Permaneció dos días o dos noches más en la cabaña junto al río, porque su huésped fue con él muy hospitalario y le resultaba difícil abandonar ese pequeño paraíso de calor y compañía. El anciano rara vez escuchaba y nunca contestaba las preguntas, pero aquí y allá, a lo largo de su fluyente charla, ciertos hechos e indicios afloraban y se desvanecían. Conocía el camino que llevaba al oeste y qué parajes recorría… pero Falk no estaba seguro de la distancia que cubrían sus conocimientos. Evidentemente hasta Es Toch; ¿quizás más lejos? ¿Qué había más allá de Es Toch? Falk no tenía la menor idea, excepto que era posible llegar, al Mar del Oeste y, allende éste, al Gran Continente, y probablemente, otra vez, en redondo, al Mar del Este y a la Selva. Que el mundo era redondo era algo sabido por los hombres, pero no quedaban mapas. Falk sospechaba que el viejo hubiera pedido dibujar uno; pero de dónde provenía esa sospecha no atinaba a saberlo, pues su huésped nunca habló directamente de nada que hubiera hecho o visto más allá de su pequeña ribera del claro.
—Cuídate de las gallinas, río abajo —dijo el viejo, a propósito de nada, mientras desayunaban, temprano por la mañana, antes de que Falk partiera nuevamente—. Algunas de ellas pueden hablar. Otras oír. Como nosotros, ¿eh? Yo hablo y tú oyes. Porque, por supuesto, yo soy el Auditor y tú el Mensajero. Condenada lógica. Recuerda lo de las gallinas y desconfía de aquellas que cantan. Los gallos tienen menor importancia; están demasiado ocupados en alardear. Ve solo. Eso no te hará mal. Dale mis saludos a todo Príncipe o Merodeador que encuentres, especialmente a Henstrella. De paso, se me ocurrió, mientras dormías, entre tus sueños y mi propia noche, que has caminado lo suficiente como para ejercitarte y que podrías usar mi deslizador. Había olvidado que lo tenía. No lo usaré, porque no voy a ninguna parte, salvo a morir. Espero que alguien venga y me entierre, o, por lo menos, que me entierre afuera en beneficio de las ratas y de las hormigas, una vez que esté muerto. No me agrada la perspectiva de pudrirme aquí, después de haber mantenido durante tantos años la pulcritud de este lugar. No puedes usar un deslizador en la selva, por supuesto, ahora no existen caminos que merezcan tal nombre, pero si quieres seguir el curso del río te llevará muy cómodamente. Y también a través del Inland River, que no es fácil de cruzar durante los deshielos, excepto si eres un siluro. Lo guardo bajo el alero, si lo quieres. Yo no.
La gente de la casa Kathol, la más cercana a la de Zove, eran Thurro-sabios; Falk sabía que uno de sus principios era andar, tanto como fuera posible dentro de la sanidad y la mesura, sin inventos mecánicos ni artificios. Que este anciano, que vivía mucho más primitivamente que ellos y que se alimentaba con aves y verduras porque ni siquiera tenía un rifle para cazar, poseyera un producto de la más sofisticada tecnología, constituía un hecho tan extraño como para inducir a Falk, por primera vez, a mirarlo con una sombra de sospecha.
El Auditor chasqueó la lengua y cloqueó:
—No había razón alguna para que confiaras en mí, muchachito forastero —dijo—. Ni para que yo en ti. Después de todo, es posible ocultarle cosas también al gran Auditor. Es posible ocultar cosas a la propia mente, ¿no es cierto?, de modo que ni los pensamientos acceden a ellas. Toma, el deslizador. Mis días de viaje se han terminado. Sólo lleva a una persona, pero tú irás solo. Y creo que tu viaje es mucho más largo del que pudieras hacer a pie. O quizás, por qué no, con deslizador.
Falk no formuló pregunta alguna, pero el viejo respondió:
—Quizás tengas que volver a casa —dijo.
Al partir en ese amanecer helado y lleno de rocío, bajo los pinos cubiertos de hielo, Falk con pena y gratitud le ofreció su mano como se hace con el Amo de una Casa; así se lo habían enseñado; pero cuando lo hizo dijo:
—Tiokioio…
—¿Cómo me has llamado, Mensajero?
—Quiere decir… quiere decir, padre, creo… —la palabra había brotado espontáneamente entre sus labios, incoherente; no estaba seguro de conocer su significado, y no tenía idea de qué lengua era ésa.
—¡Adiós, pobre y confiado tonto! Hablarás la verdad y la verdad te liberará. O no, depende del caso. Ve, completamente solo, querido tonto; es el mejor modo de andar. Extrañaré tus sueños. Adiós, adiós. El pescado y los visitantes apestan después de tres días. ¡Adiós!
Falk se arrodilló en el deslizador, elegante y pequeña máquina con incrustaciones negras y un arabesco tridimensional de alambre de platino. La ornamentación escondía los controles, pero él había jugado con un deslizador en la Casa de Zove y, después de estudiar los arcos de control, tocó el arco izquierdo, deslizó su dedo a lo largo de éste hasta que el deslizador se levantó silenciosamente a unos dos pies de altura, y luego, con el arco derecho, envió a la pequeña nave por encima del cercado y de la ribera hasta dejarla suspendida sobre el espumoso hielo del brazo de agua que pasaba por detrás de la cabaña. Se volvió, entonces, para decir adiós, pero el anciano ya había penetrado en la cabaña y cerrado la puerta. Y, luego de que Falk piloteara su silenciosa nave hacia la ancha y obscura avenida del río, el silencio enorme se cerró nuevamente alrededor de él.
El helado rocío se amontonaba en las amplias curvas de agua, adelante y detrás de él, y colgaba entre los grises árboles de cada margen. El suelo y los árboles y el cielo se teñían de gris con hielo y niebla. Sólo el agua que se deslizaba algo más lentamente que su deslizador aéreo era más obscura. Cuando, al día siguiente, comenzó a nevar, los copos eran obscuros contra el cielo, blancos contra el agua antes de desvanecerse, cayendo interminablemente y perdiéndose en la interminable corriente.
Este modo de viajar significaba el doble de velocidad que la marcha a pie, y era más seguro y cómodo, demasiado cómodo, en realidad, monótono, hipnótico. Falk se alegraba de acercarse a la orilla cuando tenía que cazar o acampar. Las aves acuáticas caían ante sus manos y los animales que se acercaban a la orilla para beber, lo miraban como si él y su deslizador fueran una grulla o una garza que pasara rasante y le ofrecían sus indefensos flancos y pechos a su fusil de caza. Entonces, todo lo que podía hacer era sacarles el cuero, descuartizarlos, cocinarlos, comerlos y construirse un pequeño refugio para pasar la noche a resguardo de la nieve o de la lluvia, con ramas y troncos y el deslizador invertido a manera de techo; dormía, al amanecer comía carne fría de la noche anterior, bebía agua del río y seguía. Y seguía.
Practicaba juegos con el deslizador para entretener las horas muertas; lo elevaba a unos quince pies donde el viento y las corrientes de aire volvían menos denso el sostén del aire y hacían inclinarse al deslizador casi hasta volcarlo, pero lo impedía instantáneamente con los controles y su propio peso; o acercaba al deslizador hasta el agua y producía una salvaje conmoción de espuma y salpicaduras cuando golpeaba y saltaba y rebotaba por encima del río, corcoveando como un potro. Un par de caídas no le hicieron desistir de su entretenimiento. El deslizador estaba preparado para estabilizarse a un pie de altura, en caso de pérdida de los controles, y todo lo que él tenía que hacer era trepar nuevamente, llegar a la costa y encender un fuego si se había enfriado, o si no, simplemente seguir viaje. Sus ropas eran a prueba de condiciones meteorológicas adversas, y, en todo caso, el río sólo lo mojaba un poco más que la lluvia. La ropa de invierno lo mantenía agradablemente templado; nunca sentía realmente calor. Sus pequeños fuegos de campamento eran estrictamente para cocinar. No había suficiente madera seca en toda la Selva Oriental, probablemente, para una verdadera fogata, después de los largos días de lluvia, nieve, rocío y nuevamente lluvia.