Jace, en el peldaño situado detrás de ellos, refunfuñó:
—Moveos. No estamos haciendo una visita de interés turístico.
Simon sopesó efectuar una réplica grosera y decidió que no valía la pena molestarse. Descendió el resto de la escalera a paso rápido; una vez abajo, ésta se abría a una gran habitación que era una curiosa mezcla de lo viejo y lo nuevo: un ventanal de vidrio daba al canal, y surgía música de un equipo de música que Simon no pudo ver. Pero no había televisión, ni columna de DVD o CD, la clase de detritus que Simon asociaba con las salas de estar modernas. En su lugar había una serie de sofás rehenchidos agrupados alrededor de una chimenea enorme, en la que crepitaban llamas.
Alec estaba de pie junto a la chimenea, vestido con el oscuro equipo de cazador de sombras, colocándose un par de guantes. Alzó los ojos cuando Simon entró en la habitación y mostró su habitual expresión de desagrado, pero no dijo nada.
Sentados en los sofás había dos adolescentes que Simon no había visto nunca, un chico y una chica. La chica tenía rasgos asiáticos, con delicados ojos almendrados, brillante cabello oscuro echado hacia atrás y una expresión traviesa. La fina barbilla se estrechaba hasta acabar en punta como la de un gato. No era exactamente bonita, pero resultaba exótica.
El muchacho de cabello negro que tenía al lado era aún más atractivo. Probablemente era de la altura de Jace, pero parecía más alto, incluso sentado; era esbelto y fornido, con un rostro pálido, elegante e inquieto, todo pómulos y ojos oscuros. Había algo extrañamente familiar en él, como si Simon le hubiese conocido antes.
La chica fue la primera en hablar.
—¿Éste es el vampiro? —Miró a Simon de pies a cabeza como si le estuviera tomando las medidas—. En realidad jamás he estado tan cerca de un vampiro; no de uno al que no estuviese planeando matar, al menos. —Ladeó la cabeza—. Es mono, para ser un subterráneo.
—Tendrás que perdonarla; tiene el rostro de un ángel y los modales de un demonio Moloch —dijo el muchacho con una sonrisa, poniéndose en pie. Le tendió la mano a Simon—. Soy Sebastian. Sebastian Verlac. Y esta es mi prima, Aline Penhallow. Aline…
—Yo no les estrecho la mano a los subterráneos —repuso Aline, echándose hacia atrás sobre los cojines del sofá—. No tienen alma, ya sabes. Vampiros.
La sonrisa de Sebastian desapareció.
—Aline…
—Es cierto. Es por eso que no pueden verse en los espejos, o ponerse al sol.
Con toda deliberación, Simon retrocedió para exponerse a la zona iluminada por el sol, frente a la ventana. Sintió el sol caliente en la espalda y los cabellos. Su sombra se proyectó, larga y oscura sobre el suelo, alzando casi los pies de Jace.
Aline respiró con violencia pero no dijo nada. Fue Sebastian quien habló, mirando a Simon con sus curiosos ojos negros.
—Así que es cierto. Los Lightwood nos lo dijeron, pero no pensé…
—¿Qué dijésemos la verdad? —preguntó Jace, hablando por primera vez desde que habían bajado—. No mentiríamos sobre algo así. Simon es… único.
—Yo le besé en una ocasión —dijo Isabelle, sin dirigirse a nadie en particular.
Las cejas de Aline se enarcaron veloces.
—Realmente te dejan hacer lo que deseas en Nueva York, ¿no es cierto? —comentó, entre horrorizada y envidiosa—. La última vez que te vi, Izzy, ni siquiera te habrías planteado…
—La última vez que nos vimos, Izzy tenía ocho años —dijo Alec—. Las cosas cambian. Bien, mamá tuvo que irse a toda prisa, así que alguien tiene que subirle sus notas e informes al Gard. Soy el único que tiene dieciocho años, así que soy el único que puede ir allí mientras la Clave está en sesión.
—Lo sabemos —replicó Isabelle, dejándose caer sobre un sofá—. Ya nos has dicho eso unas cinco veces.
Alec, dándose aires de importancia, hizo caso omiso.
—Jace, tú trajiste al vampiro aquí, así que tú eres responsable de él. No dejes que salga.
«El vampiro», pensó Simon. Como si Alec no supiese su nombre. Le había salvado la vida a Alec en una ocasión. Ahora era «el vampiro». Incluso tratándose de Alec, que era propenso a algún que otro ataque de malhumor, aquello resultaba odioso. Tal vez tenía algo que ver con estar en Idris. Tal vez Alec sentía una necesidad mayor de reafirmar su condición de cazador de sombras allí.
—¿Me has hecho bajar para decirme eso, que no deje que el vampiro salga al exterior? No lo habría hecho de todos modos. —Jace se instaló en el sofá junto a Aline, que pareció complacida—. Será mejor que te des prisa en ir al Gard y regresar. Dios sabe a qué depravación podríamos dedicarnos aquí sin tu guía.
Alec contempló a Jace con tranquila superioridad.
—Intenta comportarte. Regresaré en media hora. —Desapareció a través de una arcada que conducía a un pasillo largo; en algún lugar lejano se escuchó el chasquido de una puerta al cerrarse.
—No deberías provocarle —dijo Isabelle, lanzando a Jace una mirada severa—. En realidad le dejaron a él al cargo.
Aline, Simon no pudo evitar advertirlo, estaba sentada muy pegada a Jace, los hombros de ambos tocándose, incluso a pesar de que había mucho espacio alrededor de ellos en el sofá.
—¿No has pensando alguna vez que en una vida anterior Alec era una anciana con noventa gatos que no hacía más que chillar a los niños del vecindario para que salieran de su césped? Porque yo si lo pienso —dijo él, y Aline lanzó una risita tonta—. Sólo porque él sea el único que pueda ir a Gard…
—¿Qué es Gard? —preguntó Simon, cansado de no entender nada.
Jace le miró. Su expresión era fría, poco amistosa; tenía la mano sobre la de Aline, que descansaba sobre el muslo de la joven.
—Siéntate —dijo, moviendo bruscamente la cabeza en dirección a un sillón—. ¿O planeabas ir a revolotear al rincón como un murciélago?
«Fabuloso. Chistes de murciélagos.» Simon se acomodó, molesto en el sillón.
—Gard es el lugar de reunión de la Clave —explicó Sebastian, al parecer apiadándose de Simon—. Es donde se decreta la Ley, y donde residen el Cónsul y el Inquisidor. Sólo los cazadores de sombras adultos se les permite la entrada en la zona cuando la Clave está reunida.
—¿Reunida? —preguntó Simon, recordando lo que Jace había dicho un poco antes, arriba—. ¿No querrás decir… debido a mí?
—No. —Sebastian lanzó una carcajada—. Debido a Valentine y los Instrumentos Mortales. Es por eso que todo el mundo está allí. Para tratar de averiguar lo que Valentine va a hacer a continuación.
Jace no dijo nada, pero al oír el nombre de Valentine se le tensó el rostro.
—Bueno, irá tras el Espejo —repuso Simon—. El tercero de los Instrumentos Mortales, ¿verdad? ¿Está aquí en Idris? ¿Es por eso que todo el mundo está aquí?
Hubo un corto silencio antes de que Isabelle respondiera:
—Nadie sabe dónde está el espejo. De hecho, nadie sabe qué es.
—Es un espejo —respondió Simon—. Ya sabes… reflectante, cristal. Supongo.
—A lo que Isabelle se refiere —dijo Sebastian en tono amable—es que nadie sabe nada sobre el Espejo. Existen múltiples menciones a él en las historias de los cazadores de sombras, pero ningún detalle específico sobre dónde está qué aspecto tiene, o, lo que es más importante, qué poder posee.
—Suponemos que Valentine lo quiere —indicó Isabelle—, pero eso no ayuda mucho, ya que nadie tiene ni la más remota idea de dónde está. Los Hermano Silenciosos podrían haber sabido algo pero Valentine los mató a todos. No habrá más durante al menos cierto tiempo.
—¿A todos ellos? —inquirió Simon con sorpresa—. Creía que sólo había matado a los de Nueva York.
—La Ciudad de Hueso no está realmente en Nueva York —dijo Isabelle—. Es como…, ¿recuerdas la entrada a la corte seelie, en Central Park? Que la entrada estuviese allí no significa que la corte misma esté bajo el parque. Sucede lo mismo con la Ciudad de Hueso. Existen varias entradas, pero la Ciudad en sí… —Isabelle se interrumpió cuando Aline la hizo callar con un veloz ademán.