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—La verdad es que hiciste mucho por mi madre. Renunciaste a toda tu vida.

—Habría hecho mucho más —repuso Luke con total naturalidad—. Pero era totalmente inflexible respecto a no querer tener nada que ver con la Clave o el Submundo, y por mucho que yo pueda fingir ser otra cosa, sigo siendo un licántropo. Soy un recordatorio viviente de todo eso. Y ella no quería que tú supieras nunca nada. ¿Sabes?, nunca estuve de acuerdo con las visitas a Magnus, con alterar tus recuerdos o tu Visión, pero era lo que ella quería, y la dejé hacerlo porque si hubiese intentado detenerla, me habría echado. Tampoco existía la menor posibilidad... ninguna posibilidad... de que me hubiera permitido casarme con ella, ser tu padre y no contarte la verdad sobre mí. Y eso habría hecho que se viniesen abajo todos esos frágiles muros entre ella y el Mundo Invisible que tanto le había costado construir. No podía hacerle eso. Así que me callé.

—¿Quieres decir que nunca le contaste lo que sentías?

—Tu madre no es tonta, Clary —repuso Luke; parecía calmado, pero había cierta tensión en la voz—. Debe de haberlo sabido. Ofrecí casarme con ella. Por muy amables que puedan haber sido sus negativas, sí sé una cosa: ella sabe lo que siento y no siente lo mismo.

Clary permaneció en silencio.

—No pasa nada —continuó Luke, intentando quitarle importancia—. Lo acepté hace ya mucho tiempo.

Clary sintió una tensión repentina que no creyó que se debiera a la cafeína. No quiso pensar en su propia vida.

—Te ofreciste a casarte con ella, pero ¿le dijiste que era porque la amabas? No es tan obvio.

Luke permaneció callado.

—Creo que deberías haberle dicho la verdad —añadió—. Creo que te equivocas respecto a lo que siente.

—No me equivoco, Clary. —La voz de Luke era firme: «Es suficiente por ahora».

—Recuerdo que una vez le pregunté por qué no salía con nadie —explicó Clary, haciendo caso omiso del tono de Luke—. Me dijo que era porque ya había entregado su corazón. Pensé que se refería a mi padre, pero ahora... ahora no estoy tan segura.

Luke la miró verdaderamente estupefacto.

—¿Dijo eso? —Se contuvo, y añadió—: Probablemente sí se refería a Valentine, ya sabes.

—No lo creo. —Le lanzó una ojeada fugaz por el rabillo del ojo—. Además, ¿no te fastidia? ¿No decir jamás lo que realmente sientes?

En esta ocasión el silencio duró hasta que estuvieron fuera del puente y pasando por la calle Orchard, flanqueada de tiendas y restaurantes, con letreros en hermosos y sinuosos caracteres chinos dorados y rojos.

—Sí, lo odiaba —repuso él—. En aquel momento, pensaba que lo que tenía contigo y con tu madre era mejor que nada. Pero si no le puedes contar la verdad a la gente que más te importa, al final dejas de ser capaz de decirte la verdad a ti mismo.

Clary captó un ruido parecido al del agua corriente. Al bajar la vista, vio que había aplastado el vaso de papel que sostenía.

—Llévame al Instituto —pidió—. Por favor.

Luke le dirigió una mirada sorprendida.

—Creía que querías venir al hospital.

—Me reuniré contigo allí cuando termine —replicó ella—. Hay algo que tengo que hacer primero.

La planta baja del Instituto estaba llena de luz del sol y pálidas motas de polvo. Clary recorrió a la carrera el estrecho pasillo entre los bancos, llegó hasta el ascensor y golpeó el botón con el dedo.

—Vamos, vamos —masculló—. Va...

Las puertas doradas se abrieron con un crujido. Jace estaba de pie dentro del ascensor. Abrió los ojos de par en par al verla.

—... mos —finalizó Clary, y dejó caer el brazo—. ¡Ah! Hola.

Él la miró atónito.

—¿Clary?

—Te has cortado el pelo —comentó ella sin pensar.

Era cierto; los largos mechones metálicos ya no le caían sobre el rostro, sino que estaban uniformemente recortados. Le daba un aspecto más civilizado, incluso un poco mayor. También iba vestido pulcramente, con un suéter azul oscuro y vaqueros. Algo plateado le brillaba en la garganta, justo bajo el cuello del suéter.

Él alzó una mano.

—Ah. Bueno. Me lo ha cortado Maryse. —La puerta del ascensor empezó a cerrarse; él la retuvo—. ¿Ibas a subir al Instituto?

Clary negó con la cabeza.

—Sólo quería hablar contigo.

—Ah. —Jace pareció un poco sorprendido, pero salió del ascensor y dejó que la puerta se cerrara detrás de él con un chasquido—. Yo iba a acercarme a Taki's a buscar algo de comida. Lo cierto es que nadie tiene ganas de cocinar...

—Lo comprendo —repuso Clary, luego deseó no haberlo dicho.

Las ganas de cocinar o de no cocinar no tenían nada que ver con ella.

—Podemos hablar allí —indicó Jace. Empezó a ir hacia la puerta, pero se paró y volvió la cabeza hacia ella. De pie entre dos de los candelabros encendidos, con la luz proyectando un pálido baño dorado sobre sus cabellos y su rostro, parecía la pintura de un ángel. A Clary se le contrajo el corazón—. ¿Vienes o no? —le soltó él, sin sonar nada angelical.

—De acuerdo. Voy. —Apresuró el paso para alcanzarle.

Mientras andaban hasta Taki's, Clary intentó mantener la conversación alejada de temas relacionados con ella, Jace, o ella y Jace. En su lugar, le preguntó cómo estaban Isabelle, Max y Alec.

Jace vaciló. Cruzaban la Primera y una brisa fresca ascendía por la avenida. El cielo era de un azul sin nubes, un perfecto día otoñal neoyorquino.

—Lo siento. —Clary hizo una mueca ante su propia estupidez—. Deben de estar bastante mal. Han muerto muchas personas que conocían.

—Es diferente para los cazadores de sombras —replicó Jace—. Somos guerreros. Esperamos la muerte de un modo que vosotros...

Clary no pudo contener un suspiro.

—«En que vosotros, los mundanos, no lo hacéis.» Eso es lo que ibas a decir, ¿verdad?

—Sí —admitió él—. En ocasiones hasta a mí me cuesta saber lo que eres.

Se habían detenido frente a Taki's, con su tejado combado y ventanas oscurecidas. El efrit que custodiaba la puerta de entrada los contempló con suspicaces ojos rojos.

—Soy Clary —afirmó ella.

Jace la contempló, con el viento arremolinándole los cabellos sobre el rostro. Alargó la mano y se los apartó, casi distraídamente.

—Lo sé.

Dentro, encontraron un reservado en una esquina y se instalaron en él. El restaurante estaba casi vacío: Kaelie, la camarera duende, con la que Jace había salido algún tiempo, estaba recostada en el mostrador batiendo perezosamente las alas azul—blanco. Un par de hombres lobo ocupaban otro reservado. Comían piernas crudas de cordero y discutían sobre quién ganaría en una pelea: Dumbledore, el mago de los libros de Harry Potter o Magnus Bañe.

—Dumbledore vencería sin duda —decía el primero—. Tiene esa pasada de la Maldición Asesina.

—Pero Dumbledore no es real —indicó el segundo licántropo con agudeza.

—No creo que Magnus Bañe sea real tampoco —se mofó el primero—. ¿Le has visto alguna vez?

—Es tan raro —exclamó Clary, escurriéndose hacia abajo en su asiento—. ¿Los estás oyendo?

—No, es de mala educación escuchar las conversaciones ajenas.

Jace estudiaba el menú, lo que proporcionó a Clary la oportunidad de estudiarle a él disimuladamente. «Nunca te miro», le había dicho ella. Y era cierto, o al menos era cierto que nunca le miraba del modo en que quería mirarle, con ojo de artista. Siempre se perdía, distraída por algún detalle: la curva del pómulo, el ángulo de las pestañas, la forma de la boca.