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—Simplemente le estoy mostrando dónde le apuñalaron —protestó ella, pero regresó pitando al sillón con cierta precipitación—. ¿Qué sucede abajo? ¿Siguen todos alucinando?

La sonrisa abandonó el rostro de Jace.

—Maryse ha subido al Gard con Patrick —dijo—. La Clave está reunida y Malachi pensó que sería mejor si ella… lo explicaba… personalmente.

Malachi. Patrick. Gard. Los desconocidos nombres dieron vueltas por la cabeza de Simon.

—¿Explicar qué?

Isabelle y Jace intercambiaron miradas.

—Explicarte a ti —respondió finalmente Jace—. Explicar por qué trajimos a un vampiro con nosotros a Alacante, algo que, por cierto, va explícitamente en contra de la Ley.

—¿A Alacante? ¿Estamos en Alacante?

Una oleada de confuso pánico recorrió a Simon, aunque fue rápidamente reemplazada por un dolor que le recorrió el estómago. Se dobló hacia delante, jadeando.

—¡Simon! —Isabelle alargó la mano, con un destello de alarma brillando en sus ojos oscuros—. ¿Te encuentras bien?

—Vete, Isabelle. —Simon, con las manos cerradas contra el estómago, alzó los ojos hacia Jace, con un tono de súplica en la voz—. Haz que se vaya.

Isabelle se echó hacia atrás, con expresión dolida.

—Muy bien. Me iré. No tendrás que decírmelo dos veces.

Se puso en pie con aire indignado y salió de la habitación, cerrando de un portazo tras ella.

Jace volvió la cabeza hacia Simon, los ojos color ámbar inexpresivos.

—¿Qué sucede? Pensaba que te estabas curando.

Simon alzó una mano para mantener apartado al joven. Un sabor metálico le ardía en la parte posterior de la garganta.

—No es Isabelle —chirrió—. Ni estoy herido; estoy simplemente… hambriento. —Sintió que las mejillas le ardían—. Perdí sangre, así que… necesito reemplazarla.

—Desde luego —repuso Jace, en el tono de alguien a quien acaban de explicar un dato científico interesante, aunque no especialmente necesario.

La leve preocupación abandonó su expresión, para ser reemplazada por algo que a Simon le pareció un divertido desdén. Despertó una sensación de furia en su interior; de no haber estado tan debilitado por el dolor, habría saltado de la cama y se hubiera lanzado sobre el otro joven hecho una furia. Tal y como estaban las cosas, todo lo que pudo hacer fue jadear.

—Vete a la mierda, Wayland.

—Wayland, ¿eh?

La expresión divertida no abandonó el rostro de Jace, pero éste se llevó las manos a la garganta y empezó a bajar la cremallera de la cazadora.

—¡No! —Simon se echó hacia atrás sobre la cama—. No me importa lo hambriento que esté. No voy a… beber tu sangre… otra vez.

Jace hizo una mueca.

—Tampoco pensaba dejarte hacerlo.

Introdujo la mano en el bolsillo interior de la cazadora y extrajo un frasco de cristal. Contenía un líquido de un tenue rojo amarronado.

—Pensé que podrías necesitar esto —indicó—. Escurrí el jugo de unas cuantas libras de carne cruda que había en la cocina. Es lo único que pude hacer.

Simon le cogió el frasco a Jace, aunque sus manos temblaban tanto que el otro muchacho tuvo que desenroscar el tapón por él. El líquido del interior era repugnante… demasiado aguado y salado para ser auténtica sangre, y tenía aquel tenue sabor desagradable que indicaba que la carne tenía algunos días.

—¡Puaj! —dijo tras unos cuantos tragos—. Sangre muerta.

—¿No está muerta toda la sangre? —inquirió Jace, enarcando las cejas.

—Cuanto más tiempo lleve muerto el animal cuya sangre estoy bebiendo, peor sabe la sangre —explicó Simon—. Fresca es mejor.

—Pero tú nunca has bebido sangre fresca. ¿No es cierto?

Simon enarcó las cejas como única respuesta.

—Bueno, aparte de la mía, claro —dijo Jace —. Y estoy seguro de que mi sangre es fantástica.

Simon depositó el frasco vacío sobre el brazo del sillón situado junto a la cama y replicó:

—Hay algo que no chuta contigo. Mentalmente, quiero decir.

Todavía tenía el sabor de la sangre pasada en la boca, pero el dolor había desaparecido. Se sentía mejor, más fuerte, como si la sangre fuese una medicina que funcionaba al instante, una droga que necesitaba tomar para vivir. Se preguntó si aquello era lo que les sucedía a los adictos.

—Así que estoy en Idris.

—En Alacante, para ser precisos —respondió Jace—. La capital. La única ciudad, en realidad. —Fue a la ventana y descorrió las cortinas—. Los Penhallow no nos creyeron —dijo—. Sobre que el sol no te afectaría. Colgaron estas cortinas opacas. Pero deberías mirar.

Simon se levantó de la cama y se reunió con Jace junto a la ventana. Y abrió los ojos de par en par.

Hacía unos cuantos años, su madre los había llevado a él y a su hermana de viaje a la Toscana: una semana de pesados y desconocidos platos de pasta, pan sin sal, un paisaje agreste y marrón… y su madre descendiendo a toda velocidad por carreteras estrechas y sinuosas, evitando por poco estrellar el Fiat en los hermosos edificios antiguos que pretendidamente habían ido a ver. Recordaba que se habían detenido en la ladera de una colina justo frente a una ciudad llamada San Gimignano, una colección de edificios de color óxido salpicados aquí y allá por altas torres cuyos pisos superiores se elevaban vertiginosamente como si quisieran alcanzar el cielo. Si lo que contemplaba ahora le recordaba algo, era eso; aunque le parecía también extraño que resultaba genuinamente distinto de cualquier cosa que hubiera visto antes.

Miraba desde la ventana superior de lo que debía de ser una casa bastante alta. Si echaba un vistazo hacia arriba podía ver aleros de piedra y, más allá, el cuelo. Enfrente había otra casa, no tan alta como ésta, y entre ellas discurría un canal estrecho y oscuro, cruzando aquí y allí por puentes; el origen del agua que había oído antes. La casa estaba construida en mitad de la ladera de una colina, a la falda de la cal se apelotonaban casas de piedra de color miel en estrechas calles que caían en declive hasta el borde de un círculo verde: bosques, rodeados por colinas lejanas; desde donde estaba, parecían largas franjas verdes y marrones salpicadas con estallidos de colores otoñales. Tras las colinas se alzaban montañas escarpadas cubiertas con una capa de nieve.

Pero nada de eso era lo que resultaba extraño; lo extraño era que aquí y allí se alzaban en la ciudad, dispuestas al parecer al azar, torres altísimas coronadas por agujas de un material reflectante de un blanquecino tono plateado. Parecían perforar el cielo como dagas relucientes, y Simon se dio cuenta de que había visto aquel material antes: en las duras armas de aspecto cristalino que llevaban los cazadores de sombras, las que ellos llamaban cuchillos serafín.

—Ésas son las torres de los demonios —le explicó Jace en respuesta a la pregunta no formulada de Simon—. Controlan las salvaguardas que protegen la ciudad. Debido a ellas, ningún demonio puede penetrar en Alacante.

El aire que entraba por la ventana era frío y puro, la clase de aire que uno jamás respiraba en Nueva York: no sabía a nada, ni a mugre, ni a humo, ni a metal, ni tampoco a otra gente. Era simplemente aire. Simon tomó una bocanada profunda e innecesaria antes de volverse para mirar a Jace; algunos hábitos humanos eran muy persistentes.

—Dime que traerme aquí ha sido un accidente —dijo—. Dime que esto no ha sido de algún modo parte de tu intención de impedir a Clary que viniese con vosotros.

Jace no le miró, pero su pecho ascendió y descendió una vez, rápidamente, en una especie de jadeo reprimido.

—Es cierto —respondió—; creé un puñado de guerreros repudiados, hice que atacaran el Instituto y mataran a Madeleine y casi acabaran con el resto de nosotros simplemente para poder mantener a Clary en casa. ¡Y quién lo iba a decir, mi diabólico plan funcionó!

—Bueno, sí ha funcionado —dijo Simon con suavidad—. ¿No es cierto?