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La expresión del Ángel no cambió. Ella no tenía ni idea de si Raziel consideraba su petición buena o mala, ni si —pensó con un repentino estallido de pánico—tenía intención de concederla.

«Cierra los ojos, Clarissa Morgenstern», dijo el Ángel.

Clary cerró los ojos. Uno no le dice que no a un ángel, sin importarlo que éste tenga en mente. Su corazón latía violentamente y ella permaneció sentada flotando en la oscuridad de detrás de sus párpados, intentando resueltamente no pensar en Jace. Pero su rostro apareció recortado, no sonriéndole sino mirándola de reojo, y pudo ver la cicatriz en la sien, la mueca de la comisura de los labios y la línea plateada sobre la garganta allí donde Simon le había mordido, todas las marcas y defectos e imperfecciones que conformaban a la persona que más amaba en el mundo. Jace. Una luz brillante iluminó su visión con un tono escarlata, y cayó hacia atrás contra la arena, preguntándose si iba a desmayarse; quizás estaba muriendo, pero no quería morir, no ahora que podía ver el rostro de Jace con tanta claridad ante ella. Casi podía oír su voz, también, pronunciando su nombre, tal y como lo había susurrado en Renwick, una y otra vez… Clary, Clary, Clary.

—Clary —dijo Jace—. Abre los ojos.

Lo hizo.

Estaba tumbada sobre la arena, con las ropas desgarradas, mojadas y ensangrentadas. Pero no importaba: el Ángel había desaparecido, y con él la cegadora luz blanca que había iluminado la oscuridad convirtiéndola en día. Clary miró al cielo nocturno sembrado de estrellas blancas como espejos brillando en la negrura. Inclinado sobre ella, la luz de sus ojos, más brillante que la de cualquier estrella, estaba Jace.

Sus ojos se empaparon de él, de cada parte de él, desde los cabellos enmarañados al rostro manchado de sangre y mugriento y los ojos que brillaban por entre las capas de suciedad; desde los moretones visibles a través de las mangas desgarradas al enorme roto empapado en sangre de la parte frontal de la camiseta, a través del cual se veía la piel desnuda; y no había marca ni corte que indicase por donde había entrado la Espada. Pudo ver el pulso latiéndole en la garganta, y casi le arrojó los brazos al cuello ante aquella visión porque significaba que el corazón latía y eso quería decir…

—Estas vivo —susurró—. Realmente vivo.

Con un lento gesto maravillado él alargó la mano para tocarle la cara.

—Estaba en la oscuridad —dijo en voz baja—. No había nada más que sombras, y yo era una sombra, y sabía que estaba muerto, y que todo había acabado, todo. Y entonces he oído tu voz. Te he oído decir mi nombre, y eso me trajo de vuelta.

—Yo no. —Clary sintió un nudo en la garganta—. El Ángel te ha traído de vuelta.

—Porque tú se lo has pedido. —En silencio trazó el contorno de su cara con los dedos, como para asegurarse de que era real—. Podías haber tenido cualquier cosa en el mundo, y me has pedido a mí.

Ella sonrió. Mugriento como estaba, cubierto de sangre y tierra, era lo más hermoso que había contemplado nunca.

—Pero yo no quiero ninguna otra cosa en el mundo.

Ante eso, la luz de sus ojos, ya brillante, adquirió tal intensidad que ella apenas pudo mirarle. Pensó en el Ángel, y la manera en que había ardido como un millar de antorchas, y que Jace tenía en su interior algo de aquella misma sangre incandescente, y en cómo aquella llama brillaba a través de él en aquel momento, a través de sus ojos, como luz por entre las rendijas de una puerta.

«Te amo», quiso decir Clary. Y «volvería a hacerlo. Siempre te pediría a ti». Pero no fueron esas las palabras que dijo.

—No eres mi hermano —le contó, un poco jadeante, como si, habiendo advertido que aún no las había dicho, no pudiese hacer salir las palabras de la boca con la suficiente rapidez—. Lo sabes, ¿verdad?

De un modo muy leve, por entre la mugre y la sangre, Jace sonrió.

—Sí —dijo—. Lo sé.

EPÍLOGO

Con estrellas en el cielo

Yo te quería,

por eso atraje a mis manos estas mareas de hombres,

y escribí con estrellas mi voluntad en el cielo.

T.E. LAWRENCE

El humo se alzaba en una indolente espiral, trazando delicadas líneas negras en el aire diáfano. Jace, solo en la colina que daba sobre el cementerio, estaba sentado con los codos sobre las rodillas y contemplaba cómo el humo flotaba en dirección al cielo. Lo irónico de todo ello no le pasaba por alto: aquellos eran los restos del que le había hecho de padre, después de todo.

Podía ver las andas desde donde estaba sentado, oscurecidas por el humo y las llamas, y al pequeño grupo de pie a su alrededor. Reconoció los brillantes cabellos de Jocelyn desde allí, y a Luke junto a ella, con la mano sobre su espalda. Jocelyn tenía el rostro vuelto, apartado de la ardiente pira.

Jace podía haber sido un miembro del grupo, de haberlo querido. Había pasado los últimos dos días en la enfermería, y no le habían dejado salir hasta esa mañana, en parte para que pudiese asistir al funeral de Valentine. Pero había llegado a mitad de camino de la pira, un montón de leña descortezada, blanca como huesos, y había comprendido que no podía ir más allá; así que había dado media vuelta y había ascendido a la colina, lejos del cortejo fúnebre. Luke lo había llamado, pero Jace no se había vuelto.

Se había sentado y había contemplado cómo se congregaban alrededor de las andas, cómo Patrick Penhallow, con su traje de color blanco pergamino, encendía la leña. Era la segunda vez aquella semana que contemplaba arder un cuerpo, pero el de Max había sido desgarradoramente pequeño, y Valentine era un hombre de gran tamaño… incluso tendido sobre la espalda con los brazos cruzados sobre el pecho, con un cuchillo serafín en el puño. Tenía los ojos vendados con seda blanca, como era la costumbre. Habían hecho lo debido por él, pensó Jace, a pesar de todo.

No habían enterrado a Sebastian. Un grupo de cazadores de sombras había regresado al valle, pero no había encontrado el cuerpo; había sido arrastrado por el río, le habían dicho a Jace, aunque él tenía sus dudas.

Había buscado a Clary entre el grupo que rodeaba las andas, pero no estaba allí. Habían transcurrido ya casi dos días desde que la habían visto por última vez, en el lago, y la echaba en falta con una sensación casi física de añoranza. No era culpa de la muchacha que no se hubiesen visto. A ella le había preocupado que él no tuviese fuerzas suficientes para regresar a Alacante desde el lago a través de un Portal aquella noche, y había tenido razón. Para cuando los primeros cazadores de sombras habían llegado hasta ellos, Jace había ido derivando hacia una aturdida inconsciencia. Había despertado al día siguiente en el hospital de la ciudad con Magnus Bane mirándole fijamente con una expresión curiosa; podría haber sido profunda inquietud o simplemente curiosidad, era difícil saberlo con Magnus. El brujo le contó que aunque el Ángel le había curado físicamente, parecía que su espíritu y su mente se habían agotado hasta el punto de que únicamente el descanso podía sanarlos. En cualquier caso, se sentía mejor ahora. Justo a tiempo para el funeral.

Se había alzado viento y éste se llevaba el humo lejos de él. En la lejanía podía ver las centelleantes torres de Alacante, a las que se había restituido su antigua gloria. Jace no estaba totalmente seguro de lo que esperaba conseguir sentándose allí y contemplando cómo ardía el cuerpo de Valentine, o qué habría dicho si estuviese allí abajo entre el duelo, diciendo sus últimas palabras al difunto. «Jamás fuiste realmente mi padre —podría decir, o tal vez—: Fuiste al único padre que conocí.» Ambas afirmaciones eran igualmente ciertas, sin importar lo contradictorias que eran.

Cuando había abierto los ojos en el lago la primera vez —sabiendo, de algún modo, que volvía de la muerte—, sólo pudo pensar en Clary, que yacía con los ojos cerrados a poca distancia de él, sobre la arena ensangrentada. Había gateado hasta ella casi presa del pánico, pensando que podría estar herida, o incluso muerta… y cuando ella había abierto los ojos, todo en lo que había podido pensar era en que seguía viva. Hasta que no hubo otras personas allí que lo ayudaron a ponerse en pie, prorrumpiendo en sorprendidas exclamaciones ante la escena que contemplaban, no advirtió él la presencia del cuerpo de Valentine caído y hecho un guiñapo cerca de la orilla del lago, y sintió la fuerza de todo ello como un puñetazo en el estómago. Había sabido que Valentine estaba muerto —lo habría matado él mismo—, pero con todo, de algún modo, la visión fue dolorosa. Clary había mirado a Jace con ojos entristecidos, y él había comprendido que aunque ella había odiado a Valentine y jamás había tenido motivo para matarle, sentía la pérdida para Jace.