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Que el Enemigo hubiera estado alguna vez aquí era dudoso. Nadie había estado aquí nunca. Nadie podría haber hollado este lugar. Los grajos gritaban en las grises ramas. Heladas hojas pardas crujían bajo sus pies, las hojas de mil otoños. Un alto ciervo lo miró a través de una pequeña pradera, inmóvil, cuestionándole el derecho a estar allí.

—No te mataré. Cacé dos gallinas esta mañana —dijo Falk.

El ciervo lo contempló con la señorial prestancia de los que no tienen habla, y se marchó lentamente. Nadie le temía a Falk, aquí. Nadie le hablaba. Pensó que terminaría olvidando el lenguaje nuevamente y convirtiéndose, otra vez, en el ser que había sido, mudo, salvaje, inhumano. Se había alejado demasiado de los hombres y había accedido a un paraje donde reinaban las criaturas mudas y los hombres no habían llegado.

Al llegar al borde de la pradera tropezó con una piedra, y apoyado en las manos y las rodillas leyó unas letras gastadas por el tiempo, grabadas en el bloque a medio sepultar: CK O.

Los hombres habían llegado aquí; habían vivido aquí. Debajo de sus pies, debajo del helado y abrupto terreno de arbustos sin hojas y árboles desnudos, debajo de las raíces, había una ciudad. Sólo que él llegaba un milenio o dos demasiado tarde.

Capítulo 3

Los días que Falk ya no contaba se habían acortado mucho, y quizás ya habían pasado el Fin de Año, el solsticio de invierno. Aunque el tiempo no era tan malo como podría haber sido en los años en que la ciudad se irguiera por encima de la Tierra, porque éste era un ciclo meteorológico más cálido, sin embargo casi siempre estaba nublado y gris. La nieve caía a menudo, no tan espesa como para dificultar el camino, pero lo suficiente como para que Falk pensara que si no hubiera traído su ropa de invierno y su bolsa de dormir de la Casa de Zove, habría sufrido algo más que la simple incomodidad del frío. El viento norte soplaba tan cruelmente que tendía siempre a desviarse ligeramente hacia el sur, y elegía la dirección suroeste, cuando era posible hacerlo, antes que dar la cara al viento.

En la avanzada y obscura tarde de un día de cellisca y lluvia llegó trabajosamente a un valle que corría en dirección sur, y se debatió a través de espesa maleza que crecía sobre el terreno rocoso y barroso. Inmediatamente los pastizales ralearon y accedió a un súbito alto. Ante él corría un gran río, que brillaba con destellos obscuros y salpicados por la lluvia. La llovizna obscurecía casi por entero la ribera opuesta. Se asombró de la anchura, la majestad de esta gran corriente silenciosa que fluía en dirección al oeste y de sus aguas obscuras bajo el cielo encapotado. Primero pensó que se trataba del Río Inland, una de las pocas referencias del continente interior conocidas en calidad de rumores por las Casas de la Selva Oriental; pero se decía que aquel corría hacia el sur y delimitaba el borde occidental del reino de los árboles.

Seguramente era un tributario del Río Inland. Lo siguió, por esa razón, y porque lo mantenía apartado de las altas colinas y lo proveía tanto con agua como con buena caza; además, era agradable tener, a veces, una playa de arena como camino, con el cielo abierto por encima de la cabeza y no la oscuridad eterna de las ramas sin hojas. De modo que siguiendo el río se dirigía al oeste, por el sur, a través de una ondulada tierra de bosques, fría y silenciosa y sin color bajo la garra del invierno.

Una de esas mañanas junto al río, cazó una gallina salvaje, tan comunes aquí en bandadas que cacareaban y volaban bajo y que le procuraban su plato principal. Recién la había aferrado por las alas y todavía no la había matado cuando la levantó. Entonces aleteó y gritó con su penetrante voz de ave: «quitar la vida… quitar… vida… quitar…»; le retorció el cuello.

Las palabras afluían a su mente y no podía silenciarlas. La última vez que una bestia le hablara fue cuando se encontraba cercano a la casa del Terror. En alguna parte, en estas solitarias colinas grises, había, o había habido, hombres: un grupo escondido como en la casa de Argerd, o Merodeadores salvajes que lo matarían cuando vieran sus extraños ojos, u hombres instrumentos que lo llevarían ante sus Amos como prisionero o esclavo. Aunque al final tuviera que enfrentar a estos Amos, encontraría su propio camino hacia ellos, a su debido tiempo, y solo. ¡No confiar en nadie, evitar a los hombres! Había aprendido la lección. Anduvo muy cautelosamente ese día, tan silencioso que, con frecuencia, las aves acuáticas que pululaban en las riberas del río levantaban vuelo, sorprendidas, casi debajo de sus pies.

No cruzó ningún camino ni vio signo alguno de que seres humanos habitaran o hubieran llegado nunca cerca del río. Pero hacia el final de la corta tarde, una bandada de aves salvajes verdebroncíneas elevaron vuelo adelante de él y sobrevolaron el agua cacareando y gritando juntas en una algarabía de palabras humanas.

Un poco más lejos se detuvo pues creyó haber percibido olor de humo de leña en el viento.

El viento soplaba río arriba hacia él, desde el noroeste. Prosiguió, doblemente cauteloso. Luego, como la noche avanzara entre los troncos de los árboles y obscureciera las ya obscuras márgenes del río, en la lejanía, más allá de la costa agreste y poblada de sauces una luz parpadeó y se desvaneció y volvió a brillar.

Ya no fue ni por temor ni siquiera por precaución que se detuvo, inmóvil sobre sus huellas para contemplar el distante relumbrar. Aparte de su propio fuego solitario, era la primera luz que había visto en medio de la espesura desde que abandonara el Claro. Lo conmovió extrañamente, brillando lejana entre las sombras.

Paciente en su fascinación como cualquier animal de la selva, esperó hasta que la noche se cerniera completamente y luego se encaminó despacio y sin hacer ruido, a lo largo de la ribera del río, manteniéndose al amparo de los sauces, hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para ver el cuadrado de la amarilla ventana con la luz del fuego y el pico de la chimenea por encima, cubierto de nieve, y el alero de pino. Imponente sobre la obscura selva y el río, brillaba Orion. El viento de la noche era muy frío y silencioso.

De vez en cuando un copo de nieve se desprendía de una rama y caía hacia las obscuras aguas teñido con la luminosidad del fuego mientras descendía.

Falk permaneció observando la luz dentro de la cabaña. Se acercó algo, luego se quedó inmóvil durante largo rato.

La puerta de la cabaña crujió al abrirse, y formó un abanico de oro sobre el obscuro suelo y desmenuzó la nieve en corpúsculos y lentejuelas.

—Acércate a la luz —dijo un hombre que se detuvo, al descubierto, en el dorado recuadro formado por la puerta.

Falk en la oscuridad de la espesura puso su mano sobre su pistola láser y no hizo ningún otro movimiento.

—Te escucho mentalmente. Soy un Auditor. Entra. No tienes nada que temer. ¿Hablas en este idioma?

Silencio.

—Espero que sí, porque no utilizaré la comunicación telepática. No hay nadie aquí, excepto yo, y tú —dijo la pausada voz—. Escucho sin intentarlo, como tú escuchas con tus oídos, y todavía te escucho allí, en la oscuridad. Ven y golpea la puerta si quieres entrar y refugiarte bajo mi techo.

La puerta se cerró.

Falk permaneció inmóvil durante unos momentos. Luego cruzó la breve distancia obscura que lo separaba de la cabaña y golpeó la puerta.

—¡Entra!

Abrió la puerta y entró a la luz y al calor.

Un anciano, de largo pelo gris trenzado sobre su espalda, estaba de rodillas frente al hogar avivando el fuego. No se dio vuelta para mirar al extraño, pero dejó su fuego despaciosamente. Después de un momento cantó en voz alta y lenta:

estoy solo y confundido, confundido, desolado. Oh, como en el mar, al garete. Oh, sin puerto donde anclar…