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Se aficionó a batir el deslizador contra el río en una serie de largos y ruidosos saltos de pez, brincos en diagonal que terminaban en un golpe y en un chorro de salpicaduras. El ruido del procedimiento le agradaba como una ruptura en la suave y silenciosa monotonía del deslizador por encima del agua, entre los árboles y las colinas. Venía golpeando el río en una curva, contorneando la ruta con delicados toques en los arcos de control, cuando irrumpió en un súbito alto silencioso en medio del aire. A lo lejos, contra el acerado brillo del río, un bote se dirigía hacia él.

Cada nave quedaba completamente a la vista de la otra; no había posibilidad de evadirse secretamente detrás de la pantalla de los árboles. Falk se tiró boca abajo en el deslizador, el fusil en la mano, y piloteó hacia la margen derecha del río, a una altura de diez pies, de modo tal que su posición resultara ventajosa respecto de los tripulantes del bote.

Se acercaban tranquilamente con su embarcación triangular. Cuando estuvieron más cerca, a pesar de que el viento soplaba río abajo, pudo escuchar el débil sonido de su canto.

Se acercaban más aun y no le prestaban atención y seguían cantando.

Hasta donde llegaba su breve memoria, la música siempre lo había arrastrado y atemorizado, embargándolo con una especie de angustiado deleite, un placer muy cercano al tormento. Ante el sonido de una voz humana que cantara sentía intensamente que él no era humano, que esta combinación de modulación y ritmo y tono le era ajena, no algo olvidado sino algo nuevo, más allá de él. Pero justamente esa extrañeza lo arrebataba y ahora, inconscientemente, disminuyó la velocidad del deslizador para escuchar. Cuatro o cinco voces cantaban, entonaban y se entretejían en una armonía tan llena de arte como no escuchara antes. No entendía las palabras. Toda la selva, las millas de agua gris y de cielo gris le parecían alertas, en un silencio intenso e incomprensible.

El sonido se desvaneció, deshaciéndose y perdiéndose en una ráfaga de risas y charla. El deslizador y el bote se encontraban casi de frente, ahora, separados por un centenar de yardas. Un hombre alto y muy esbelto de pie sobre la popa, saludó a Falk; su clara voz sonaba argentina a través del agua. Nuevamente no captó las palabras. A la acerada luz invernal, el pelo del hombre y el pelo de los otros cuatro o cinco que se encontraban en el bote brillaban con reflejos dorados, todos del mismo modo, como si fueran de la misma sangre o de una misma especie. No pudo distinguir los rostros con claridad, sólo el pelo oro rojo y las esbeltas figuras que se inclinaban y hacían señas y reían. Durante un segundo un rostro fue nítido, el de una mujer que lo observaba a través del agua que fluía y del viento. Había casi detenido el deslizador que permanecía suspendido y el bote, también, parecía inmóvil en el río.

—Síguenos —dijo nuevamente el hombre, y, esta vez, al reconocer el idioma, Falk entendió. Era la antigua lengua de la Liga, Galaktika. Como todos los Forasteros, Falk la había aprendido mediante cintas grabadas y libros, pues los documentos que se habían conservado de la Gran Edad, estaban grabados en ella, que servía como idioma común entre hombres de diferentes lenguas. El dialecto de la Selva había descendido del Galaktika, pero se había emancipado después de mil años, y, en la actualidad, difería hasta de Casa a Casa. Una vez, habían llegado a la Casa de Zove viajeros que provenían de la costa del Mar Oriental, y hablaban en un dialecto tan diferente que les resultó más fácil hablar en Galaktika con sus huéspedes, y sólo en esa oportunidad Falk la había escuchado como a una lengua viva; en general, sólo había sido la voz de un libro sonoro o el murmullo del teleprofesor en su oreja, en la oscuridad de una mañana de invierno.

Como un sueño y arcaica sonaba ahora en la clara voz del piloto:

—¡Síguenos, vamos a la ciudad!

—¿A qué ciudad?

—A nuestra ciudad —dijo el hombre y rió.

—La ciudad que da la bienvenida al viajero —gritó otro.

Y otro, con esa voz de tenor que tan dulcemente fluyera en su canto, habló más suavemente:

—Aquéllos que no hacen daño, ningún daño encuentran entre nosotros.

Y una mujer dijo como si sonriera con las palabras:

—Abandona la vida salvaje, viajero, y escucha nuestra música por una noche.

El nombre con el que lo invocaban era viajero o mensajero.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.

El viento sopló y el ancho río fluyó. El bote y el bote aéreo permanecieron inmóviles entre el flujo del aire y del agua, juntos y separados como en un encantamiento.

—Somos hombres.

Con esa respuesta el hechizo se desvaneció, se perdió como un suave sonido o un aroma en el viento del este. Falk sintió nuevamente el ave que se debatía, herida, entre sus manos, y que gritaba palabras con su penetrante voz inhumana: ahora, como entonces, lo recorrió un escalofrío y, sin vacilar, pero también sin firmeza, tocó el arco de plata y aceleró el deslizador hacia adelante a toda velocidad.

Ningún sonido le llegaba desde el bote, aunque ahora el viento soplaba de ellos hacia él, y después de unos momentos, cuando la vacilación pudo vencerlo, disminuyó la marcha de su nave y miró hacia atrás. El bote se había ido. Nada se divisaba sobre la ancha y obscura superficie del agua, desnuda hasta la lejana curva.

Después de eso, Falk no practicó ya juegos sonoros, sino que prosiguió tan rápida y silenciosamente como podía; no encendió fuego alguno esa noche, y su sueño fue intranquilo. Sin embargo, algo del encanto persistía. Las dulces voces habían hablado de una ciudad, Elonaae en la antigua lengua y mientras navegaba río abajo, en medio del aire y en medio de la espesura, Falk susurró la palabra en voz alta. Elonaae, el lugar del Hombre; miríadas de hombres reunidos, no una casa sino miles de casas, grandes lugares habitados, torres, paredes, ventanas, calles y los lugares abiertos adonde convergían las calles, las casas de comercio de las que se hablaba en los libros, donde todos los ingeniosos inventos de las manos de los hombres se fabricaban y vendían, los palacios de gobierno donde los poderosos se reunían para hablar entre sí de las grandes obras que ellos hacían, los campos de maniobras desde donde se disparaban naves espaciales que viajaban a través de años hacia soles extranjeros: ¿Hubo alguna vez en la Tierra algo más maravilloso que los Lugares del Hombre? Todos habían desaparecido ahora. Sólo quedaba Es Toch, el Lugar de la Mentira. No había ninguna ciudad en la Selva Oriental. Ni torres de piedra y acero y cristal llenas de almas se elevaban ya entre los pantanos y las alamedas, las cuevas de los conejos y las huellas de los ciervos, los perdidos caminos, las piedras rotas y sepultadas.

Sin embargo, la visión de una ciudad yacía en Falk como un obscuro recuerdo de algo que había conocido alguna vez. Por ello estimaba la potencia de la ilusión, la esperanza que lo había conducido a tientas y mantenido a salvo, y se preguntaba si habría más trampas y engaños en su viaje hacia el oeste, hacia su misma fuente.

Los días y el río seguían corriendo, fluyendo con él, hasta que una quieta y gris tarde el mundo se abrió lentamente más y más en una imponente anchura, en una inmensa llanura de aguas barrosas debajo de un cielo inmenso: la confluencia del Río de la Selva con el Río Inland. No era de extrañarse que hubieran escuchado hablar del Río Inland aun en la profunda ignorancia de su aislamiento, a cientos de millas de allí, en las Casas: era tan enorme que ni siquiera los Shing podían ocultarlo. Una vasta y brillante desolación de aguas gris amarillentas surgía de los últimos tramos e islas de la regada Selva hacia el oeste y hasta una lejana orilla de colinas. Falk se remontó como una de las azules garzas de vuelo bajo que poblaban el río, por encima del lugar de convergencia de las aguas. Aterrizó en la orilla occidental y, por primera vez desde que tenía memoria, se encontró afuera de la Selva.