Ciudad de ilusiones
Ursula K. Le Guin
Capítulo 1
Imaginar la oscuridad.
En la oscuridad que sigue al Sol un mudo espíritu despertaba. Envuelto en el Caos, no conocía signo alguno. No tenía lenguaje y no sabía que la oscuridad era la noche.
Cuando la luz, ya olvidada, lo inundó, comenzó a andar, a rastras, por momentos corriendo a los cuatro vientos, por momentos manteniéndose erguido, sin rumbo. No había senda para él en su mundo, porque una senda significaba un principio y un fin. Todas las cosas se confundían a su alrededor, todas las cosas le ofrecían resistencia. Su perdido ser era impulsado al movimiento por fuerzas cuyo nombre desconocía: terror, hambre, sed, dolor. A través de la sombría selva de las cosas se equivocaba en silencio hasta que la noche lo detenía, una fuerza más poderosa. Pero, cuando la luz advenía, nuevamente seguía su marcha a tientas. Al irrumpir en el súbito y asoleado ámbito del Claro se irguió y quedó en suspenso. Luego se tapó los ojos con las manos y profirió un grito penetrante.
Parth tejía en su telar en el jardín lleno de Sol y lo divisó en el borde del bosque. Llamó a los otros con un rápido golpe de su mente. Pero nada temía y cuando ellos salieron de la casa ya había cruzado el Claro hacia la extraña figura que se agazapaba entre los altos y espesos pastos. Mientras se acercaban la vieron apoyar su mano sobre el hombro de él, inclinarse hacia él, hablarle suavemente.
Se volvió hacia ellos con una mirada inquisidora que decía:
—¿Ven sus ojos…?
Eran ojos extraños, en verdad. La pupila dilatada; el iris, color ámbar grisáceo, se extendía a lo largo del óvalo de modo que no se veía el blanco del ojo.
—Como un gato —dijo Garra.
—Como un huevo pura yema —dijo Kai, portavoz de la ligera e incómoda inquietud que producía esa pequeña pero esencial diferencia.
En lo demás, el forastero parecía sólo un hombre; bajo el barro y los arañazos y la suciedad de su rostro y de su desnudo cuerpo después de su desatinada lucha a través de la selva; a lo sumo era algo más pálido que las morenas gentes que a su alrededor hablaban de él tranquilamente mientras él se encogía bajo el Sol, doblado y tembloroso de agotamiento y de temor.
Aunque Parth lo miró directamente adentro de sus extraños ojos no encontró allí destello alguno de reconocimiento humano. Sordo a sus palabras, tampoco comprendía sus gestos.
—Sin mente o demente —dijo Zove—. Pero también muerto de hambre; podemos remediar esto.
Después de estas palabras, Kai y el joven Thurro lo sostuvieron a medias y a medias lo arrastraron hacia la casa. Allí, ellos y Parth y Buckeye se las arreglaron para alimentarlo y limpiarlo, y luego lo colocaron sobre un jergón y le inyectaron un narcótico para que no escapara.
—¿Será un Shing? —Parth le preguntó a su padre.
—¿Lo eres tú? ¿Lo soy yo? No seas ingenua, mi querida —respondió Zove—. Si pudiera contestar a esta pregunta sería capaz de liberar a la Tierra. Sin embargo, tengo la esperanza de descubrir si es loco o está sano o si es imbécil, y de dónde vino, y cómo tiene esos ojos amarillos. ¿Se habrán apareado los hombres con gatos y halcones en la degenerada y última época de la humanidad? Dile a Kretyan que suba a los dormitorios, querida.
Parth siguió a su ciega prima Kretyan escaleras arriba, hacia el umbrío y ventilado balcón donde dormía el extraño. Zove y su hermana Karel, llamada Buckeye esperaban allí. Ambos estaban sentados con las piernas cruzadas y la espalda erguida; Buckeye jugaba con su bastidor, Zove no hacía nada: hermano y hermana ya entrados en años, los rostros anchos y morenos muy tranquilos. Las jóvenes se sentaron junto a ellos sin romper el plácido silencio. Parth era morenorojiza, con una cascada de negro pelo largo y brillante. Sólo vestía unos amplios pantalones plateados. Kretyan, algo mayor, era obscura y frágil; una cinta roja cubría sus ojos vacíos y sostenía hacia atrás su pesado pelo. Al igual que su madre; usaba una túnica de tela delicadamente tejida. Hacía calor. La tarde estival ardía en los jardines debajo del balcón y, más allá, en los ondulados campos del Claro. Por todos lados, tan cerca de esta ala de la casa como para sombrearla con las ramas llenas de hojas y de pájaros, tan lejos en las otras direcciones como para azularse y ponerse brumosa por la distancia, la selva los rodeaba.
Los cuatro permanecieron sentados durante buen rato, juntos y separados, sin hablar pero unidos.
—La cuenta de ámbar se evade hacía el dibujo de la Infinitud —dijo Buckeye con una sonrisa, dejando a un lado su bastidor con su entretejido de cuentas.
—Todas tus cuentas llevan a la Infinitud —dijo su hermano—. Efecto de tu reprimido misticismo. Terminarás como nuestra madre, te lo aseguro, capaz de ver las cuentas en un bastidor vacío.
—¡Reprimida tontería! —señaló Buckeye—. Nunca he reprimido algo en mi vida.
—Kretyan —dijo Zove—, los párpados del hombre se mueven. Debe estar en un ciclo de sueños.
La ciega se acercó al jergón. Extendió su mano y Zove la guió nuevamente hacia la frente del forastero. Nuevamente guardaron silencio. Todos escuchaban. Pero sólo Kretyan podía oír.
Finalmente levantó su inclinada y ciega cabeza.
—Nada —dijo, su voz estaba ligeramente tensa.
—¿Nada?
—Una confusión… un vacío. No tiene mente.
—Kretyan, te contaré su apariencia. Sus pies han caminado, sus manos han trabajado. El sueño y la droga relajan su rostro, pero sólo una mente pensante podría hollar y desgastar una cara con estas líneas.
—¿Qué parecía cuando estaba despierto?
—Temeroso —dijo Parth—. Temeroso, aturdido.
—Puede ser un extranjero —dijo Zove—, no un terráqueo, aunque podría ser… Quizás piense de otro modo que nosotros. Intenta una vez más, mientras sigue durmiendo.
—Intentaré, tío. Pero no siento mente alguna ni una real emoción o sentido. La mente de un bebé asusta, pero esto… es peor… oscuridad y una especie de vaciedad confusa…
—Bueno, déjalo —dijo tranquilamente Zove—. La negación de la mente es un mal lugar para la mente.
—Esta oscuridad es peor que la mía —dijo la chica—. Tiene un anillo en la mano…
Había posado su mano por un momento sobre la del hombre, en señal de compasión o como si le pidiera su inconsciente perdón por haberse entremetido en sus sueños.
—Sí, un anillo de oro sin señales ni dibujo. Era todo lo que tenía sobre el cuerpo. Y su mente tan desnuda como su carne. Así el pobre bruto vino hacia nosotros desde el bosque… ¿enviado por quién?
Toda la familia de Zove, excepto los más chicos, se reunieron esa noche en el gran hall de abajo, donde altas ventanas permanecían abiertas al húmedo aire de la noche. La luz de las estrellas y la presencia de los árboles y el ruido del arroyo penetraban en la habitación casi en penumbras, de modo que entre una y otra persona y entre las palabras que decían había un lugar para las sombras, el viento de la noche y el silencio.
—La verdad, como siempre, elude al Forastero —el Amo de la Casa les decía con su profunda voz—. Este extraño nos obliga a elegir entre varias cosas desagradables. Puede ser un idiota de nacimiento, que erró hasta llegar aquí por casualidad; pero, si es así ¿quién lo perdió? Puede ser un hombre cuyo cerebro haya sufrido un accidente o una intervención deliberada. O puede ser un Shing que disfraza su mente con una pretendida demencia. O quizás no sea hombre ni Shing; pero entonces, ¿qué es? No hay prueba o contraprueba para cualquiera de estas probabilidades. ¿Qué haremos con él?
—Podemos intentar enseñarle algo —dijo Rossa, la esposa de Zove.
El hijo mayor del Amo, Metock habló: