simon apartó la mano de la boca. Los colmillos ya no estaban.
—Podría haberte matado —exclamó, y había una especie de súplica en la voz.
—Y yo te lo habría permitido —repuso Jace.
Simon le miró fijamente, luego emitió un ruidito gutural. Rodó apartándose de Jace y se quedó arrodillado en el suelo, abrazándose los codos. Jace pudo ver las oscuras venas del muchacho a través de la piel pálida de la garganta, ramificándose en líneas azules y púrpura. Venas llenas de sangre.
«Mi sangre.» Jace se sentó en el suelo. Buscó torpemente su estela. Pasársela por el brazo fue como tirar de una tubería de plomo a través de un campo de rugby. La cabeza parecía a punto de estallarle. Cuando terminó el iratze, recostó la cabeza contra la pared, respirando penosamente, mientras el dolor le abandonaba a medida que la runa curativa hacía efecto. «Mi sangre en sus venas.»