Simon paseó la mirada de su rostro al de Jace y luego al de Sebastian. Todos mostraban la misma expresión cauta, como si acabaran de advertir lo que habían estado haciendo: contar secretos nefilim a un subterráneo. A un vampiro. No al enemigo, precisamente, pero desde luego alguien en quien no se podía confiar.
Aline fue la primera en romper el silencio. Clavando la hermosa y negra mirada en Simon, dijo:
—Así pues… ¿cómo es ser un vampiro?
—¡Aline! —Isabelle parecía horrorizada—. No puedes ir por ahí preguntando a la gente cómo es ser un vampiro.
—NO veo el motivo —replicó ella—. No ha sido un vampiro tanto tiempo, ¿verdad? Así que debe de recordar lo que era ser una persona. —Giró la cabeza de nuevo hacia Simon—. ¿La sangre todavía te sabe a sangre? ¿O sabe a otra cosa ahora, como zumo de naranja o algo así? Porque imagino que el sabor de la sangre sería…
—Sabe a pollo —respondió Simon, simplemente para acallarla.
—¿De veras? —Aline pareció atónita.
—Se está burlando de ti, Aline —dijo Sebastian—, como tiene todo el derecho a hacer. Me disculpo por mi prima otra vez, Simon. Aquellos de nosotros que nos criamos fuera de Idris solemos estar un poco más familiarizados con lo subterráneos.
—Pero ¿tú no te criaste en Idris? —inquirió Isabelle—Pensaba que tus padres…
—Isabelle —interrumpió Jace, pero ya era demasiado tarde. La expresión de Sebastian se ensombreció.
—Mis padres están muertos —dijo—. Un nido de demonios cerca de Calais…, no pasa nada, fue hace mucho tiempo —frenó las muestras de condolencia de Isabelle—. Mi tía… la hermana de mi padre… me crió en el Instituto de Paris.
—¿De modo que hablas francés? —Isabelle suspiró—. Ojalá yo hablara otro idioma. Pero Hodge jamás pensó que necesitaríamos aprender nada que no fuese griego y latín clásicos, y nadie habla esas lenguas ya.
—También hablo ruso e italiano. Y un poco de rumano —indicó Sebastian con una sonrisa humilde—. Podría enseñarte algunas frases…
—¿Rumano? Eso es impresionante —dijo Jace—. No muchas personas lo hablan.
—¿Lo hablas tú? —preguntó Sebastian con interés.
—En realidad, no —repuso Jace con una sonrisa tan encantadora que Simon supo que mentía—. Mi rumano se limita a frases útiles como: «¿Son estas serpientes venenosas?» y «Pero usted parece muy joven para ser un oficial de policia».
Sebastian no sonrió. Había algo en su expresión, se dijo Simon. Era afable —todo en él era sosegado—, pero Simon tuvo la sensación de que la afabilidad ocultaba algo debajo que desmentía la tranquilidad externa.
—Me encanta viajar —dijo él, con los ojos puestos en Jace—. Pero es agradable estar de vuelta, ¿verdad?
Jace dejó de jugar con los dedos de Aline.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente que no hay ningún otro sitio como Idris, por mucho que nosotros los nefilim nos creemos hogares en otras partes. ¿No estás de acuerdo?
—¿Por qué me preguntas? —La expresión de Jace era gélida.
Sebastian se encogió de hombros.
—Bueno, tu viviste aquí de niño, ¿no es cierto? Y no has regresado en años. ¿O lo entendí mal?
—No lo entendiste mal —intervino Isabelle con tono impaciente—. A Jace le gusta fingir que nadie habla sobre él, incluso cuando sabe que sí lo hacen.
—Desde luego que lo hacen.
Aunque Jace le miraba con expresión iracunda, Sebastian parecía no inmutarse. Simon sintió una especie de medio renuente simpatía por el joven cazador de sombras de cabellos oscuros. Era raro encontrar a alguien que no reaccionase a las pullas de Jace.
—Estos días es de lo que habla todo el mundo en Idris. De ti, de los Instrumentos Mortales, de tu padre, de tu hermana…
—Se suponía que Clarissa vendría con vosotros, ¿no es cierto? —dijo Aline—. Tenía ganas de conocerla. ¿Qué sucedió?
Si bien la expresión de Jace no cambió, retiro la mano de la de Aline, crispándola en un puño.
—No quiso abandonar Nueva York. Su madre está enferma en el hospital.
«Jamás dice “nuestra madre” —pensó Simon—. Siempre es su madre.»
—Es extraño —comentó Isabelle—; pensaba que realmente quería venir.
—Quería —dijo Simon—. De hecho…
Jace se había puesto en pie a tal velocidad que Simon ni siquiera le había visto moverse.
—Ahora que lo pienso, necesito discutir con Simon en privado. —Movió violentamente la cabeza en dirección a las puertas dobles del otro extremo de la habitación, con una mirada desafiante—. Vamos, vampiro —dijo, en un tono que dejó a Simon con la clara sensación de que una negativa probablemente acabaría en alguna clase de violencia—. Vamos a hablar.
3
Amatis
Entrada la tarde, Luke y Clary habían dejado ya el lago muy atrás y caminaban por lo que parecían interminables extensiones llanas de pastos altos. Aquí y allá se alzaba una suave elevación hasta convertirse en una colina coronada de rocas negras. Clary estaba agotada de tanto subir y bajar colinas, una tras otra, dando traspiés con las botas resbalando en la hierba húmeda como si se tratase de mármol engrasado. Cuando por fin dejaron atrás los campos y llegaron a una estrecha carretera de tierra, las manos le sangraban y estaban completamente manchadas de hierba.
Luke caminaba muy rígido por delante de ella con zancadas decididas. De vez en cuando le señalaba alguna cosa de interés con su voz sombría, como su fuese el guía turístico más deprimido del mundo.
—Acabamos de cruzar la llanura Brocelind —dijo mientras ascendía una colina y veían una enmarañada extensión de árboles oscuros bajo el cielo—. Esto es el bosque. Los bosques acostumbraban a cubrir la mayor parte de las tierras bajas del país. Gran parte de ellas se talaron para dejar espacio a la ciudad… y para echar a las manadas de lobos y los nidos de vampiros que tendían a aparecer por allí. El bosque de Brocelind siempre ha sido un escondite de subterráneos.
Siguieron avanzando penosamente en silencio mientras la carretera describía una curva junto al bosque durante varios kilómetros antes de girar bruscamente. Los árboles parecieron disiparse a medida que una cordillera se alzaba por encima de ellos, y Clary pestañeó cuando doblaron un recodo de una colina alta; a menos que los ojos la engañaran, había casas allí abajo. Pequeñas hileras blancas de casas, ordenadas como si fuese un pueblecito de juguete.
—¡Hemos llegado! —exclamó, y se abalanzó al frente, deteniéndose tan sólo al advertir que Luke ya no iba a su lado.
Se volvió y le vio de pie en mitad de la polvorienta carretera, meneando la cabeza.
—No —dijo, avanzando hasta alcanzarla—. Eso no es la ciudad.
—¿Entonces es un pueblo? Dijiste que no había ninguna ciudad cerca de aquí…
—Es un cementerio. Es la Ciudad de Huesos de Alacante. ¿Creías que la Ciudad de Huesos era la única última morada que teníamos? —Sonó entristecido—. Esto es una necrópolis, el lugar donde enterramos a aquellos que mueren en Idris. Ahora la verás. Tenemos que atravesarla para llegar a Alacante.
Clary no había estado en un cementerio desde la noche en que Simon había muerto, y el recuerdo le produjo un escalofrío que la heló hasta los huesos mientras recorría los estrechos senderos que se abrían paso por entre los mausoleos como una cinta blanca. Alguien cuidaba del lugar: el mármol relucía como si lo acabasen de fregar, y la hierba estaba cortada uniformemente. Había ramos de flores blancas colocados aquí y allá sobre las tumbas; en un principio creyó que era azucenas, pero tenían un perfume aromático y desconocido que le hizo preguntarse si serían autóctonas de Idris. Cada tumba parecía una casa pequeña; algunas incluso tenían verjas de metal o alambre, y sobre las puertas estaban grabados los nombres de familias de cazadores de sombras. CARTWRIGTH, MERRYWEATHER, HIGHTOWER, BLACKWELL, MIDWINTER. Se detuvo ante uno: HERONDALE.