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Pero no lo estaba. Era un cazador de sombras; había muerto en combate; merecía la última bendición. Ave atque vale. Formó las palabras con los labios, aunque surgieron de la boca en silenciosas bocanadas de aire. En mitad del enunciado se detuvo, conteniendo la respiración. ¿Qué debería decir? ¿Salve y adiós, Jace Wayland? El nombre no era realmente suyo. En realidad jamás le habían puesto un nombre, pensó llena de zozobra, sólo le habían dado el nombre de un niño muerto porque era lo que había convenido a los propósitos de Valentine en aquel momento. Y había tanto poder en un nombre…

Volvió de repente la cabeza, y miró fijamente el altar. Las runas que lo rodeaban habían empezado a resplandecer. Eran runas de invocación, runas de designación y runas de vinculación. No eran distintas de las runas que habían mantenido a Ithuriel prisionero en las bodegas de la casa Wayland. En aquel momento, muy en contra de su voluntad, pensó en el modo en que Jace la había mirado entonces, la llamarada de fe en sus ojos, su confianza en ella. Siempre la había considerado fuerte. Lo había mostrado en todo lo que hacía, en cada mirada y cada contacto. Simon también tenía fe en ella; sin embargo, cuando la había abrazado lo había hecho como si ella fuese algo frágil, realizado en delicado cristal. Pero Jace la había sostenido con todas sus fuerzas, sin preguntarse jamás si ella podía soportarlo; él había sabido que era tan fuerte como él mismo.

Valentine cerró los ojos. Recordó el modo en que Jace la había mirado la noche que había liberado a Ithuriel y no pudo evitar imaginar el modo en que la miraría a ella en aquellos momentos si la viese intentando tumbarse a morir en la arena junto a él. No se sentiría conmovido, no pensaría que era un hermoso gesto. Se enfurecería con ella por rendirse. Se sentiría tan… decepcionado.

Clary se agachó de modo que quedó tumbada en el suelo, tirando de las inertes piernas tras ella. Lentamente, se arrastró por la arena empujándose al frente con las rodillas y las manos atadas. La cinta refulgente que le rodeaba las muñecas ardía y escocía. La camisa se le desgarró al arrastrarse por el suelo y la arena le arañó la piel desnuda del estómago. Apenas lo notó. Era una tarea ardua arrastrarse hacia delante de aquel modo; el sudor le corría por la espalda entre los omoplatos. Cuando por fin alcanzó el círculo de runas, jadeaba tan fuerte que le aterró que Valentine fuese a oírla.

Pero él ni siquiera se dio la vuelta. Tenía la Copa Mortal en una mano y la espada en la otra. Mientras ella observaba, Valentine echó la mano derecha hacia atrás, pronunció varias palabras que parecían provenir del griego, y arrojó la Copa, que brilló como una estrella fugaz mientras salía despedida hacia el agua del lago y desaparecía bajo la superficie con un leve chapoteo.

El círculo de runas desprendía un leve calor, como un fuego a medio apagar. Clary tuvo que retorcerse y forcejear para conseguir hacer llegar la mano a la estela que llevaba en su cinturón. El dolor de las muñecas se tornó más punzante cuando los dedos se cerraron alrededor del mango; la liberó con una sofocada exclamación de alivio.

No podía separar las muñecas, así que agarró la estela torpemente entre las manos. Se irguió sobre los codos bajó la vista hacia las runas. Podía sentir el calor que desprendían en el rostro; habían empezado a titilar como luz mágica. Valentine tenía la Espada Mortal en posición, listo para lanzarla; salmodiaba las últimas palabras del hechizo de invocación. Con un último arranque de energía, Clary hundió la punta de la estela en la arena, pero no raspó las runas que Valentine había dibujado para eliminarlas, sino que trazó su propio dibujo sobre ellas, escribiendo una runa nueva sobre la que simbolizaba el nombre de Valentine. Era una runa tan pequeña, se dijo, un cambio tan pequeño…, en nada comparable a su inmensamente poderosa runa de alianza, nada comparable a la Marca de Caín.

Pero era todo lo que podía hacer. Agotada, Clary rodó sobre el costado justo cuando Valentine echaba el brazo atrás y hacía volar la Espada Mortal.

Maellartach voló girando sobre sí misma, una masa borrosa negra y plateada se fue a unirse sin hacer ruido con el lago negro y plateado. Una gran columna se alzó en el lugar adonde había ido a caer: una fluorescencia de agua color platino. La columna se alzó más y más alta, un géiser de plata fundida, como lluvia cayendo hacia arriba. Se oyó un gran estrépito, el sonido de líelo que se hacía añicos, de un glaciar al partirse… y a continuación el lago pareció estallar, agua plateada estallando hacia arriba como una granizada invertida.

Y alzándose con la granizada llegó el Ángel. Clary no estaba segura de lo que había esperado…, imaginaba algo como Ithuriel, pero a Ithuriel lo habían ido apagando años de cautividad y tormento. Éste era un ángel en la plenitud de su gloria. Mientras se alzaba del agua, los ojos de la joven empezaron a escocerle como si contemplara directamente al sol.

La manos de Valentine habían caído a sus costados. Miraba a lo algo con una expresión embelesada; era un hombre contemplando su mayor sueño convertido en realidad.

—Raziel —musitó.

El Ángel siguió elevándose, como si el lago se estuviese hundiendo, dejando al descubierto una gran columna de mármol en el centro. Primero fue la cabeza la que emergió del agua, con cabellos ondeando como cadenas de plata y oro. Luego los hombros, blancos como la piedra, y a continuación un torso desnudo; y Clary vio que el Ángel llevaba Marcas de runas por todo el cuerpo igual que los Nefilim, aunque las runas de Raziel era doradas y dotadas de vida, y se movían por la blanca piel como chispas que brillaban de un fuego. De algún modo, el Ángel era al mismo tiempo enorme y no más grande que un hombre: a Clary le dolían los ojos de intentar asimilarlo totalmente, y aún así, era todo lo que podía ver. Mientras se alzaba, brotaron alas de su espalda que se abrieron por completo sobre el lago; también eran de oro, y con plumas, e incrustado en cada pluma había un único ojo dorado muy abierto.

Resultaba hermoso, y también aterrador. Clary quiso apartar la mirada, pero se negó a hacerlo. Lo contemplaría todo. Lo contemplaría por Jace, porque él no podía.

«Es como en todos esos cuadros», pensó. El Ángel alzándose del lago, la Espada en una mano y la Copa en la otra. Ambas chorreaban agua, pero Raziel estaba seco como un hueso, y también sus alas. Los pies descansaron, blancos y descalzos, sobre la superficie del lago, removiendo las aguas en pequeñas ondulaciones de movimiento. Su rostro, hermoso e inhumano, contempló a Valentine desde lo alto.

Y entonces habló.

Su voz era un llanto, como un grito y como música, todo a la vez. No contenía palabras, pero sin embargo resultaba totalmente comprensible. La fuerza de su aliento casi hizo retroceder a Valentine; éste clavó los tacones de las botas en la arena y mantuvo la cabeza inclinada atrás como si anduviese haciendo frente a un vendaval. Clary sintió como el viento levantado por el aliento del Ángel pasaba sobre ella: era caliente como el aire que escapa de un horno, y olía a especias extrañas.

«Han transcurrido mil años desde la última vez que se me invocó a este lugar —dijo Raziel—. Jonathan Cazador de Sombras me llamó entonces, y me suplicó que mezclase mi sangre con la sangre de hombres mortales en una Copa y creara a una nueva raza de guerreros que liberaría a esta tierra de la raza de los demonios. Hice todo lo que me pidió y le aseguré que no haría nada más. ¿Por qué me invocas ahora, nefilim?